Es triste pensar lo diferente que hubiera sido el cristianismo, si la fe cristiana hubiera sido adoptada como religión del Imperio por Marco Aurelio, en lugar de haberlo sido por Constantino. Pero sería una injusticia, y una falsedad a la vez, el negar que Marco Aurelio haya tenido —para condenar el cristianismo— las mismas excusas que se pueden alegar en la condenación de las doctrinas anticristianas. Un cristiano cree firmemente que el ateísmo es un error y un principio de disolución social; pues esto mismo pensaba del cristianismo, aquel que, entre todos los hombres que entonces existían, estaba en condiciones de ser el más capaz de apreciarlo. Nadie que sea partidario de castigar la promulgación de opiniones puede envanecerse de ser más sabio y mejor que Marco Aurelio, más profundamente versado en la sabiduría de su tiempo y de un espíritu superior al de los demás., de mejor fe en la búsqueda de la verdad o más sinceramente consagrado a ella una vez encontrada; así que absténgase de juntar su propia infalibilidad con la de la multitud, pues tan mal resultado dio en el caso del gran Antonino.
Conociendo la imposibilidad de defender las persecuciones religiosas por medio de argumentos que no justificaban a Marco Aurelio, los enemigos de la libertad religiosa, cuando se les insta a ello vivamente, dicen, con el doctor Johnson, que los perseguidores del cristianismo estaban en el camino verdadero, que la persecución es una prueba que debe sufrir la verdad, y que siempre se sufre con éxito, quedando sin fuerza contra la verdad las sanciones legales, si bien sean algunas veces útiles contra errores perjudiciales. Esta forma de argumentar en favor de la intolerancia religiosa es lo suficientemente clara para que nos detengamos en ella.
Una teoría que justifica que la verdad sea perseguida, porque la persecución no le causará daño alguno, no puede ser acusada de hostilidad intencionada a la recepción de verdades nuevas. Pero nosotros no podemos alabar la generosidad de semejante comportamiento con las personas a las que la especie humana debe el descubrimiento de estas verdades. Revelar al mundo algo que le interese profundamente y que ignoraba, demostrarle que está equivocado con respecto a cualquier punto vital de su interés espiritual o temporal, he aquí el más importante servicio que un ser humano puede prestar a sus semejantes; y, en ciertos casos, como el de los primeros cristianos o reformadores, los partidarios de la opinión del doctor Johnson creen que éste es el don más precioso que se haya podido hacer a la humanidad. Pues bien, según esta teoría, tratar a los autores de tan grandes beneficios como si fueran viles criminales y recompensarles con el martirio, no entraña un error y una desgracia deplorables por los cuales la humanidad deba hacer penitencia con el saco y el cilicio, sino que es más bien el estado normal y propio de las cosas. El que propone una verdad nueva, debería, según esta doctrina, presentarse, como acostumbraba entre los locrenses el que proponía una nueva ley, con una cuerda al cuello, la cual debería apretarse si la asamblea pública, después de haber escuchado sus razones, no adoptaba inmediatamente su proposición. No es presumible que las personas que defienden esta manera de tratar a los bienhechores de la humanidad concedan mucha importancia al beneficio que aportan. Y yo creo que esta manera de ver la cuestión es propia únicamente de esa clase de gentes que están persuadidas de que las verdades nuevas tal vez hayan sido deseables en otros tiempos, pero que hoy en día tenemos sobra de ellas. Sin embargo, podemos afirmar resueltamente que el que la verdad triunfe siempre de la persecución es una de las mentiras agradables que los hombres se repiten unos a otros hasta convertirla en un lugar común en contradicción con la experiencia.
Constantemente la historia nos muestra a la verdad reducida a silencio por la persecución; y si a veces no se la ha suprimido de modo absoluto, al menos ha sido retardada en muchos siglos.
Para no hablar más que de las opiniones religiosas, la Reforma estalló lo menos veinte veces antes de que madurase con Lutero y otras tantas veces fue reducida al silencio. Fue vencido Arnaldo de Brescia. Fue vencido Fra Dolcino. Fue vencido Savonarola. Fueron vencidos los albigenses, los valdenses, los lollardos, los hussitas. Incluso después de Lutero, dondequiera que persistió la persecución, fue victoriosa. En España, Italia, Flandes y Austria, el protestantismo quedó extirpado; y probablemente lo hubiera sido en Inglaterra, si hubiera vivido la reina María, o si la reina Isabel hubiera muerto. La persecución logró éxito siempre, excepto donde los disidentes formaban un partido grandemente eficaz. El cristianismo hubiera podido ser extirpado del imperio romano; ninguna persona razonable podría dudar de ello. Se extendió y llegó a ser predominante porque las persecuciones eran sólo accidentales, no duraban apenas y se hallaban separadas por largos intervalos de propaganda casi libre. El decir que la verdad posee, como tal verdad, un poder esencial y contrario al error, de prevalecer contra prisiones y persecuciones, es pura retórica. Los hombres no guardan la verdad con más celo que el error; y una aplicación suficiente de penalidades legales, o incluso sociales, bastará para detener la propagación de una y de otra. La ventaja que posee la verdad consiste en que, cuando una opinión es verdadera, aunque haya sido rechazada múltiples veces, reaparece siempre en el curso de los siglos, hasta que una de sus reapariciones cae en un siglo o en una época en que, por circunstancias favorables, escapa a la persecución, al menos durante el tiempo preciso para adquirir la fuerza de poderla resistir más tarde.
Se nos dirá que, hoy, no se da muerte a los que introducen nuevas ideas; que no somos como nuestros padres que aniquilaban a los profetas; al contrario, hoy les construímos sepulcros. Verdad es que ya no damos muerte a los herejes, y todos los castigos que podría tolerar el sentimiento moderno, incluso contra las opiniones más odiosas, no bastarían para extirparlas. Pero no nos envanezcamos todavía de haber escapado a la vergüenza de la persecución legal. La ley permite todavía ciertas penalidades contra las opiniones, o al menos contra su expresión; y la aplicación de estas penalidades no es cosa tan sin ejemplos recientes como para no esperar verlas reaparecer con toda su fuerza. El año 1857, en los juicios que se efectuaron en el condado de Cornualla, un desgraciado, según se dijo, de conducta irreprochable, en todos los momentos de su vida, fue condenado a veinte años y un mes de prisión por haber pronunciado y escrito en una puerta algunas palabras ofensivas para el cristianismo [2].
Un mes después, dos personas [3], en dos ocasiones distintas, fueron rechazadas como jurados, y una de ellas fue groseramente insultada por el juez y uno de sus asesores: porque habían declarado honradamente no tener ninguna creencia religiosa. Y, a una tercera persona, un extranjero, y por la misma razón, no se le hizo justicia contra un ladrón [4]. Este acto de denegar reparación ocurrió en virtud de la doctrina legal que dice que una persona que no cree en Dios o en la vida futura no puede ser admitida en justicia para exponer su testimonio; lo que equivale a declarar que estas personas están fuera de la ley, privadas de la protección de los tribunales, y no sólo pueden ser impunemente objeto de latrocinios o de ataques, si no cuentan con otros testigos que ellas mismas u otras gentes de su mismo modo de pensar, sino que cualquiera puede ser robado o atacado con impunidad, desde el momento en que las pruebas dependan únicamente de su testimonio.
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