O bien uno u otro, pero con frecuencia uno desautorizando al otro, empezaban a contarme sus tristes asuntos, cada uno gritando sus razones, aventándome en la cara sus descontroladas pasiones, casi del mismo modo como ahora lo hacen en la comedia con el desdichado Director.

¿Qué autor podrá contar alguna vez cómo y por qué un personaje nació en su fantasía? El misterio de la creación artística es el mismo misterio del nacimiento. Puede ser que una mujer, amando, desee convertirse en Madre, pero el deseo por sí sólo, por más intenso que sea, no basta. Un afortunado día ella será Madre, sin advertir de manera precisa la concepción. De igual modo un artista, viviendo, recibe muchos motivos de la vida, y no puede jamás decir cómo y por qué, en determinado momento, uno de estos motivos vitales entra en su fantasía y se convierte en una criatura viva, en un plano de vida superior a la voluble existencia diaria.

Sólo puedo decir que sin saber que los había buscado me encontré delante de aquellos seis personajes, tan vivos como para tocarlos, como para oírlos respirar, que ahora se pueden ver en escena. Y aguardaban, allí presentes, cada uno con su secreta tortura y unidos por el nacimiento y desarrollo de sus mutuos percances, que yo los introdujera en el mundo del arte, haciendo de ellos, de sus pasiones y de sus casos una novela, un drama o, por lo menos, un relato.

Habían nacido vivos y querían vivir.

Ahora sería conveniente saber que a mí no me ha bastado representar la figura de un hombre o de una mujer, por más especiales y característicos que sean, ni narrar una aventura peculiar, amena o triste, por el sólo gusto de narrarla, o describir un paisaje por el sólo gusto de describirlo.

Hay algunos escritores (y no son pocos) que tienen este gusto y, conformes, no exploran otro. Son escritores de naturaleza específicamente histórica.

Pero hay otros que más allá de ese gusto experimentan una necesidad espiritual más profunda, por la cual no admiten figuras, acontecimientos, paisajes que no se embeban, por decirlo así, de un particular sentido de la vida, y no adquieran con ello un valor universal. Son escritores de naturaleza específicamente filosófica.

Yo tengo la desgracia de pertenecer a estos últimos.

Odio el arte simbólico, para el que la representación pierde cada movimiento espontáneo y se convierte en una máquina, en una alegoría. Es un esfuerzo vano y equívoco, porque el sólo hecho de dar sentido alegórico a una representación revela claramente que ya se sobreentiende en ella un valor de fábula que no tiene por sí misma ninguna verdad, ni fantástica ni real, y que ha sido hecha para demostrar cualquier tipo de verdad moral. Esa necesidad espiritual de la que hablo no se puede satisfacer con ese simbolismo alegórico, sino es ocasionalmente y debido a una ironía sublime (por ejemplo, en Ariosto) Este simbolismo parte de un concepto, e incluso de un concepto que se hace o intenta convertirse en imagen. Aquella necesidad, en cambio, busca en la imagen, que debe permanecer viva y libre en toda su expresión, un sentido que le dé valor.

Ahora, por más que lo buscara, yo no lograba descubrir este sentido en esos seis personajes. Consideraba por lo tanto que no valía la pena hacerlos vivir.

Pensaba para mí mismo: «Ya he agobiado tanto a mis lectores con centenares y centenares de relatos: ¿por qué tendría que agobiarlos todavía más con la narración de los casos tristes de estos seis desafortunados?»

Pensando así los alejé de mí. O, mejor dicho, hacía lo posible por alejarlos.

Pero no se da vida en vano a un personaje.

Criaturas de mi espíritu, las seis ya vivían una vida que era suya y ajena a mí, una vida que yo no podía seguir negándoles.

Es tan cierto que, a pesar de insistir en excluirlos de mi espíritu, ellos, casi del todo distanciados de cualquier tipo de soporte narrativo, personajes de novela surgidos prodigiosamente de las páginas que los contenían, seguían viviendo por su cuenta. Aprovechaban ciertos momentos del día para acercarse a mí en la soledad de mi estudio, y uno u otro, o al unísono, me tentaban y me proponían ésta o aquella escena para representar o describir, hablaban del impacto que se podría lograr, del interés nuevo que despertaría una situación insólita, y así sucesivamente.

Por momentos me rendía, y bastaba cada vez mi condescendencia o el dejarme llevar, para que ellos ganaran un poco más de vida y aumentaran su presencia. También, por eso mismo, lograban persuadirme con mayor eficacia. De esta manera, poco a poco, se me hacía más difícil librarme de ellos y se les hacía más fácil tentarme. Tanto es así que llegó a convertirse, en cierto momento, en una tremenda obsesión. Al menos hasta que encontré, casi al mismo tiempo, el modo de resolverlo.

«¿Por qué no represento -me dije- esta novedosa situación de un autor que se niega a dar vida a ciertos personajes que, a pesar de haberles infundido vida, no se resignan a quedar excluidos del mundo del arte? Ellos se han separado de mí, viven por su cuenta, han logrado voz y movimiento, a la fuerza se han hecho a sí mismos personajes dramáticos en esta lucha sostenida conmigo por su propia vida, personajes que pueden moverse y hablar por sí mismos, se ven ya como tales y han aprendido a defenderse de mí, por lo que también sabrán defenderse de los demás. Pues, entonces, dejémoslos ir a donde deben ir los personajes dramáticos para cobrar vida: sobre un escenario. Y veamos qué ocurre»

Así lo he hecho. Y, como era de esperarse, ha ocurrido lo que tenía que ocurrir: es una mezcla de tragedia y comedia, de fantasía y realismo, en una situación humorística completamente nueva y, como nunca, compleja. Por un lado, un drama que en sí y a través de sus personajes extremados, locuaces y autosuficientes, que lo llevan a cuestas y lo sufren en ellos mismos, quiere alcanzar al precio que sea el modo de ser representado. Por otro, una comedia sobre el vano intento de esta improvisada ejecución escénica. Desde un comienzo, la sorpresa de aquellos pobres actores de una compañía dramática, que ensayaban de día una comedia sobre un escenario despojado de bastidores y decorados; sorpresa e incredulidad al ver aparecer a aquellos seis personajes que se anunciaban como tales buscando un autor; después, casi de inmediato, la inesperada ausencia de la Madre enlutada, el instintivo interés en el drama que entreveían en ellos y en los otros miembros de esa extraña familia; un drama oscuro, ambiguo, que se abatía sin pensarlo sobre aquel escenario vacío e inadecuado para recibirlo, y poco a poco el aumento de este interés cuando prorrumpieron las pasiones contrastadas, bien del Padre o de la Hijastra, del Hijo, o de aquella pobre Madre; pasiones que buscan, como dije, imponerse entre sí con una furia trágica y lacerante.

Y entonces aquel sentido universal, buscado en vano al comienzo en estos seis personajes, lo alcanzaron ellos mismos una vez que subieron al escenario, encontrándolo en sí mismos al concitar la lucha desesperada de cada uno contra el otro, y todos contra el Director y los actores que no los comprenden.

Sin quererlo, sin saberlo, en el ajetreo de sus atormentados espíritus, para defenderse de las acusaciones mutuas, expresan como si fueran suyas las exaltadas pasiones y el tormento que, en realidad, han sido durante tantos años pesares de mi espíritu: el engaño que supone la comprensión recíproca, basado de modo irremediable en la vacía abstracción de las palabras, y en la personalidad múltiple de cada uno de acuerdo con todas las posibilidades de ser que subyacen en nosotros. Y, finalmente, el trágico conflicto inmanente entre la vida que se mueve sin pausa, transformándose, y la forma inmutable que la detiene.

Sobre todo dos de aquellos seis personajes, el Padre y la Hijastra, hablan de esta atroz e inevitable fijeza de su forma, en la cual el uno y la otra consideran expresada para siempre su esencia, sin que pueda modificarse, y que en uno representa castigo y, en la otra, venganza. Defienden su esencia de los gestos ficticios y la inconsciente volubilidad de los actores, tratando de imponerse al vulgar Director que quisiera alterarla y acomodarla a las llamadas exigencias del teatro.

No todos los seis personajes están aparentemente en el mismo grado de conformación, pero no porque exista entre ellos figuras de primer o segundo plano, es decir «protagonistas» y «comparsas» -que sería una perspectiva elemental y necesaria para una composición escénica o narrativa-, ni tampoco porque todos no estén debidamente conformados para su propósito. Los seis están en el mismo grado de realización artística y en el mismo plano de realidad: lo fantástico de la comedia. Tanto el Padre como la Hijastra e incluso el Hijo están realizados como espíritus; la Madre como naturaleza; y como «presencia» el jovencito que mira y gesticula y la niña por completo inerte. Este hecho crea entre ellos una perspectiva inédita. Inconscientemente, yo había tenido la impresión de que en algunos casos necesitaba revelarlos más acabados (artísticamente), en otros menos, y en el resto apenas o un poco configurados como elementos de un hecho por narrar o escenificar: los más vivaces y logrados, el Padre y la Hijastra, que obviamente vayan por delante, guíen e incluso arrastren el peso casi muerto de los otros: uno, el Hijo, rebelde; el otro, la Madre, como una víctima resignada en medio de esas dos criaturitas que casi no tienen consistencia de no ser por su apariencia y por depender de que los lleven de la mano.

¡Tal cual! Definitivamente, cada uno debía aparecer en ese estadio de creación, alcanzado en la fantasía del autor, en el momento en que iba a expulsarlos de sí.

Si ahora lo pienso, haber intuido esta necesidad y haber encontrado el modo de resolverla con una nueva perspectiva, y de la manera cómo lo logré, me parece un milagro. El hecho es que la comedia fue de verdad concebida en una espontánea iluminación de la fantasía, cuando prodigiosamente se corresponden y obran elementos del espíritu en una concertación divina.