En las primeras páginas de su obra nos muestra Stuart Mill un esquema de esos desplazamientos, en tres fases principales. Durante mucho tiempo, desde la antigüedad —nos dice—, se entendió por libertad "la protección contra la tiranía de los gobernantes políticos", y, en consecuencia, el remedio consistía en "asignar límites al poder". "Para conseguirlo había dos caminos: uno, obtener el reconocimiento de ciertas inmunidades". . ., "y otro, de fecha más reciente, que consistía en el establecimiento de frenos constitucionales". La segunda fase se vincula a la instauración del principio democrático representativo. "Un momento hubo" en que "los hombres cesaron de considerar como una necesidad natural el que sus gobernantes fuesen un poder independiente y tuviesen un interés opuesto al suyo. Les pareció mucho mejor que los diversos magistrados del Estado fuesen sus lugartenientes o delegados revocables a voluntad". Y entonces, naturalmente, no tuvo ya mucho sentido la limitación del poder. "Lo que era preciso en este nuevo momento del problema, era que los gobernantes estuviesen identificados con el pueblo, que su interés y su voluntad fuesen el interés y la voluntad de la nación'"... "Esta manera de pensar, o quizá más bien de sentir —agrega Stuart Mill— era la nota dominante en el espíritu de la última generación del liberalismo europeo, y aún predomina según parece entre los liberales del continente".

Mas he aquí que, convertido ya en realidad el anhelado Estado democrático, nuevamente se hace visible la necesidad de "limitar el poder del gobierno sobre los individuos, aun cuando los gobernantes respondan de un modo regular ante la comunidad, o sea ante el partido más fuerte de la comunidad". La larga experiencia democrática realizada prudentemente por Inglaterra, y, sobre todo, la llevada a cabo con mayor pujanza e ímpetu juvenil por los Estados Unidos de América (el famoso libro de Tocqueville, La democracia en América, influyó indudablemente en estas ideas de Stuart Mill), pusieron de manifiesto que "las frases como «el gobierno de sí mismo» (selfgovernment) y «el poder de los pueblos sobre ellos mismos» (the power of the people over themselves), no expresaban la verdad de las cosas: el pueblo que ejerce el poder no es siempre el pueblo sobre quien se ejerce, y el gobierno de sí mismo de que tanto se habla, no es el gobierno de cada uno por sí, sino el de cada uno por todos los demás. Hay más, la voluntad del pueblo significa, en el sentido práctico, la voluntad de la porción más numerosa y más activa del pueblo, la mayoría, o de los que han conseguido hacerse pasar como tal mayoría. Por consiguiente, puede el pueblo tener el deseo de oprimir a una parte del mismo"... Es decir, que el principio de la libertad, al plasmarse en formas políticas concretas, evidenciaba llevar en su seno el germen de un nuevo modo de opresión. Stuart Mili, desde la ventajosa posición que le procura el pertenecer a la comunidad británica, esto es, al país de más larga experiencia en libertades políticas de todos los del planeta, advierte el peligro y da la voz de alarma: ..."hoy en la política especulativa se considera «da tiranía de la mayoría» como uno de los males contra los que debe ponerse en guardia la sociedad". No es él, ciertamente —ni lo pretende tampoco— el primero en percibir la posibilidad de tal peligro. La misma frase suya que acabo de transcribir —y otras que aparecen en su libro, aún más terminantes— prueba que era ya una idea frecuentada por los pensadores políticos. En cualquier texto de filosofía o de historia política de la primera mitad del siglo XIX encontramos, efectivamente, constancia de la presencia de este problema. Por ejemplo, ya en 1828, en la primera lección de su Historia de la civilización en Europa, se pregunta Guizot: "En una palabra: la sociedad ¿está hecha para servir al individuo, o el individuo para servir a la sociedad? De la respuesta a esta pregunta depende inevitablemente la de saber si el destino del hombre es puramente social, si la sociedad agota y absorbe al hombre entero". .. etcétera. Otro ejemplo, tomado igualmente al azar entre los libros que están al alcance de mi mano: en su Filosofía del Derecho, aparecida en 1831, escribía E. Lerminier: "La libertad social concierne a la vez al hombre y al ciudadano, a la individualidad y a la asociación: debe ser a la vez individual y general, no concentrarse ni en el egoísmo de las garantías particulares, ni en el poder absoluto de la voluntad colectiva; principio esencial que confirmarán las enseñanzas de la historia y las teorías de los filósofos". Sería fácil aducir muchos más, con sólo abrir otros volúmenes. Se trataba, pues, de una cuestión comúnmente tomada en consideración. No obstante, hasta entonces, no pasaba de ser eso: un tópico de "política especulativa" —y ni siquiera en este orden puramente teórico solía ser discutida a fondo—. En Stuart Mill, en cambio —y ésta es la novedad de su punto de vista—, es mucho más que eso: es la conciencia aguda, dolor osa casi —si bien aún no del todo clara— de un gran hecho histórico que está gestándose, que comienza a irrumpir ya y a hacerse ostensible en las áreas más propicias —es decir, en las más evolucionadas en su estructura políticosocial, como Inglaterra y Estados Unidos— del mundo occidental, y que estaba destinado a cambiar la faz de la convivencia humana, a saber: la ruptura del equilibrio entre los dos términos individuo-sociedad, polos activos de la vida histórica, en grave detrimento del primero. Ya no se trata de teorizar con principios abstractos, sobre hipotéticas situaciones, sino de abordar "prácticamente" una cuestión de hecho, una situación real de peligro, algo que se está produciendo ya. Lo que corre riesgo es, una vez más, la libertad e independencia del individuo, pero ahora en una forma más insidiosa y profunda que cuando se ventilaban solamente libertades o derechos políticos disputados al poder del Estado, Porque no es ya propiamente el Estado —su entidad jurídica o su máquina administrativa— el enemigo principal (o, si lo es el Estado —se entiende, el democrático—, lo es como intérprete de la opinión social, cuyos dictados obedece).