Roxana, o la cortesana afortunada
Narra Daniel Defoe las aventuras y desventuras de una mujer que, abandonada por su esposo en precaria situación y amenazada por el hambre y la pobreza, se ve abocada a dedicarse al oficio más viejo del mundo. De esta manera amasará una considerable fortuna, de modo que el oprobio mediante el que escapó a una situación sin salida, dejará de ser considerado una deshonra para pasar a contemplarse como un lucrativo negocio.
Defoe convierte a Roxana en narradora y ésta, al comenzar a desgranar sus peripecias, advierte claramente que su intención no es moralizar, sino describir los hechos tal como acontecieron, de manera que sean las buenas gentes que conozcan su historia quienes juzguen y aprendan la manera insidiosa en que el pecado puede gobernar una vida. Roxana no escapa por completo a los prejuicios de su época, pero parece asumir sus yerros como algo deseable si a cambio se obtiene la libertad.

Daniel Defoe
Roxana,
o la cortesana afortunada
ePUB v1.0
griffin 20.06.12

Título original: Roxana: The Fortunate Mistress
Daniel Defoe, 1724.
Traducción: Miguel Temprano García
Editor original: griffin (v1.0)
ePub base v2.0
Nota al texto
Esta novela se publicó por primera vez en Londres, en 1724, de forma anónima, como las demás novelas de Defoe, con el título de The Fortunate Mistress. El título de Roxana no se añadió hasta la edición de 1740. La presente traducción se basa en el texto de la primera edición.
Prefacio
La historia de esta hermosa dama debería hablar por sí sola: si no es tan hermosa como se supone que es la propia dama; si no es tan divertida como desearía el lector, y aún más de lo que tiene derecho a esperar; y si sus partes más entretenidas no están dedicadas a su instrucción y mejora, quien la escribe reconoce que debe de ser porque ha cometido algún error y porque ha vestido la historia peor que como la dama, que habla por su boca, la presentó al mundo.
El autor se toma la libertad de afirmar que este cuento difiere de otros ejemplos modernos similares, aunque algunos hayan gozado de muy buena acogida; y digo que difiere de ellos en una cuestión de esencial importancia: en concreto, que se basa en un hecho real, por lo que la obra no es tanto cuento como Historia.
Su trama está ambientada tan cerca del lugar donde ocurrió que se ha hecho necesario ocultar los nombres, no sea que lo que no ha sido olvidado del todo en esa parte de la ciudad fuese recordado y los hechos reconstruidos con demasiada facilidad por mucha gente que aún vive y conoció a dichas personas.
No siempre es preciso revelar los nombres si la historia es interesante en varios sentidos, y si tuviésemos que optar entre hacerlo o no relatarla, la consecuencia sería sólo que muchas historias amables y deleitosas quedarían relegadas a la oscuridad y el mundo se vería privado tanto de su disfrute como de su provecho.
El autor afirma que conocía muy bien tanto al primer marido de esta dama, el cervecero, como a su padre, y también sus penosas circunstancias, y asegura que la primera parte de la historia es cierta.
Confía en que con eso baste para dar credibilidad al resto, aunque la última parte transcurra en el extranjero y no haya podido ser confirmada como la primera, pero, puesto que ha sido la propia dama quien la ha contado, no parece haber motivos para dudar de su sinceridad.
Por el modo en que ha contado su historia, resulta evidente que no ha tratado de justificarse en ningún momento y mucho menos de recomendar su conducta, o aspecto alguno de su proceder, salvo su penitencia. Por el contrario, incluye numerosas digresiones, en las que censura y condena justamente su comportamiento. ¿Cuántas veces no se liará reproches a sí misma con la mayor vehemencia y nos conducirá ajustas reflexiones en casos parecidos?
Cierto que varias veces tropezó con un éxito inesperado a lo largo de su torcida carrera, pero incluso en los momentos de mayor prosperidad admite con frecuencia que el placer de su maldad no vale lo que su arrepentimiento, y que todas las satisfacciones de las que disfrutó, las alegrías que le proporcionaba su bienestar, e incluso las riquezas en las que puede decirse que nadó —sus vestidos suntuosos, sus carruajes y todos los honores que recibió— no bastan para apaciguar su espíritu, acallar los reproches de su conciencia o procurarle una hora de descanso cuando las justas reflexiones le impiden conciliar el sueño.
Las nobles conclusiones que se extraen de esta primera parte valen lo que el resto del relato y justifican sobradamente (tal como así lo pretendían) su publicación.
Si hay alguna parte en su historia en la que, al verse obligado a describir una mala acción, parece hacerlo con demasiada claridad, el autor afirma que ha puesto todo el cuidado imaginable para evitar cualquier indecencia o expresión indecorosa y que espera que no haya nada capaz de inspirar a un espíritu malvado y sí mucho para desanimarlo y denunciarlo.
No es fácil representar de ese modo las escenas criminales y algunos podrían hacer un uso fraudulento de ellas; sin embargo, si el vicio se pinta de colores grises, no es para agradar a la gente, sino para denunciarlo; y si el lector hace un mal uso de esas figuras, será por su propia maldad.
Entretanto, las ventajas de la presente obra son tan grandes, y el lector virtuoso encontrará en ella tantos motivos de inspiración, que no dudamos de que la historia, por mal contada que esté, encontrará un hueco en su tiempo y será leída con tanto deleite como provecho.
I
Nací, según me contaron, en la ciudad de Poitiers, provincia, o condado, de Poitou, en Francia, de donde mis padres huyeron por motivos religiosos y me trajeron a Inglaterra, en torno al año 1683, cuando los protestantes fueron expulsados de Francia por la crueldad de sus perseguidores.
Yo, que poco o nada sabía de los motivos por los que me habían traído aquí, no tardé mucho en acostumbrarme; me gustó Londres, una ciudad grande y bulliciosa, pues era sólo una niña y me fascinaban las multitudes y ver a tanta gente elegante.
De Francia no conservé nada, sólo el idioma: mi padre y mi madre eran gente más acomodada que la mayoría de lo que la gente de la época llamaba refugiados; y como habían huido pronto, cuando todavía era fácil salvaguardar las propiedades, antes de venir habían enviado considerables sumas de dinero, o, por lo que yo recuerdo, una considerable cantidad de brandy francés, papel y otras mercancías, que pudieron vender aquí con gran provecho, de manera que mi padre disfrutó a su llegada de una situación bastante holgada y no se vio obligado a pedir ayuda y apoyo a sus compatriotas. Al contrario: su puerta estaba siempre atestada de tristes ejemplos de aquellas miserables criaturas que habían huido aquí en busca de refugio, por motivos de conciencia, o por alguna otra cosa. De hecho, recuerdo haber oído decir a mi padre lo mucho que le importunaban aquellos que, para lo religiosos que eran, bien podrían haberse quedado donde estaban, y en cambio habían emigrado en masa, en busca de lo que llamaban su «sustento», enterados de que en Inglaterra se recibía a los refugiados con los brazos abiertos, de que, nada más llegar, encontraban trabajo gracias a la caritativa ayuda del pueblo de Londres, que les facilitaba empleos en las fábricas de Spitalfields, Canterbury y otros muchos sitios, y de que se cobraban sueldos mucho mayores que en Francia y otros lugares parecidos.
Mi padre, digo, afirmaba que le importunaban más las quejas de aquella gente que las de los auténticos refugiados que habían huido afligidos por meros motivos de conciencia.
Yo tenía unos diez años cuando me trajeron aquí, donde, como he dicho, mi padre disfrutó de una situación muy desahogada hasta que murió unos once años más tarde, y en ese tiempo me familiaricé con la parte social del mundo y conocí a algunos de nuestros vecinos ingleses, como es costumbre en Londres. Cuando era todavía joven elegí a tres o cuatro compañeras de juegos apropiadas para mi edad y, a medida que fuimos haciéndonos mayores, llegamos a tenernos por amigas íntimas, lo cual me ayudó a pulir mi conversación y a prepararme para el mundo.
Asistí a escuelas inglesas y, al ser tan joven, aprendí la lengua a la perfección, amén de los usos de las jovencitas en este país, de modo que de los franceses no conservé más que el idioma, ni siquiera quedaron restos en mi manera de hablar, como les ocurre a la mayoría de los extranjeros, sino que hablaba lo que puede llamarse un inglés natural, como si hubiese nacido aquí.
Ya que voy a retratar mi carácter, deberá excusárseme que lo haga con toda la imparcialidad posible, y, como si estuviese hablando de otra persona, el resultado permitirá juzgar si me halago a mí misma o no.
Era (hablo de cuando tenía unos catorce años) alta y muy bien formada, aguda como un halcón en cuestiones de cultura general, rápida e inteligente en el discurso, sabía ser satírica, estaba llena de recursos y era un poco insolente en la conversación, o, como suele decirse, descarada, aunque fuese también muy recatada en mi comportamiento. Al ser francesa de nacimiento, bailaba, como dicen algunos, con naturalidad y me gustaba mucho hacerlo, y además cantaba bien, tanto que, como se verá después, me fue luego de gran utilidad, y por si todo eso fuese poco tampoco andaba corta de ingenio, de belleza o de dinero. De ese modo me dispuse a enfrentarme al mundo con todas las ventajas que una joven podría desear, para recomendarme ante los demás y alimentar perspectivas de una existencia feliz.
Cuando tenía unos quince años, mi padre me dio, como él mismo dijo en francés, veinticinco mil livres, es decir, una dote de dos mil libras, y me casó con un conocido fabricante de cerveza de la City, discúlpeseme si oculto aquí su nombre, pues aunque fue él quien puso los cimientos de mi ruina, me resisto a vengarme de él con tanta severidad.
Con eso que se llama un marido viví ocho años de forma acomodada, y en parte de ese tiempo tuve un carruaje, es decir, una especie de carruaje, pues, aunque durante la semana los caballos se empleaban como bestias de tiro, los domingos tenía el privilegio de pasear en mi carroza ya fuese para ir a la iglesia o a cualquier otro lugar donde mi marido y yo quisiésemos ir de mutuo acuerdo, cosa que, dicho sea de paso, no ocurría muy a menudo, pero ya hablaré de eso más tarde.
Antes de seguir con la historia de mis días de casada, ha de permitírseme ofrecer una descripción imparcial de mi marido como la que he dado antes de mí: era un hombre todo lo alegre y bien parecido que una mujer podría desear como compañero, alto y bien formado, tal vez un poco corpulento, aunque no tanto como para ser desmañado, y bailaba bien, lo que, en mi opinión, fue lo primero que nos atrajo al uno del otro. Tenía un padre anciano que cuidaba celosamente del negocio, por lo que él no tenía muchas preocupaciones por ese lado, salvo dejarse caer por allí de vez en cuando, y se aprovechaba de ello, pues no le prestaba mucha importancia, sino que se dedicaba a viajar, alternar en sociedad, cazar y disfrutar de la vida.
Con decir que era un hombre apuesto y aficionado a la caza, ya lo he dicho todo, pues infeliz de mí, lo elegí por ser guapo y alegre, como hacen muchas jóvenes de mi sexo, aunque era por lo demás una persona débil, inculta y sin nada en la cabeza, que ninguna mujer querría por compañero. Y aquí, debo tomarme la libertad, por mucho que tenga que reprocharme mi conducta posterior, de avisar a mis amigas, las jóvenes de este país, y decirles, a modo de advertencia, que, si tienen algún interés en su felicidad futura, alguna perspectiva de vivir felices con un marido y alguna esperanza de conservar su fortuna, o de recuperarla tras un desastre, no se casen nunca con un idiota. Cualquier marido es mejor que un idiota, con otros maridos puede que sean infelices, pero con un idiota serán desdichadas; con otro marido, digo, puede que sean infelices, pero con un idiota habrán de serlo por fuerza. Es más, aunque quisiera, no podría hacerlas felices: todo lo que hiciera resultaría mal y todo lo que dijese sería vano. Una mujer inteligente no puede sino hartarse y aburrirse de él veinte veces al día: ¿qué hay más incómodo para una mujer que presentar en sociedad a un marido guapo y agradable y luego tener que sonrojarse cada vez que lo oye hablar, u oír a otros caballeros hablar con sensatez mientras él es incapaz de decir nada? Y verlo pasar así por idiota, o lo que es peor, oírle decir bobadas y ver cómo todos se burlan de él por idiota.
Además, hay tantas clases de idiotas, una variedad tan infinita de ellos, y es tan difícil saber cuál de todos es el peor, que no puedo sino decir: nada de idiotas, señoritas, ni uno solo, ni idiotas locos, ni idiotas sobrios, ni idiotas astutos, ni idiotas necios, elegid cualquier cosa menos un idiota; es más, sed cualquier cosa, incluso una vieja solterona, la peor maldición de la naturaleza, antes que casaros con un idiota.
Pero, por dejar el asunto de momento, pues más adelante tendré ocasión de volver sobre él, mi caso era particularmente difícil, ya que había muchos detalles absurdos que complicaban aún más aquel desafortunado matrimonio.
En primer lugar, y debo admitir que eso me resultaba casi insufrible, era un idiota engreído, tout opiniâtre[1]: todo lo que decía era lo correcto, era lo mejor y venía siempre a cuento, independientemente de con quien estuviese y de lo que pudiese objetar cualquiera, aunque fuese con la mayor modestia imaginable. Y, sin embargo, cuando se trataba de defender con razones y argumentos lo que había dicho, lo hacía de un modo tan simple, vacuo e inapropiado que quienquiera que lo oyera sentía invariablemente asco y vergüenza ajena.
En segundo lugar, era categórico y obstinado respecto a las cuestiones más sandias e inconsistentes hasta el punto de llegar a hacerse insoportable.
Ambas características, aún cuando no hubieran ido acompañadas de otras, bastan para calificarlo de criatura intolerable como marido, y cualquiera puede imaginar a primera vista la vida que llevé con él. En cualquier caso, me las arreglé como pude y contuve la lengua, y ésa fue mi única victoria, pues, cuando me sermoneaba con su voz machacona y yo no le respondía ni le discutía lo que estaba diciendo, montaba en cólera de un modo inimaginable y se marchaba, y aquél era el modo más barato que tenía de librarme de él.
Podría extenderme interminablemente sobre el método que utilicé para hacer mi vida pasable y llevadera en compañía del temperamento más incorregible del mundo, pero sería demasiado largo y los detalles demasiado nimios, así que me limitaré a citar alguno de ellos a medida que las circunstancias me obliguen a sacarlos a cuento.
Guando llevaba casada unos cuatro años, murió mi padre (antes había muerto mi madre). El hombre estaba tan descontento con mi matrimonio y le parecía tan mal la conducta de mi marido que, aunque me dejó algo más de cinco mil livres a su muerte, las dejó en manos de mi hermano mayor, quien había invertido en empresas demasiado arriesgadas como comerciante y acabó por perder no sólo lo que él tenía, sino también lo que guardaba para mí, como contaré más tarde.
Así perdí la herencia de mi padre por tener un marido en quien no se podía confiar: he ahí una de las ventajas de casarse con un idiota.
Dos años después del fallecimiento de mi padre, murió también el de mi marido y, tal como yo había imaginado, le dejó una herencia considerable, pues el negocio de la cervecería, que era muy bueno, pasó a ser totalmente suyo.
Pero ese aumento de hacienda supuso su ruina, pues ni tenía dotes para los negocios ni sabía llevar las cuentas. Al principio puso cara de negociante y fingió estar muy atareado, pero pronto se aburrió, consideró indigno de él tener que ocuparse de inspeccionar los libros y lo dejó todo en manos de los contables y los pasantes, y con tal de tener suficiente para pagar la malta y los impuestos y contar con un poco de dinero de bolsillo se comportó de forma totalmente indolente y despreocupada y lo dejó todo a su suerte.
Yo preví las consecuencias de aquello y traté de convencerlo varias veces de que atendiera mejor el negocio: le hice reparar por un lado en las quejas de los clientes sobre el descuido de los criados y por otro en que sus extravagancias acabarían por acarrearle deudas, debido a la falta de interés de su contable y a otras causas parecidas, pero él me apartaba a un lado, fuese con palabras groseras o haciéndome creer que las cosas no eran como yo decía.
El caso es que, por abreviar una historia aburrida que no debería alargarse tanto, pronto empezó a ver cómo se hundían las ventas y disminuía su hacienda y acabó por convencerse de que no podía seguir con el negocio; incluso le confiscaron sus herramientas una o dos veces por no pagar los impuestos, y la última vez pasó grandes apuros para recuperarlas.
Eso le asustó y decidió vender el negocio, cosa que ciertamente no lamenté, previendo que, si no lo dejaba entonces, con el tiempo tendría que dejarlo de otro modo, concretamente por quiebra. Además, yo estaba deseando que salvase lo que le quedara, no fuese a quedarme sin casa y me encontrara en la calle con mi familia, pues para entonces había tenido ya cinco hijos con él, tal vez la única ocupación que se les da bien a los idiotas.
Creí alegrarme cuando encontró a un hombre dispuesto a comprarle la fábrica de cerveza, ya que, tras pagar una elevada suma de dinero, mi marido se vio libre de deudas y todavía le quedaron dos o tres mil libras en el bolsillo. Como teníamos que mudarnos de la cervecería, nos instalamos en una casa en…, un pueblo a unos tres kilómetros de la capital. Y yo me creí feliz de haber salido tan bien librada y, si mi guapo marido hubiese tenido dos dedos de frente, nos habría ido muy bien.
Le propuse comprar una casa con el dinero, o con parte de él, y me ofrecí a contribuir con mi parte, que todavía tenía y que así habríamos podido poner a salvo. De ese modo habríamos podido vivir tolerablemente, al menos lo que le quedaba de vida. Pero, como los idiotas nunca atienden a razones, no me hizo ningún caso y siguió viviendo como hasta entonces, conservó sus caballos y sus criados, salió a cazar al bosque a diario y no hizo nada. Sin embargo, el dinero disminuía a ojos vistas, y creí ver cómo se acercaba mi ruina sin que pudiera hacer nada por evitarlo.
Hice todo lo que estaba en mi mano por persuadirlo y convencerlo, pero en vano: le advertí de que estaba despilfarrando su patrimonio y le expliqué cuál sería nuestra situación cuando lo hubiera gastado todo, pero no le impresionó lo más mínimo, sino que como buen estúpido desoyó mis lágrimas y lamentaciones y siguió haciendo lo mismo, no moderó sus gastos, ni renunció a su carruaje, sus caballos o sus criados hasta el final, cuando no le quedaban ni cien libras en este mundo.
No tardó ni tres años en malgastar aquel dinero, pero además puede decirse que ni siquiera lo malgastó con inteligencia, pues no frecuentó ninguna compañía interesante, sino tan sólo a cazadores, carreteros y hombres aún más vulgares que él, lo que es otra consecuencia de ser un idiota, pues los idiotas no toleran la compañía de hombres más inteligentes y capaces y eso les hace conversar con canallas, beber cerveza barata con porteros y frecuentar compañías indignas.
Tal era mi desdichada condición cuando una mañana mi marido afirmó ser consciente de hallarse en una situación mísera y declaró que iría a buscar fortuna a alguna otra parte. Ya había hablado de hacerlo en otras ocasiones, cuando yo le instaba a tener en cuenta sus circunstancias y las de su familia antes de que fuese demasiado tarde. Pero, como yo había comprobado que no hablaba en serio y que nunca cumplía nada de lo que decía, di por sentado que eran palabras al viento. No obstante, cuando afirmó que iba a marcharse, yo deseé en secreto que lo hiciera e incluso pensé para mis adentros: «Ojalá lo hagas, porque, si sigues así, conseguirás que muramos todos de hambre».
No obstante, se quedó en casa todo el día y toda la noche, y a primera hora de la mañana se levantó de la cama, se asomó a la ventana que daba a los establos y tocó su corno francés, como él lo llamaba, que era su modo de llamar a los hombres para ir de caza.
Estábamos a finales de agosto y había luz incluso a las cinco de la mañana, y a esa hora los oí a él y a sus dos hombres salir y cerrar las puertas del patio tras ellos.
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