No ocurrió lo mismo con el segundo; y llegar a él o, cuando ya se le poseía en parte, llegar a él de manera más completa, se convirtió en todos los lugares en el objeto principal de los amantes de la libertad. Y mientras la humanidad se contentó con combatir uno por uno a sus enemigos y con ser gobernada por un dueño, a condición de sentirse garantizada de un modo más o menos eficaz contra su tiranía, los deseos de los liberales no fueron más lejos. Sin embargo, llegó un momento en la marcha de las cosas humanas, en que los hombres cesaron de considerar como una necesidad de la Naturaleza el que sus gobernantes fuesen un poder independiente con intereses opuestos a los suyos. Les pareció mucho mejor que los diversos magistrados del Estado fuesen defensores o delegados suyos, revocables a voluntad. Pareció que sólo de esta manera la humanidad podría tener la seguridad completa de que no se abusaría jamás, en perjuicio suyo, de los poderes del gobierno. Poco a poco, esa nueva necesidad de tener gobernantes electivos y temporales llegó a ser el objeto del partido popular, donde existía tal partido, y entonces se abandonaron de una manera bastante general los esfuerzos precedentes a limitar el poder de los gobernantes. Y como en esta lucha se trataba de hacer emanar el poder de la elección periódica de los gobernados, hubo quien comenzó a pensar que se había concedido demasiada importancia a la idea de limitar el poder. Esto último (al parecer) había sido un recurso contra aquellos gobernantes cuyos intereses se oponían habitualmente a los intereses del pueblo. Lo que hacía falta ahora era que los gobernantes se identificasen con el pueblo; que su interés y su voluntad fuesen el interés y la voluntad de la nación. La nación no tenía necesidad ninguna de ser protegida contra su propia voluntad. No había que temer que ella misma se tiranizase. En cuanto que los gobernantes de una nación fuesen responsables ante ella de un modo eficaz y fácilmente revocables a voluntad de la nación, estaría permitido confiarles un poder, pues de tal poder ella misma podría dictar el uso que se debería hacer. Tal poder no sería más que el propio poder de la nación, concentrado, y bajo una forma cómoda de ejecución. Esta manera de pensar, o quizá mejor, de sentir, ha sido la general entre la última generación de liberales europeos y todavía prevalece entre los liberales del continente. Los que admiten límites a la actuación del gobierno (excepto en el caso de gobiernos tales que, según ellos, no deberían existir) se hacen notar como brillantes excepciones entre los pensadores políticos del continente. Un modo semejante de sentir podría prevalecer también en nuestro país, si las circunstancias que le favorecieron en un tiempo no hubieran cambiado después.
Pero, en las teorías políticas y filosóficas, lo mismo que en las personas, el éxito pone de relieve defectos y debilidades que el fracaso hubiera ocultado a la observación. La idea de que los pueblos no tienen necesidad de limitar su propio poder, podría parecer axiomática si el gobierno popular fuera una cosa solamente soñada o leída como existente en la historia de alguna época lejana. Esta idea no se ha visto turbada necesariamente por aberraciones temporales semejantes a las de la Revolución francesa, cuyas piras fueron la obra de una minoría usurpadora, y que en todo caso no tuvieron nada que ver con la acción permanente de las instituciones populares, sino que se debieron sobre todo a una explosión repentina y convulsiva contra el despotismo monárquico y aristocrático. Sin embargo, llegó un tiempo en que la República democrática vino a ocupar la mayor parte de la superficie terrestre, haciéndose notar como uno de los más poderosos miembros de la comunidad de las naciones. A partir de entonces, el gobierno electivo y responsable se convirtió en el objeto de esas observaciones y críticas que siempre se dirigen a todo gran acontecimiento. Y se llegó a pensar que frases como "el poder sobre sí mismo" y "el poder de los pueblos sobre sí mismos" no expresaban el verdadero estado de las cosas; el pueblo que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el que se ejerce, y el gobierno de sí mismo, de que se habla, no es el gobierno de cada uno por sí mismo, sino de cada uno por los demás. La voluntad del pueblo significa, en realidad, la voluntad de la porción más numerosa y activa del pueblo, de la mayoría, o de aquellos que consiguieron hacerse aceptar como tal mayoría. Por consiguiente, el pueblo puede desear oprimir a una parte de sí mismo, y contra él son tan útiles las precauciones como contra cualquier otro abuso del poder. Por esto es siempre importante conseguir una limitación del poder del gobierno sobre los individuos, incluso cuando los gobernantes son responsables de un modo regular ante la comunidad, es decir, ante la parte más fuerte de la comunidad. Esta manera de juzgar las cosas se ha hecho admitir sin casi dificultades, pues se recomienda igualmente a la inteligencia de los pensadores que a las inclinaciones de las clases importantes de la sociedad europea, hacia cuyos intereses reales o supuestos la democracia se muestra hostil. La tiranía de la mayoría se incluye ya dentro de las especulaciones políticas como uno de esos males contra los que la sociedad debe mantenerse en guardia.
Al igual que las demás tiranías, también esta tiranía de la mayoría fue temida en un principio y todavía hoy se la suele temer, sobre todo cuando obra por medio de actos de autoridad pública. Pero las personas reflexivas observaron que cuando la sociedad es el tirano —la sociedad colectivamente, y sobre los individuos aislados que la componen— sus medios de tiranizar no se reducen a los actos que ordena a sus funcionarios políticos. La sociedad puede ejecutar, y ejecuta de hecho, sus propios decretos; y si ella dicta decretos imperfectos, o si los dicta a propósito de cosas en que no se debería mezclar, ejerce entonces una tiranía social mucho más formidable que la opresión legal: pues, si bien esta tiranía no tiene a su servicio tan fuertes sanciones, deja, en cambio, menos medios de evasión; pues llega a penetrar mucho en los detalles de la vida e incluso a encadenar el alma. No basta, pues, con una simple protección contra la tiranía del magistrado. Y puesto que la sociedad tiende a imponer como reglas de conducta sus ideas y costumbres a los que difieren de ellas, empleando para ello medios que no son precisamente las penas civiles; puesto que también trata de impedir el desarrollo, y, en lo posible, la formación de individualidades diferentes; y como, por último, trata de modelar los caracteres con el troquel del suyo propio, se hace del todo necesario otorgar al individuo una protección adecuada contra esa excesiva influencia.
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