"Todo lo bueno que existe es fruto de la originalidad". Frente a la uniformidad gregaria, la variedad de lo humano. La "perfección intelectual, moral, estética", y hasta la misma felicidad, están en función del libre desenvolvimiento de esa variedad; es decir, del individuo, en cuanto tal.

Condición esencial de la verdad es la diversidad de opiniones. Nadie está en posesión de toda la verdad —y, por tanto, nadie puede pretender la infalibilidad—, y, en cambio, todos pueden aspirar a poseer una parte de ella. Esto vale tanto de los individuos como de las doctrinas y sistemas enteros. Por tanto, todo lo que sea coacción sobre una opinión cualquiera, por insignificante, o por extravagante, que parezca, es, potencialmente, un atentado a la verdad.

Hay creencias e ideas vivas e inertes. La vitalidad de una doctrina dura mientras necesita mantenerse alerta —para defenderse o para ganar terreno— frente a la masa de opinión recibida. En cuanto se convierte en opinión general o heredada, decae y se torna creencia inerte. Las creencias y opiniones, al socializarse, al convertirse en propiedad comunal y hereditaria, se vacían de contenido vital, y sólo queda de ellas la cascara, es decir, la fórmula; literalmente, se petrifican.

El imperio o despotismo de la opinión comunal, petrificada en costumbre, es el principal obstáculo al "espíritu de progreso", cuya "única fuente infalible y permanente" es la libertad. La lucha entre estas dos fuerzas antagónicas es la clave de la historia humana, y, sobre todo, de la europea, la más progresiva de todas. Los pueblos de Oriente, y en modo eminente China, ofrecen ejemplos de la situación estacionaria a que puede llegar una civilización que ha logrado organizarse sobre el imperio de la costumbre. La creciente tendencia a la uniformidad en Europa, bajo "el régimen moderno de la opinión pública" amenaza con conducirnos también a una sinización —Europa "marcha decididamente hacia el ideal chino de hacer a todo el mundo parecido"— que entre nosotros sería fatal, ya que traicionaría el carácter más genuino de nuestra civilización, fundada justamente en la "notable diversidad de carácter y cultura" de sus "individuos, clases y naciones".

Éstos son los puntos más vivos, menos "petrificados", del libro de Mill. No hay espacio aquí para una exposición más amplia de ellos, ni para el sugestivo comentario a que invitan. El lector encontrará su más extenso desarrollo en los capítulos II y III, los fundamentales de la obra, y no le será difícil descubrir en ellos los motivos esenciales del interés actual de la misma. Un interés que no coincide, por descontado, con el de las varias generaciones de lectores del famoso ensayo. Ante mis ojos tengo, por ejemplo, un testimonio significativo de cómo en tiempos del propio Stuart Mill no se, advirtió el alcance de las ideas que hoy nos parecen precisamente las más fecundas y penetrantes de su libro. Se trata del largo prefacio que Charles Dupont-White, tratadista francés de economía y de política, contemporáneo de Mill, puso a su traducción del libro de éste. "Un extranjero —escribe Dupont-White—., el más grande publicista de su país, acaba de abordar la cuestión teórica de mayor importancia en nuestro tiempo: la de los respectivos derechos del individuo y la sociedad. Me refiero a John Stuart Mill, y a su libro Sobre la libertad". Ya este párrafo nos muestra que Dupont-White cree encontrarse ante una manifestación intelectual más —especialmente insigne y digna de atención, sí, por la autoridad del nombre de Mill, pero, al cabo, una más acerca de la "cuestión teórica", es decir, del tópico de filosofía política, usual entre los pensadores de la época, de las relaciones entre individuo y sociedad; no ve en ello más que una discusión sobre "principios". Es cierto que agrega: "de mayor importancia en nuestro tiempo"; pero esa "importancia" no trasciende tampoco, en boca de Dupont-White, del plano teórico, ni tiene nada del reprimido dramatismo que cobra en labios de Mill la expresión "cuestión vital del porvenir". Más aún: lejos de advertir la amplitud de los puntos de vista centrales expuestos en el ensayo, juzga éstos como "una visión puramente británica del asunto", determinada por el hecho de que el pueblo inglés tenga la suerte de poder temer ya el abuso "de lo que otros apenas tienen el uso" —se refiere a las libertades políticas—. Justamente lo que a nosotros se nos antoja hoy más profundo y decisivo en la obra de Mill, le parecía a él irrelevante: "El autor de Sobre la libertad —dice en otro lugar— tiene un vivo sentimiento del individualismo, del que yo participo por completo, pero sin inquietarme como él sobre el porvenir de este elemento inalterable"..., etc. Y ni una alusión siquiera al tema de las masas.

No vio Dupont-White, en absoluto, la inquietante perforación hacia el futuro que el libro de Stuart Mill abría, su palpación directa —aunque aún oscura— del enorme hecho histórico que se insinuaba. Pero no hay que culpar de incomprensión a ningún lector del pasado, porque seguramente sólo desde nuestros días, pertrechados con la experiencia histórica de nuestro medio siglo, y con lo que nos han revelado sobre su estructura profunda libros como el citado de Ortega —quien no sólo nos ha proporcionado conocimientos, sino que nos ha provisto de toda una óptica—, es plenamente visible el alcance de las agudas intuiciones, de las graves premoniciones con que el plácido utilitarista John Stuart Mill acertó a hacer vibrar, va a hacer ahora un siglo, su ensayo Sobre la libertad.

ANTONIO RODRÍGUEZ HUÉSCAR

DATOS BIOGRÁFICOS DE STUART MILL

John Stuart Mill nació en Londres el 2 de mayo de 1806. Era el hijo mayor de James Mill, autor de la Historia de la India Británica y pensador adicto a las doctrinas éticas de Bentham y a las económicas de Ricardo (ambos amigos suyos), circunstancia que había de ser decisiva para la formación de John Stuart. Detalla éste, en su conocida Autobiografía, el rigurosísimo método pedagógico a que lo sometió su padre desde su primera infancia. A los tres años comenzó el aprendizaje del griego, y a los siete había leído ya bastantes autores clásicos en sus textos originales; a la misma edad aprendía la aritmética y realizaba una serie de lecturas históricas y literarias; a los ocho años comienza el estudio del latín, y poco después se familiariza con los principales clásicos latinos y amplía el conocimiento de los griegos; a los diez terminaba las matemáticas elementales y se iniciaba en la» superiores; a los once absorbía con fruición las ciencias experimentales —física y química—; a los doce escribe una Historia del gobierno de Roma y termina un libro en verso, continuación de la Ilíada; a esta edad comienza también sus estudios lógicos, con el Organon aristotélico y la Computatio sive Lógica, de Hobbes, sin abandonar por ello sus lecturas de los clásicos griegos y latinos ni las históricas y literarias; a los trece años le explica su padre un curso completo de economía política, basado en las ideas de Ricardo. Este férreo sistema pedagógico, unido a su extraordinaria precocidad, hicieron de él un curioso ejemplar de sabio en miniatura desde sus siete u ocho años. En 1820 fue a Francia, permaneciendo allí un año, y a su vuelta continuó sus antiguos estudios durante un par de años más.