Y yo denuncio y repruebo esta pretensión, aunque pudiera servirme para sostener mis convicciones más solemnes. Por muy positiva que sea la persuasión de una persona no sólo de la falsedad, sino de las consecuencias perniciosas de una opinión, y no solamente de las consecuencias perniciosas, sino —por emplear expresiones que yo condeno por completo— de la inmoralidad y de la impiedad de una opinión, si a consecuencia de este juicio privado —e incluso en el caso de que este juicio estuviera respaldado por el juicio público de su país o de sus contemporáneos— se impide que esta opinión se defienda, quien así obre, al hacerlo, afirma su propia infalibilidad. Y esta afirmación está lejos de ser menos peligrosa o menos reprehensible, porque la opinión se llame inmoral o impía: bien al contrario, de todos los casos posibles es el que hace a la opinión más fatal.

Son éstas, precisamente, las ocasiones en que los hombres de una generación cometen las afrentosas equivocaciones que excitan el asombro y el horror de la posteridad. Encontramos ejemplos de ello, ejemplos memorables en la historia, cuando vemos el brazo de la ley ocupado en destruir a los hombres mejores y las más nobles doctrinas: y esto con un éxito deplorable en cuanto a los hombres. En lo referente a las doctrinas, varias han sobrevivido, para mayor escarnio, para ser invocadas en la defensa de una conducta semejante, contra los que disentían de ellas o de la interpretación que se les daba.

Nunca será excesivo recordar a la especie humana que antaño existió un hombre llamado Sócrates, y que se produjo una colisión memorable entre este hombre, de un lado, y, del otro, las autoridades legales y la opinión pública. Había nacido en un siglo y en un país ricos en valores individuales, y su memoria nos ha sido transmitida por los que conocieron bien, no sólo a él, sino también a su época, como la memoria del hombre más virtuoso de su tiempo. Le consideramos nosotros, además, como el jefe y el prototipo de todos estos grandes maestros en virtud que le siguieron; como la fuente no sólo de la inspiración de Platón, sino también del juicioso "utilitarismo" de Aristóteles, i maestri di color che sanno, los dos creadores de toda la filosofía ética. Este hombre admirado por todos los pensadores eminentes que le habían de seguir; este hombre cuya gloria, siempre aumentada desde hace más de dos mil años, sobrepasa la de todos los demás nombres que ilustraron su ciudad natal, fue condenado a muerte por sus conciudadanos, después de una condenación jurídica, como culpable de impiedad y de inmoralidad.

Impiedad, por negar los dioses reconocidos por el Estado; a decir verdad, su acusador le imputó que no creía en ningún dios (véase la Apología). Inmoralidad, porque "corrompía a la juventud" con sus doctrinas y sus enseñanzas. Se puede creer que, con tales cargos, el tribunal le encontrara en conciencia culpable de sus crímenes; y este tribunal condenó a muerte, como a un criminal, al hombre que, probablemente, de cuantos hasta entonces habían nacido, merecía más respeto de sus semejantes.

Y pasemos ahora a ese otro ejemplo singular de iniquidad judicial, si bien el mencionarlo después del de la muerte de Sócrates se deba sólo a la conveniencia de seguir un orden cronológico. Nos referimos al gran acontecimiento que tuvo lugar en el monte Calvario, hace más de dieciocho siglos. El hombre que, por su grandeza moral, dejó en todos los que le habían visto y escuchado una tal impresión, que dieciocho siglos le han rendido homenaje como al Todopoderoso, fue ignominiosamente llevado a la muerte. ¿Por qué? Por blasfemo. No solamente no le reconocieron los hombres como a su bienhechor, sino que le tomaron por todo lo contrario de lo que era, y le trataron como un monstruo de impiedad. Hoy día, en cambio, se tiene por monstruos de impiedad a quienes le condenaron y le hicieron sufrir. Los sentimientos que animan hoy a la especie humana, en lo que se refiere a estos sucesos lamentables, la hacen extremadamente injusta al formular su juicio sobre los desgraciados que obraron mal un día. Éstos, según toda apariencia, no eran peores que los demás hombres: bien al contrario, poseían de una manera completa, más que completa quizá, los sentimientos religiosos, morales y patrióticos de su tiempo y de su país; eran de esos hombres que, en todo tiempo, incluso en el nuestro, pasan por la vida sin reproche alguno, respetados. Cuando el gran sacerdote rasgó sus vestiduras al oír pronunciar las palabras que, según las ideas de su país, constituían el más negro de los crímenes, su indignación y su horror fueron probablemente tan sinceros como lo son hoy día los sentimientos morales y religiosos profesados por la generalidad de los hombres piadosos y respetables. Y muchos de los que tiemblan hoy ante su conducta, hubieran obrado exactamente del mismo modo, si hubieran vivido en tal época, y entre los judíos. Los cristianos ortodoxos que se sienten tentados a creer que los que persiguieron a los primeros mártires fueron peores de lo que ellos mismos son, deberían recordar que San Pablo mismo estuvo primeramente en el número de los perseguidores. Añadamos todavía un ejemplo, el más horrendo de todos, si el error puede hacer más impresión teniendo en cuenta la sabiduría y virtud del que lo comete. Si alguna vez un monarca mereció que se le considerara como el mejor y más esclarecido de sus contemporáneos, éste fue Marco Aurelio. Dueño absoluto de todo el mundo civilizado, guardó toda su vida no solamente la justicia más pura, sino aquello que menos se hubiera esperado de su educación estoica, el corazón más tierno. Las pocas faltas que se le atribuyen provienen todas de su indulgencia, mientras que sus escritos, las producciones morales más elevadas de la antigüedad, apenas difieren, si es que difieren, do las enseñanzas más características de Jesucristo. Este hombre, el mejor cristiano posible, excepto en el sentido dogmático de la palabra, mejor que la mayor parte de los soberanos ostensiblemente cristianos que reinaron después, persiguió el cristianismo. Dueño de todas las conquistas precedentes de la humanidad, dotado de una inteligencia abierta y libre y de un carácter que le llevaba a incorporar a sus escritos la idea cristiana, no vió, sin embargo, que el cristianismo, con sus deberes, con los cuales él se sentía tan profundamente penetrado, era un bien y no un mal para el mundo. Sabía que la sociedad existente se hallaba en un estado deplorable. Pero tal como se hallaba, él veía, o se imaginaba ver que, si estaba sostenida y preservada de un estado peor, solamente lo estaba por la fe y el respeto a los dioses tradicionales. Como soberano estimaba que su deber era no permitir la disolución de la sociedad, y no veía cómo, una vez deshechos los lazos existentes, se podrían formar otros capaces de sostenerla. La nueva religión se proponía abiertamente destruir esos lazos; por tanto, si no era su deber adoptar esa religión, parecía que lo era destruirla. Desde el momento en que la teología del cristianismo no le parecía verdadera o de origen divino, desde el momento en que él no podía creer en esa extraña historia de un Dios crucificado, ni prever que un sistema que reposaba sobre una base semejante constituyese la influencia renovadora de tal estado de cosas, el más dulce y más amable de los filósofos y de los soberanos, movido por un sentimiento solemne, del deber, tuvo que autorizar la persecución del cristianismo.

Según mi propio parecer, éste es uno de los hechos más trágicos de la historia.