Toda extensión de la educación la favorece, porque la educación sujeta a los hombres a influencias comunes y da acceso a todos a la masa general de hechos y sentimientos universales. Todo progreso en los medios de comunicación la favorece, poniendo en contacto inmediato los habitantes de comarcas alejadas y manteniendo una serie rápida de cambios de residencia de una villa a otra. Todo crecimiento del comercio y de las manufacturas aumenta esta asimilación, extendiendo la fortuna y colocando los mayores objetos deseables al alcance de la generalidad: de donde resulta que el deseo de elevarse no pertenece ya exclusivamente a una clase, sino a todas. Pero una influencia más poderosa aún que todas éstas puede determinar una semejanza más general entre los hombres: esta influencia es el establecimiento completo, en este y otro países, del ascendiente de la opinión pública en el Estado"... "La reunión de todas estas causas forma una tan gran masa de influencias hostiles a la individualidad, que no es posible calcular cómo podrá defender ésta su terreno. Se encontrará con una dificultad cada vez más creciente"... Stuart Mill no preveía, por supuesto, las proporciones inundatorias que el fenómeno iba a adquirir en el siglo siguiente; no contaba tampoco con los nuevos factores de tipo político, técnico, industrial, o simplemente demográfico —para no hablar ya de la crisis acaecida en el estrato más hondo de las creencias— que debían contribuir a transformar sustancialmente su fisonomía y su virulencia en este siglo nuestro; pero, con todo, en lo esencial, su intuición y su pronóstico no pueden ser más penetrantes. Es verdad que su voz monitoria suena en nuestras oídos, habituados al estruendoso restallar de los acontecimientos históricos de nuestra centuria, con una placidez casi paradisíaca; pero hay en ella, cuando toca este tema, un leve temblor, un casi imperceptible estremecimiento y, en medio de la llaneza de su estilo, una como involuntaria solemnidad, que denuncian la subterránea conmoción propia de las graves premoniciones. Y es esa inmutación la que encuentra en nosotros inmediatamente un eco simpático. Desde el primer párrafo del libro acusamos el impacto de esa resonancia. Aun a trueque de ser prolijo en las citas, no quiero dejar de reproducir aquí ese primer párrafo, por su carácter que yo no tendría inconveniente en llamar profético, si no temiese el desmesuramiento de la expresión: "El objeto de este trabajo —comienza diciendo su autor— no es el libre arbitrio, sino la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítimamente la sociedad sobre el individuo: cuestión raramente planteada y casi nunca discutida en términos generales, pero que influye profundamente sobre las controversias prácticas del siglo por su presencia latente y que, sin duda alguna, reclamará bien pronto la importancia que le corresponde como la cuestión vital del porvenir". (El subrayado es mío.)

Stuart Mill cree que el problema tiene todavía solución, por encontrarse en su fase inicial —"solamente al principio puede combatirse con éxito contra la usurpación"—, y aquí es donde su ingenuidad y su buena fe liberal pone en nuestros labios una sonrisa benévolamente irónica. La solución, en efecto, es de una seductora simplicidad: consiste en establecer una perfecta demarcación entre las respectivas esferas de intereses del individuo y de la sociedad. Y la clave de esa demarcación, en toda su generalidad, podría resumirse así: la libertad de pensamiento o de acción en el individuo no debe tener otro límite que el perjuicio de los demás. Ahí comienza, justamente, la esfera de interés de la sociedad. En torno de este principio abre discusión Stuart Mill y despliega toda una extensa y sabrosa casuística, lo que da a su libro —como él pretende— un aire menos puramente especulativo que "práctico" y, diríamos, documental. Sin embargo, bajo esta apariencia de ágil comentario de actualidad, o entreverada con él, urde sus hilos conceptuales la sólida doctrina, que resulta ser la más depurada forma de liberalismo conocida hasta el día: de una pureza tal, que no puede por menos de resultar en varios sentidos utópica.

A primera vista, el principio de Stuart Mill nos sorprende, no sólo por su simplicidad, sino también por su extraordinaria semejanza con la vieja fórmula del siglo XVIII. He aquí, en efecto, cómo se define la libertad en el artículo IV de la celebérrima Déclaration des Droits de l'homme et du citoyen: "La libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudique a otro. Así, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene otros límites que los que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos; estos límites no pueden ser determinados más que por la ley".

Tomados a la letra, y sin ulterior discernimiento, parece que el concepto de libertad en los doctrinarios de la Asamblea Nacional francesa de 1879 y en Stuart Mill coinciden plenamente. No obstante, a poco que nos representemos el blanco a que Mill apunta, nos aparecen como completamente distintos, casi, casi, como opuestos. Para los definidores de los Derechos del hombre, en efecto, se trata de la libertad del hombre abstracto, de una libertad igualitaria, racionalista, cuyo sujeto es, en rigor, un esquema: el esquema natural del hombre o el esquema social vacío de vida del ciudadano. Para Stuart Mill, por el contrario, la condición esencial de la libertad radica en la desigualdad, en la variedad, en lo diferencial del hombre; es decir, su sujeto es el individuo concreto e inintercambiable. La doctrina de Mill viene a poner en evidencia, precisamente, la incompatibilidad final de los dos postulados de la Revolución francesa: libertad e igualdad. A la larga, la nivelación, la igualación, ganando zonas cada vez más íntimas del hombre, llega a ahogar, a amustiar la flor más exquisita de la libertad: la posibilidad de ser distinto, de ser uno mismo; la expansión plena y al máximo de la individualidad.

Sobre esta idea elabora Stuart Mill lo que puede considerarse como un germen de filosofía de la historia —como tal germen, todavía asistemático e informe, pero lleno de perspicaces atisbos—. Doy a continuación, en forma casi programática, algunos de sus puntos principales.

Todo lo creador de una cultura —y singularmente de la nuestra— se debe a la acción de las fuertes individualidades o de las minorías (Stuart Mill advierte que no se debe confundir esta concepción con "el culto del héroe". Alude, evidentemente, a Carlyle, con quien le unían lazos de amistad, pero cuyas ideas nunca compartía). Los valores de la individualidad y de la vitalidad —en el sentido humano de la palabra— se caracterizan por su oposición al automatismo y a la mecanización —formas de vida que la socialización favorece—. El desarrollo de la individualidad constituye, por tanto, el principio del ennoblecimiento humano, del enriquecimiento de la vida histórica. Entre esos valores ocupa un lugar primordial el de la originalidad, que, elevada a su más alto grado, produce el genio, producto egregio que "no puede respirar libremente más que en una atmósfera de libertad". "Nada se ha hecho aún en el mundo sin que alguno haya tenido que ser el primero en hacerlo"...