Las palabras de Cristo coexisten pasivamente en sus mentes, sin que produzcan más efecto del que puede producir la audición maquinal de palabras tan dulces. Existen, sin duda, muchas razones para que doctrinas que sirven de bandera de una secta particular conserven más vitalidad que las doctrinas comunes a todas las sectas reconocidas y para que quienes las predican procuren tener sumo cuidado de inculcar todo su sentido. Pero la principal razón es que estas doctrinas son más discutidas y tienen que defenderse más a menudo contra francos adversarios. Desde el momento en que ya no existe un enemigo que temer, tanto los que enseñan como los que aprenden permanecen inactivos en su puesto.

Esto es lo que ocurre, en general, con todas las doctrinas tradicionales, tanto con las de prudencia y conocimiento de la vida como con las morales o religiosas. Todas las lenguas y todas las literaturas abundan en observaciones generales sobre la vida y sobre la manera de conducirse en ella; observaciones que cada cual conoce, que repite o escucha dando su aquiescencia, que considera como perogrullada, pues en general no se aprende su verdadero sentido más que cuando una experiencia —generalmente dolorosa— las transforma en realidad. Cuántas veces al sufrir cualquier persona una desgracia o un contratiempo se acuerda de algún proverbio o refrán, que de haberlo tenido en cuenta a tiempo le hubiera ahorrado esa calamidad. En verdad existen, para que esto ocurra otras razones que la ausencia de discusión; hay muchas verdades de las que no se puede comprender todo su sentido más que cuando la experiencia personal nos lo enseña. Pero todavía quedaría mejor comprendido, e impreso más profundamente en las mentes, si los hombres estuvieran acostumbrados a oír discutir el pro y el contra por gentes conocedoras de los temas que tratan. La tendencia fatal de la especie humana a dejar de lado las cosas de las que ya no tiene dudas, ha causado la mitad de sus errores. Un autor contemporáneo ha descrito muy bien "el profundo sueño de la opinión ya admitida".

¿Pero —habrá quien pregunte—, es que la ausencia de unanimidad es condición indispensable al verdadero conocimiento? ¿Es que es necesario que una porción de la humanidad persista en el error para que otra pueda comprender la verdad? ¿Deja una creencia de ser verdadera y vital desde el momento en que es aceptada por la generalidad? ¿Es que no puede ser una proposición comprendida y sentida completamente, en el caso de que no nos quede duda alguna sobre ella? ¿Pereció la verdad en el momento en que la humanidad la aceptó de modo unánime? ¿Se ha considerado siempre la aquiescencia de los hombres sobre las verdades importantes, como el objetivo más elevado y más importante en el progreso de la inteligencia? ¿Es que no dura la inteligencia más que el tiempo necesario para alcanzar su objetivo? ¿Es que la misma plenitud de la victoria destruye los frutos de la conquista? Yo no afirmaría tal. A medida que la humanidad progresa, el número de las doctrinas que no son ya objeto de discusión ni de duda aumenta constantemente, y el bienestar de la humanidad puede medirse casi en relación al número y a la importancia de las verdades que llegaron a ser indiscutibles. El cese de toda controversia seria, ahora sobre un punto, luego sobre otro, es uno de los incidentes necesarios de la consolidación de la opinión; consolidación tan saludable en el caso de la opinión verdadera, como peligrosa y nociva cuando las opiniones son erróneas. Pero, aunque esta disminución gradual de la diversidad de opinión sea necesaria en toda la extensión del vocablo, siendo a la vez inevitable e indispensable, no estamos obligados a deducir de ello que todas sus consecuencias deban ser saludables. La pérdida de una ayuda tan importante para la aprehensión viva e inteligente de la verdad, como es la necesidad de explicarla o de defenderla constantemente frente a sus adversarios, aunque no aventaje al beneficio que supone su reconocimiento universal, no es despreciable.

Reconozco que yo desearía ver a los maestros de la humanidad buscando un medio de sustituirla, allí donde tal ventaja no existe ya. Querría verlos crear algún medio de hacer las dificultades tan presentes al espíritu de los hombres como lo haría un adversario deseoso de convertirles.

Pero en lugar de buscar tales medios, para tal fin, han perdido los que antes tuvieron. Uno de estos medios fue la dialéctica de Sócrates, de la cual nos da Platón en sus diálogos tan magníficos ejemplos.

Consistía esencialmente en una discusión negativa de las grandes cuestiones de la filosofía y de la vida, dirigida con un arte consumado, proponiéndose mostrar a los hombres que no habían hecho más que adoptar los lugares comunes de la opinión tradicional, que ellos no comprendían el problema, y que no habían atribuido un sentido definido a las doctrinas que profesaban; con el fin de que, iluminada su ignorancia, pudieran contar con una creencia sólida, que se asentase en una concepción clara tanto del sentido como de la evidencia de las doctrinas. Las disputas de las escuelas de la Edad Media tenían un objetivo muy semejante. Por medio de ellas se pretendía asegurar que el alumno comprendiera su propia opinión y (por una correlación necesaria) la opinión contraria, así como que podía apoyar los motivos de una y refutar los de la otra. Estas disputas de la Edad Media tenían en verdad el defecto irremediable de deducir sus premisas no de la razón, sino de la autoridad; y, como disciplina para el espíritu, eran inferiores, en todos los aspectos, a las poderosas dialécticas que formaron la inteligencia de los "Socratici viri"; pero la mente moderna debe mucho más a cualquiera de las dos de lo que generalmente reconoce, y los diversos modos de educación actual no contienen nada en absoluto que pueda reemplazarlas. Cualquier persona que obtenga toda su educación de los profesores o de los libros, incluso si escapa a la tentación habitual de contentarse con aprender sin comprender, no se siente obligada en absoluto a conocer los dos aspectos de un problema. Es muy raro, entre los pensadores incluso, que se conozca a tal punto cuestión alguna; y la parte más débil de lo que cada uno dice para defender su opinión es la que destina como réplica a sus adversarios. Hoy en día está de moda despreciar la lógica negativa, que es la que indica los puntos débiles en la teoría o los errores en la práctica, sin establecer verdades positivas. A decir verdad, sería triste una tal crítica negativa como resultado final; pero nunca se la estimará demasiado como medio de obtener un conocimiento positivo o una convicción digna de ese nombre. Hasta que los hombres no la utilicen de nuevo de modo sistemático, no habrá pensadores de valía, y el nivel medio de las inteligencias será poco elevado para todo lo que no sea especulación, matemáticas o física. En cualquier otra rama del saber humano, las opiniones de los hombres no merecen el nombre de conocimientos si no se ha seguido de antemano un proceso mental —sea forzado por los demás, sea espontáneamente— equivalente a una controversia activa con los adversarios. Si existen, pues, personas que discuten las opiniones recibidas de sus mayores o que lo harían si la ley o la opinión lo permitieran, agradezcámoselo, escuchémosles, y alegrémonos de que alguien haga por nosotros lo que de otra manera (por poco apego que tengamos a la certeza o a la vitalidad de nuestras convicciones) deberíamos hacer nosotros mismos con mucho más trabajo.

Queda todavía por tratar de una de las principales causas que hacen ventajosa la diversidad de opiniones. Esta causa subsistirá hasta que la humanidad entre en una era de progreso intelectual, que parece por el momento a una distancia incalculable. Hasta ahora no hemos examinado más que dos posibilidades: 1°, que la opinión recibida de los mayores puede ser falsa, y que, por consecuencia, cualquier otra opinión puede ser verdadera; 2°, que siendo la opinión recibida verdadera, la lucha entre ella y el error opuesto es indispensable para una concepción clara y para un profundo sentimiento de su verdad. Pero suele ocurrir a menudo que las doctrinas que se contradicen, en lugar de ser la una verdadera y la otra falsa, comparten ambas la verdad; entonces la opinión disidente es necesaria para completar el resto de la verdad, de la cual, sólo una parte es poseída por la doctrina aceptada. Las opiniones populares, sobre cualquier punto que no sea cognoscible por los sentidos, son a menudo verdaderas, pero casi nunca lo son de modo completo.