Es una verdad que no aplaca -y por ello es una verdad de vida- que no tranquiliza el ánimo de nadie.

Véase, pues, lo que puede dar este sentimiento trágico de la vida llevado al teatro. Ese es el teatro de Pirandello. Es un objetivo de cámara fotográfica que podemos ir paseando por toda la superficie de esta tierra aparencial. Luego, de la fotografía, levantaremos una película que descubrirá los colores opuestos que, por lo bajo como una mafia, están determinando esa superficie, la apariencia de esta superficie. Habremos comprobado, con un sentimiento de terror que, nunca es más verdad una verdad, que cuando es una mentira. Esto lo vemos expresado en la razón de la locura y en el magnífico, casi grandioso, teatro de Pirandello. Sus procedimientos teatrales pueden quedar anticuados, nada vale contra ese hallazgo trágico que es esencia de la tragedia, como la filosofía de Kant era esencia del acto de filosofar. La forma de «tragediar» de Pirandello es el soporte de su talento, como su talento es el soporte de esa angustia tan teatralizable. La verdad se halla entremedias. Todo es ganas de decir la verdad en este teatro. Esas ganas se traducen en un suspenso que tiene la gran virtud de no ser policíaco. Lo policíaco sólo es un recurso muy tópico para exacerbar esa inquietud. En el teatro de Pirandello nos damos cuenta de que todo, absolutamente todo, aunque no ponga mano en ello la Policía, tiene esa condición asesina y encubridora. Y una gracia maligna. Tan captado se sintió por él un cierto público de su tiempo, que temieron que apuntase el objetivo de esa cámara mágica hacia sus vidas y descubriese todo lo que ellos no querían saber de sí mismos.

A tal punto se le ha tenido, porque llegó a sembrar la duda en el espectador de si el asesino no era él, el espectador mismo. Por eso prescinde Pirandello de la policía y de los temas policíacos tópicos -por más que siempre o casi siempre hay un personaje en sus obras que encarna una cierta misión de investigador, de inquisidor- porque la extrema depuración del suspenso es cuando, al implicar en el proceso a la sociedad entera, el propio espectador, enfrentado a su forma de juzgar, se puede sentir culpable, pensar de sí mismo que es «el malo». Esta duda magnífica, sembrada por un dramaturgo, es la mayor «participación teatral» que puede darse, la única.

Seis personajes en busca de autor es quizás la obra más representativa de Pirandello, en donde la expresividad de los muchos golpes de efecto -todos efectos eminentemente teatrales- se pone a girar como una rueda, incesantemente, hasta el final. Aquel lector que no haya visto representar la comedia, debe imaginarse que está en el teatro y debe «sentir» cómo esos personajes surgen a la sombra. Debe «saber incorporarse» a este milagro escénico, vivirlo al compás de la lectura. Porque el caso de Pirandello es el de la superteatralidad de la vida, hasta qué punto la vida es puro teatro. Basta con ponerle un marco para que cualquier realidad se teatralice y cobre una dimensión nueva. En Seis personajes… la vida es mentira y la verdad es teatro. La realidad es una ficción de la realidad.

Literariamente es una obra perfecta, pero se ve que la tal obra ha sido escrita para ser dicha e interpretada por actores de gran calado interpretativo, es obra de «divos». Ni uno solo de sus papeles deja de tener una dimensión que sobrepasa el mero texto escrito. Es teatro al estado puro, como casi todas las de Pirandello.

Como todo el buen teatro moderno, Seis personajes… requiere que el lector se convierta en el propio director de escena de su lectura. Cuando ello se consigue, la lectura de Pirandello aficiona, nos «engancha» a la del teatro, cosa que tanto escasea hoy en día, en donde la imaginación se ha vuelto perezosa.

Hubiera sido para mí una ventura no conocer a Pirandello, para que un día pudiera encontrar, de repente y sin previo aviso, una afortunada y rara comedia, teatro esencial y de todos los tiempos, llamada Seis personajes en busca de autor.

Luigi Pirandello

Seis personajes en busca de autor

Prefacio1

Hace muchos años sirve a mi arte (aunque parece que fuera ayer) una criadita agilísima, y por eso nada primeriza en el oficio.

Se llama Fantasía.

Es un poco despectiva y burlona. Aunque le gusta vestir de negro, nadie le negará que no tiene sus ocurrencias, así como nadie creerá que todo lo hace siempre en serio y sólo de esa manera. Mete la mano en el bolsillo, saca de él un gorrito de cascabeles, rojo como una cresta, se lo pone y desaparece. Hoy está aquí, mañana allá. Y se divierte llevando a casa, para que yo componga relatos, novelas y comedias, a la gente más insatisfecha del mundo: hombres, mujeres, muchachos, vinculados a extraños problemas de los cuales no saben cómo librarse; contrariados en sus proyectos, frustrados en sus esperanzas, y con quienes, en fin, de verdad que es muy fastidioso conversar.

Pues bien, esta criadita, Fantasía, tuvo hace ya muchos años la perversa inspiración o el desafortunado capricho de llevar a mi casa a toda una familia, no sé de dónde ni cómo recogida, pero de quienes ella pensaba que yo habría podido sacar el tema para una magnífica novela.

Me encontré a un hombre que rondaba los cincuenta años, vestido con chaqueta negra y pantalón claro, de un aire tenso y de ojos malhumorados por alguna mortificación; a una pobre mujer con vestido de luto, que agarraba con la mano a una chiquilla de cuatro años y con la otra a un niño de poco más de diez; a una muchacha osada y procaz, también vestida de negro pero con una ostentación equívoca y agresiva, toda ella una crispación arrogante e incisiva dirigida contra aquel viejo mortificado y contra un veinteañero que permanecía aparte y ensimismado, como si despreciara a todos.

En resumen, aquellos seis personajes que suben al escenario al principio de la comedia.