Ellas contienen una parte de la verdad (bien sea grande, bien pequeña) pero exagerada, desfigurada y separada de las verdades que deberían acompañarla y limitarla. De otro lado, las opiniones heréticas contienen generalmente algunas de estas verdades suprimidas y abandonadas que, rompiendo sus cadenas, o bien intentan reconciliarse con la verdad contenida en la opinión común, o bien la afrontan como enemiga y se elevan contra ella, afirmándose de manera tan exclusiva como toda la verdad completa. Este segundo caso ha sido el más común hasta el presente, pues en la mente humana la unilateralidad ha sido siempre la regla, y la plurilateralidad la excepción. De ahí que, ordinariamente, incluso en los cambios de opinión que la humanidad experimenta, una parte de la verdad se oscurezca mientras aparece otra parte de ella. El progreso mismo, que debería sobreañadirse a la verdad, la mayor parte del tiempo no hace más que sustituir una verdad parcial e incompleta por otra. Tal mejora consiste simplemente en que el nuevo fragmento de verdad es más necesario, está mejor adaptado a la necesidad del momento, que aquel a quien reemplaza. Éste es el carácter parcial de las opiniones dominantes, incluso cuando reposan sobre una base justa: así, pues, toda opinión que representa algo, por poco que sea, de la verdad que descuida la opinión común, debería ser considerada como preciosa, aunque esta verdad llegase a estar mezclada con algunos errores. Ningún hombre sensato sentirá indignación por el hecho de que aquellos que nos obligan a preocuparnos de ciertas verdades, que de no ser por ellos se nos hubieran pasado inadvertidas, se descuiden a su vez de algunas que nosotros tenemos bien en cuenta. Más bien pensará que, por ser la opinión popular de manera que no ve más que un lado de la verdad, es deseable que las opiniones impopulares sean proclamadas por apóstoles no menos exclusivos, ya que éstos son ordinariamente los más enérgicos y los más capaces de atraer la atención pública hacia la parte de conocimiento que ellos exaltan como si fuera el conocimiento completo.

Así es como, en el siglo xviii, las paradojas de Rousseau produjeron una explosión saludable en medio de una sociedad cuyas clases todas eran profundas admiradoras de lo que se llama la civilización y de las maravillas de la ciencia, de la literatura, de la filosofía moderna, sin compararse a los antiguos más que para encontrarse muy por encima de ellos.

Rousseau nos rindió el gran servicio de romper la masa compacta de la opinión ciega y de forzar a sus elementos a reconstituirse de una forma mejor y con algunas adiciones. No es que las opiniones admitidas estuviesen más lejos de la verdad que las profesadas por Rousseau; al contrario, estaban más cerca, contenían más verdad positiva y mucho menos error. Sin embargo, existía en las doctrinas de Rousseau, y se ha incorporado con ella a la corriente de la opinión, un gran número de verdades de las que la opinión popular tenía necesidad; verdades que se han sedimentado, una vez pasado el turbión. El mérito superior de la vida sencilla y el efecto enervante y desmoralizador de las trabas y de las hipocresías de una sociedad artificial son ideas que después de Rousseau no han abandonado jamás los espíritus cultivados; ellas produjeron un día su efecto, aunque hoy tengan necesidad de ser proclamadas más alto que nunca, y proclamadas con actos; pues las palabras, en este terreno, han perdido casi su poder.

De otra parte, en política, casi es un tópico que un partido de orden y de estabilidad y un partido de progreso o de reforma son los dos elementos necesarios de un estado político floreciente, hasta que uno u otro haya extendido de tal manera su poderío intelectual que pueda ser a la vez un partido de orden y de progreso, conociendo y distinguiendo lo que se debe conservar y lo que debe ser destruido. Cada una de estas maneras de pensar consigue su utilidad de los defectos de la otra; pero es principalmente su oposición mutua lo que las mantiene en los límites de la sana razón.

Si no se puede expresar con una libertad semejante, o sostener y defender con un talento y una energía igual, todas las opiniones militantes de la vida práctica, bien sean favorables a la democracia o a la aristocracia, a la propiedad o a la legalidad, a la cooperación o a la competición, al lujo o a la abstinencia, al Estado o al individuo, a la libertad o a la disciplina, no habrá ninguna oportunidad de que los dos elementos obtengan aquello que les es debido; es seguro que uno de los platillos de la balanza subirá más que el otro. La verdad, en los grandes intereses prácticos de la vida, es ante todo una cuestión de combinación y de conciliación de los extremos; pero muy pocos hombres gozan del suficiente talento e imparcialidad para hacer este acomodo de una manera más o menos correcta: en este caso será llevado a cabo por el procedimiento violento de una lucha entre combatientes que militan bajo banderas hostiles. Si, a propósito de uno de los grandes problemas que se acaban de enumerar, una opinión tiene más derecho que otra a ser, no solamente tolerada, sino también defendida y sostenida, es precisamente aquella que se muestra como la más débil. Ésa es la opinión que, en este caso, representa los intereses abandonados, el lado del bienestar humano que está en peligro de obtener aún menos de lo que le corresponde. Ya sé que entre nosotros se toleran las más diferentes opiniones sobre la mayor parte de estos tópicos: lo que prueba, por medio de numerosos ejemplos, y no equívocos precisamente, la universalidad de este hecho: que en el estado actual del espíritu humano no puede llegarse a la posesión de la verdad completa más que a través de la diversidad de opiniones. Es probable que los disidentes, que no comparten la aparente unanimidad del mundo sobre un asunto cualquiera, tengan que decir, incluso aunque el mundo esté en lo cierto, alguna cosa que merezca ser escuchada, y es probable también que la verdad perdiera algo con su silencio.

Se puede hacer la objeción siguiente: "Pero ¿cuáles de entre los principios recibidos de otras generaciones, sobre todo aquellos que tratan de los asuntos más elevados y esenciales, no son más que medias partes de una verdad? La moral cristiana, por ejemplo, contiene la verdad completa a este respecto, y si alguien enseñara una moral diferente, ése estaría en el error". Como éste es uno de los casos más importantes que pueden presentarse en la práctica, nada mejor podemos encontrar para poner a prueba la máxima general. Pero antes de decidir lo que la moral cristiana es o no es, sería de desear que quedase bien determinado lo que se entiende por moral cristiana. Si por ella se entiende la moral del Nuevo Testamento, me asombra que cualquiera que haya obtenido en tal libro su ciencia, pueda suponer que fue concebido o anunciado como una doctrina completa de moral. El Evangelio se refiere siempre a una moral preexistente, y limita sus preceptos a aquellos puntos particulares sobre los que esta moral debía ser corregida o reemplazada por otra más amplia y más elevada. Además, se expresa siempre en los términos más generales, a menudo imposibles de interpretar literalmente, y siempre con más unción poética que precisión legislativa. De él no se ha podido jamás extraer un cuerpo de doctrina moral sin añadir algo del Antiguo Testamento, es decir, de un sistema elaborado, aunque, en verdad, bárbaro en muchos aspectos y hecho solamente para un pueblo bárbaro. San Pablo, enemigo declarado de esta manera judaica de interpretar la doctrina y de completar el esbozo de su maestro, admite igualmente una moral preexistente, es decir, la de los griegos y romanos, y aconseja a los cristianos que se acomoden a ella, hasta el punto de aprobar en apariencia la esclavitud. Lo que se suele llamar la moral cristiana, pero que debería llamarse más bien moral teológica, no es ni la obra de Cristo ni la de los apóstoles; data de una época posterior, y ha sido formada gradualmente por la Iglesia cristiana de los cinco primeros siglos, y aunque los modernos y los protestantes no la hayan adoptado implícitamente, la han modificado menos de lo que se hubiera podido esperar. A decir verdad, ellos se han contentado, en la mayoría de los casos, con suprimir las adiciones hechas en la Edad Media, reemplazándolas cada secta por nuevas adiciones más conformes a su carácter y a sus tendencias. Sería yo el último en negar lo mucho que la especie humana debe a esta moral y a los primeros que la extendieron por el mundo; pero me permito decir que, en muchos aspectos, es incompleta y exclusiva, y que si las ideas y sentimientos que ella no aprueba, no hubieran contribuido a la formación de la vida y al carácter de Europa, todas las cosas humanas se hallarían actualmente en mucho peor estado de lo que en realidad están. La llamada moral cristiana tiene todos los caracteres de una reacción; en gran parte es una protesta contra el paganismo. Su ideal es negativo más bien que positivo, pasivo más que activo, la inocencia más que la grandeza, la abstinencia del mal más que la búsqueda esforzada del bien; en sus preceptos, como se ha dicho muy bien, el "no harás" domina con exceso al "debes hacer".