Que la Virgen María vele por vos, ¡que su divina protección os preserve de todo mal! Sed feliz, Maude; pero si no me volvéis a ver, si no regreso, pensad de vez en cuando en el pobre Will, pensad en el que os ama y os amará siempre.

Al terminar estas palabras, murmuradas con la voz entrecortada por las lágrimas, el joven cogió a Maude por el talle, estrechó contra su corazón a la palpitante joven, la besó apasionadamente y se alejó sin volver la cabeza, sin contestar a la dulce voz que intentaba retenerle.

Una veintena de robustos vasallos armados con lanzas, espadas, arcos y flechas, rodeaban, a distancia respetuosa, a un grupo de hombres compuesto por los hijos de sir Guy de Gamwell, por Pequeño Juan, su sobrino, y por Gilbert Head.

—Mucho me extraña que Robín se haga esperar —decía el anciano a sus jóvenes compañeros—; no está entre las costumbres de mi hijo el ser perezoso.

—Paciencia, maese Gilbert —respondió Pequeño Juan irguiéndose cuan alto era para echar una ojeada—; Robín no es el único que falta, mi primo Will también se hace de rogar. No creo que retrasen la salida tres o cuatro minutos sin motivo.

—¡Aquí están! —gritó uno de los hombres.

Will y Robín se acercaron rápidamente.

—¡Partamos! —gritó Gilbert—. Pequeño Juan —añadió volviéndose hacia el joven—, ¿conocen vuestros amigos el objetivo de nuestra expedición?

—Sí, Gilbert, juraron seguiros con valor y serviros con fidelidad.

—¿Puedo contar entonces, con toda confianza, con su apoyo?

—Con total confianza.

—Muy bien. Algo más: a fin de llegar a Nottingham por el camino más corto, nuestros enemigos atravesarán Mansfield, se internarán por el gran camino que corta en dos el bosque de Sherwood, y alcanzarán una encrucijada junto a la cual nos emboscaremos… No tengo nada más que decir. Pequeño Juan, ¿conoces mis planes?

—¡Perfectamente! ¡Muchachos! —gritó Pequeño Juan a una señal del anciano—, ¿tendréis el valor de hundir vuestros dientes sajones en el cuerpo de esos lobos normandos? ¿Tendréis el valor de vencer o morir?

Un sí enérgico respondió a la doble pregunta.

—¡Pues bien, adelante, mis valientes!…

—¡Hurra! ¡A la guerra! —exclamó Will siguiendo con Robín a la belicosa tropa.

Y el eco del sombrío bosque repitió:

—¡Hurra… hurra… hurra!

Cuando la tropa alcanzó el lugar designado por Gilbert como ideal para una emboscada, el anciano colocó a sus hombres, dio a cada uno nuevas y breves explicaciones, ordenó un profundo silencio y fue a colocarse tras un tronco de árbol a pocos pasos de Pequeño Juan, cuyas orejas estaban ya al acecho.

Lo único que turbaba la calma de la noche era el grito de un pájaro que se despertaba, el canto melodioso de un ruiseñor, los suspiros de la brisa entre las hojas; pero a estos diversos murmullos pronto vino a unirse un ruido de pasos aún lejano, un ruido casi imperceptible y que sólo el oído de los hombres del bosque podía distinguir de los armoniosos rumores de las plantas, del viento, de la voz de los pájaros y del roce de las hojas.

—Es un hombre a caballo —dijo Robín a media voz—, creo reconocer el paso corto y rápido de un pony de nuestro país.

—Tienes razón —respondió Pequeño Juan en el mismo tono—; el que llega es un amigo o un viajero inofensivo.

—Cuidado a pesar de todo.

—¡Cuidado! —se repitieron los hombres unos a otros.

La persona que excitaba de esta suerte la inquieta curiosidad de la tropa continuaba alegremente su camino; cantaba con fuerte voz una balada compuesta en su honor y sin duda alguna por ella misma.

—¡Maldito seas! —gritó de improviso el cantante dirigiendo a su caballo la amable frase—. ¿Qué pasa, bestia desganada? ¿Cómo es que cuando torrentes de armonía se escapan de mis labios no permaneces silenciosa, arrebatada, encantada?

—¿Por qué razón hablas así, amigo mío? —dijo Pequeño Juan, que, silenciosamente, salió de su escondite y sujetó las bridas del caballo.

Algo sobresaltado, el desconocido dijo:

—Antes de contestar quisiera saber el nombre del que detiene a un hombre apacible e inofensivo, el nombre del que suma a este método de bandolero la impudicia de llamar amigo suyo a un hombre que es muy superior a él —añadió orgullosamente el extraño.

—Sabed, señor clérigo de Copmanhurst, pues el ruidoso griterío de vuestros cantos me reveló vuestro nombre, que habéis sido detenido, no por un bandolero, sino por un hombre difícil de intimidar y que está por encima de vos a una altura igual que la que os da por un momento vuestro caballo —respondió fríamente el sobrino de sir Guy.

—Sabed, sir perro del bosque, pues la grosería de vuestros modales me revela vuestro nombre, que preguntáis a un hombre poco acostumbrado a responder a las preguntas inoportunas, a un hombre que os apaleará si no soltáis inmediatamente las bridas de su caballo.

—La fuerza se os va por la boca —contestó el joven en tono burlón—, y responderé a vuestras amenazas presentándoos a un joven guardabosque que os hará pedir gracia con vuestro propio bastón.

—¡Hacerme pedir gracia con mi propio bastón! -gritó el extraño con furia-; sería raro si no imposible. Traedme, traedme enseguida a vuestro amigo.

Y vociferando estas palabras, el viajero bajó de su caballo. Al ver al forastero, Robín cogió del brazo a Pequeño Juan y le dijo en voz baja:

—¿No reconocéis a ese viajero? Es Tuck, el monje.

—¡Bah! ¿De verdad?

—Sí, pero no digáis nada, deseo desde hace tiempo medirme con el bastón con ese valiente de Gilles, y como el claroscuro de la noche me oculta, voy a aprovechar este extraño encuentro.

Las elegantes y afeminadas formas de Robín pusieron una sonrisa burlona en los labios del extraño.

—Muchacho —dijo riéndose—, ¿estás seguro de tener duro el cráneo y de poder soportar sin morir la lluvia de golpes que merece tu impudicia?

—Mi cráneo es sólido, aunque no tiene el espesor del vuestro, sir desconocido —contestó el joven hablando el dialecto de Yorkshire para disimular su voz—; sin embargo, resistirá vuestros golpes si tenéis la destreza de tocarlo, destreza que pongo en duda con tanta audacia como fanfarronería prodigáis al proclamarlo.

—Vamos a verte en acción, urraca descarada. Ya basta de palabras, ¡en guardia!

Con la intención de asustar a su joven adversario, Tuck dio con el bastón un terrorífico molinete y pareció querer dirigir su primer golpe a las piernas de Robín; pero el muchacho, demasiado hábil para desconocer las verdaderas intenciones del monje, detuvo el bastón en el momento en que, guiado por segura mano, iba a golpearle la cabeza. Luego, no contento con esta hábil parada, asestó a los hombros, los riñones y la cabeza de Tuck una serie de golpes tan violenta y metódicamente aplicada, que el monje, atontado, molido, con los ojos cegados, pidió, no gracia, sino una suspensión de armas.

—Manejáis bien el bastón, joven amigo —dijo con voz jadeante intentando disimular el cansancio—, veo que los golpes rebotan en vuestros flexibles miembros sin herirlos.

—Rebotan porque los paro, señor —contestó alegremente Robín—; pero hasta ahora no conozco el contacto de vuestro bastón.

—Es vuestro orgullo el que habla, joven, pues con toda seguridad os he tocado más de una vez.

—¿Habéis olvidado, monje Tuck, que ese mismo orgullo me prohibió siempre mentir? —respondió Robín hablando con su propia voz.

—¿Quién sois? —gritó el monje.

—Mirad mi rostro.

—¡Oh! ¡Por san Benito, nuestro bienaventurado patrón! Es Robín Hood, el hábil arquero.

—En persona, alegre Tuck.

—Alegre Tuck, alegre Tuck, sí, pero antes de que me arrebataseis a mi pequeña amante, la preciosa Maude Lindsay.

Apenas había terminado estas palabras cuando una mano de hierro se aferró con violencia al brazo de Robín y una voz furiosa murmuró:

—¿Es verdad lo que dice ese monje?

Robín volvió la cabeza y vio, pálida, con los labios temblorosos y los ojos inyectados en sangre, la cara descompuesta de Will.

—Silencio, William —contestó con suavidad Robín—, silencio, contestaré inmediatamente a tu pregunta. Mi querido Tuck —prosiguió—, yo no me llevé a la que tan ligeramente llamáis vuestra amante. Miss Maude, como mujer digna y honrada, ha rechazado un amor que no podía compartir. Su salida del castillo de Nottingham no fue una falta, sino el cumplimiento de un deber: acompañaba a su señora, lady Christabel Fitz-Alwine.

—Yo no hice votos monásticos, Robín —contestó el monje a manera de excusa—, y hubiese podido dar mi nombre a miss Lindsay. Si la caprichosa niña rechazó mi amor, debo culpar de ello a vuestra bonita cara, o bien a la inconstancia de corazón que es natural en las mujeres.

—¡Vaya! Monje Tuck —gritó Robín—, calumniar a las mujeres es una infamia. ¡Ni una palabra más! Miss Maude es huérfana, miss Maude es desdichada, miss Maude tiene derecho al respeto de todos.

—¿Murió Hubert Lindsay? —exclamó con tristeza Tuck—. ¡Dios haya acogido su alma!

—Sí, Tuck, muerto. Han ocurrido muchas cosas extrañas; os contaré todo esto más tarde. Aguardando la posibilidad de una larga conversación, ocupémonos del motivo que ha causado nuestro encuentro. Vuestra colaboración nos es necesaria.

—¿En qué? —preguntó Gilles.

—Os lo explicaré lo más brevemente posible. El barón Fitz-Alwine hizo quemar por sus esbirros la casa de mi padre, como ya sabéis; mi madre fue muerta durante el incendio, y Gilbert quiere vengar su muerte. Esperamos aquí al barón; regresa del extranjero y va a Nottingham. Nuestra intención es entrar por sorpresa en el interior del castillo. Si tenéis ganas de dar unos buenos golpes, ahí tenéis la ocasión.

—¡Bravo! Nunca rechazo un placer. Pero no esperéis que piense triunfar, pues nuestro ejército no es fuerte si no está compuesto más que por esos dos hermosos muchachos, vos y yo.

—Mi padre y un grupo de vigorosos hombres del bosque están emboscados a veinte pasos de nosotros.

—¡Entonces triunfaremos! —exclamó el monje haciendo girar su bastón con entusiasmo.

—¿Qué camino habéis seguido hacia el bosque, reverendo padre? —preguntó Pequeño Juan.

—El de Mansfield a Nottingham, endeble amigo —contestó el monje—. Verdaderamente no perdono a mis ojos su ceguera, y os doy la mano de todo corazón, mi querido Pequeño Juan.

El sobrino de sir Guy respondió con afecto a las amistosas cortesías del monje.

—¿No habéis encontrado en vuestro camino a una cabalgada militar? —preguntó el joven.

—Un grupo de hombres llegados de Tierra Santa se reponía en una posada de Mansfield, pero este grupo, disciplinado según parece, está compuesto por hombres medio muertos de fatiga y privaciones. ¿Creéis que forme parte del cortejo que acompaña al barón Fitz-Alwine?

—Sí, pues esos cruzados esperados en el castillo de Nottingham son hombres suyos. Así pues, pronto nos encontraremos con los ilustres personajes. Monje Tuck, hay que desaparecer en la espesura o tras un tronco de árbol.

—En seguida, pero ¿dónde colocar a esta obstinada yegua? Tiene tantos defectos como una mu… ¡Chisst!… Sin embargo estoy ligado a ella.

—Voy a llevarla a un abrigo seguro; confiádmela y escondeos.

Pequeño Juan ató al caballo por los riñones a un árbol poco alejado del camino, y luego fue a reunirse con sus compañeros.

La nerviosa inquietud de Will no le había dejado esperar el momento propicio para una explicación; se había ido hacia Robín y, de forma insistente, el fogoso joven había obligado a su amigo a hacerle un relato detallado de las circunstancias relacionadas con la huida del castillo de Nottingham.

Robín contó todo con veracidad, fue sincero y, sobre todo, generoso para con Maude.

Will escuchó con el corazón palpitante, y cuando el joven terminó su relato, le preguntó:

—¿Eso es todo?

—Todo.

—Gracias.

Y los dos excelentes corazones se estrecharon.

—Soy su hermano —dijo Robín.

—Yo seré su marido —exclamó William; y añadió alegremente—: ¡Vamos a batirnos!

¡Pobre William!

La espera se prolongó hasta bastante avanzada la noche, y eran ya las tres de la madrugada cuando un relincho de caballo se oyó en las profundidades del bosque.

Algunos minutos más tarde, una tropa, que no disimulaba su paso, pues los hombres, menos fatigados de lo que había juzgado Tuck, reían, charlaban y cantaban, apareció en la entrada de la bifurcación.

En el mismo momento el caballito de Tuck se salió de la espesura, pasó como una flecha ante su dueño, y galopó deliberadamente por delante de los soldados.

El monje hizo un movimiento para lanzarse tras la desertora.

—¿Estáis loco? —murmuró Pequeño Juan sujetando al monje por el brazo—; un paso más y sois hombre muerto.

—Pero agarrarán a mi pequeño pony —gruñó Tuck.

Tuck salió al camino, y, corriendo hacia los soldados, vio a su yegua caracolear, encabritarse, levantar a su alrededor nubes de polvo y resistir a los esfuerzos de los que querían frenar sus alegres locuras.

Un soldado alcanzó al pony con su lanza, pero el golpe que le dio le fue devuelto con creces por Tuck, pues el pobre diablo cayó de su montura lanzando un grito de dolor.

—Mary, Mary, hija mía —gritó Tuck con dulzura—, ven conmigo bonita, ven.

Esta voz conocida hizo estirar las orejas al caballo: relinchó alegremente y trotó junto a su dueño.

—¡Cómo, bribón! —gritó el jefe con furia—, ¡matas a mis hombres!

—Respetad a un miembro de la Iglesia —respondió Tuck dando en la cabeza del caballo montado por el jefe un violento bastonazo.

El animal saltó hacia atrás; el jefe vaciló y perdió los estribos.

—¿No ves el hábito que llevo? —prosiguió Tuck en un tono que intentaba fuera imponente.

—¡No! —rugió el jefe—. ¡No! No veo tu hábito sino tu insolente audacia. Sin respeto por el uno y sin gracia para lo otro, voy a partirte el cráneo.

El golpe de la lanza alcanzó a Tuck, y el dolor exasperó tan locamente al buen hermano que se lanzó sobre el jefe gritando con voz estentórea:

—¡A mí los Hood! ¡A mí los Hood! ¡A mí!

Los clamores de Tuck no asustaron al jefe.