Existe un límite para la acción legal de la opinión colectiva sobre la independencia individual: encontrar este límite y defenderlo contra toda usurpación es tan indispensable para la buena marcha de las cosas humanas como para la protección contra el despotismo político.
Pero si esta proposición no es discutible en términos generales, su lado práctico —es decir, dónde se ha de colocar ese límite y cómo hacer el compromiso entre la independencia individual y el control social— es tema sobre el cual casi todo está por hacer. Todo lo que da valor a nuestra existencia depende de la presión de las restricciones impuestas a las acciones de nuestros semejantes, ya que algunas reglas de conducta se han de imponer, en primer lugar, por la ley; y, en segundo lugar, por la opinión, en aquellos casos, muy numerosos, en que no es pertinente la acción de la ley.
El problema principal que se plantea en los asuntos humanos es saber cuáles han de ser esas reglas; pero, excepción hecha de algunos casos notables, la verdad es que se ha hecho muy poco por llegar a una solución.
No hay dos países, ni dos siglos, que hayan llegado a la misma conclusión; y la conclusión de un siglo o de un país es materia de asombro para otro cualquiera. Sin embargo, las gentes de cada siglo y de cada país, no han encontrado que dicho problema sea más complicado de lo que lo es cualquier asunto en que la humanidad ha estado siempre de acuerdo. Las reglas que han establecido son tenidas por evidentes y justificables en sí mismas. Esta ilusión, casi universal, es uno de los ejemplos de lo que puede la influencia mágica de la costumbre, que no es solamente, como dice el proverbio, una segunda naturaleza, sino que a menudo es considerada como la primera.
El efecto de la costumbre, al impedir las dudas que pudieran surgir a propósito de las reglas de conducta que la humanidad impone, es de tal naturaleza que, sobre este tema, nunca se ha considerado necesaria la exposición de razones, bien se tratase de los demás, bien de uno mismo. Se suele creer (y ciertas personas que aspiran al título de filósofos nos afirman en esta creencia) que en temas de tal naturaleza los sentimientos valen más que las razones y hacen a éstas inútiles. En las opiniones sobre la ordenación de la conducta humana nos guía el principio práctico de que los demás deben obrar como uno obra y los que con uno simpatizan desearían que se obrara. En verdad que nadie confiesa que el principio regulador de su juicio en tales materias sea su propio gusto; pero una opinión sobre materia de conducta, que no esté avalada por razones, nunca podrá ser considerada más que como una preferencia personal; y si las razones, al darse, no son más que una simple apelación a una preferencia semejante experimentada por otras personas, en este caso estamos ante la tendencia de varias personas, en lugar de serlo de una sola. Sin embargo, para el hombre medio, su preferencia personal no sólo es una razón perfectamente satisfactoria, sino también la única de donde proceden todas sus nociones de moralidad, de gustos y conveniencias no inscritas en su credo religioso; es incluso su guía principal en la interpretación de éste.
Por consiguiente, las opiniones humanas sobre lo laudable y lo recusable se hallan afectadas por todas las diversas causas que influyen sobré sus deseos en relación con la conducta de los demás, siendo tan numerosas como las que determinan sus deseos con respecto a cualquier otro asunto. A veces su razón, otras sus prejuicios y supersticiones, a menudo sus afecciones sociales y no pocas veces las antisociales, la envidia o los celos, la arrogancia o el desprecio: pero lo más común es que al hombre le guíe su propio interés, sea legítimo o ilegítimo. Dondequiera que exista una clase dominante, la moral pública derivará de los intereses de esa clase, así como de sus sentimientos de superioridad. La moral entre los espartanos y los ilotas, entre colonos y negros, entre príncipes y súbditos, entre nobles y plebeyos, entre hombres y mujeres, ha sido casi siempre fruto de estos intereses y sentimientos de clase; las opiniones así engendradas reinfluyen a su vez sobre los sentimientos morales de los miembros de la clase dominante en sus relaciones recíprocas. Por otra parte, dondequiera que una clase, dominante en otro tiempo, ha llegado a perder su ascendiente, o mejor aún, allí donde su ascendencia es impopular, los sentimientos morales que prevalecen llevan el distintivo de una impaciente aversión de la superioridad. Otro gran principio determinante de las reglas de conducta —para la acción y para la abstención—, ha sido el servilismo de la especie humana ante las supuestas preferencias o aversiones de sus dueños temporales o de sus dioses. Tal servilismo, aunque egoísta en esencia, no es precisamente hipocresía, y ha dado ocasión a sentimientos de horror del todo verdaderos: ha hecho a los hombres capaces de quemar a los magos y a los herejes.
En medio de tantas y tan bastardas influencias, también los intereses evidentes y generales de la sociedad han desempeñado un papel, y un papel importante, en la dirección de los sentimientos morales: menos, sin embargo, a causa de su propio valor, que como consecuencia de las simpatías o antipatías que estos intereses engendran, ya que simpatías y antipatías que no habían tenido casi nada que ver con los intereses de la sociedad se han hecho sentir en el establecimiento de los principios morales con tanta fuerza o más que el propio interés.
También las inclinaciones y las aversiones de la sociedad, o de alguna porción poderosa de ella, son la causa principal que ha determinado, en la práctica, las reglas impuestas a la observancia general con la sanción de la ley o de la opinión.
Y, en general, aquellos que se han adelantado a la sociedad en ideas y sentimientos, en principio, han dejado subsistir intacto este estado de cosas, aunque hayan podido luchar contra alguno de sus detalles. Les ha interesado saber lo que la sociedad deseaba o no deseaba, mucho más que si lo deseado o repudiado por ella debía ser ley para los individuos. Se contentaron con tratar de alterar los sentimientos de la humanidad en los detalles en que ellos mismos eran herejes antes que hacer causa común con los herejes en defensa de la herejía. Nunca se ha llegado más lejos por principio y nunca se han mantenido los hombres con más constancia que en materia de religión: caso instructivo en más de un aspecto y que ofrece un ejemplo vivo de la falibilidad de lo que se llama sentido moral; pues el "odium theologicum" representa, en un verdadero fanático, uno de los casos menos equívocos de sentimiento moral. Los primeros en sacudirse del yugo de la que a sí misma se llamaba iglesia universal estaban, en general, tan poco dispuestos a permitir las diferencias de opinión como la iglesia misma. Pero cuando el calor de la lucha se disipó, sin dar la victoria completa a ningún partido, cuando cada iglesia o secta tuvo que limitar sus esperanzas a mantener la posesión del terreno que ocupaba, las minorías, viendo que no tenían la oportunidad de llegar a ser mayorías, se vieron obligadas a abogar por la libre disidencia ante aquellos que no podían convertir. En consecuencia, casi únicamente en este campo es donde los derechos del individuo frente a la sociedad han sido reivindicados según principios bien establecidos, y donde ha habido abierta controversia frente a la aspiración de la sociedad a ejercer autoridad sobre los disidentes. Grandes escritores, a los que el mundo debe cuanto posee de libertad religiosa, han reivindicado la libertad de conciencia como un derecho inalienable, y han negado de modo absoluto que un ser humano tenga que rendir cuentas a sus semejantes sobre sus creencias religiosas. Sin embargo, la intolerancia es tan natural a la especie humana, en todo aquello que la afecta en verdad, que la libertad religiosa no ha existido casi en ninguna parte, excepto allí donde la indiferencia religiosa, que no gusta de ver su paz turbada por disputas teológicas , ha echado su peso en la balanza.
En el espíritu de casi todas las personas religiosas, incluso en los países más tolerantes, el deber de tolerancia queda admitido con tácitas reservas. Una persona transigirá con los disidentes en materia de reglamentación eclesiástica; pero no en materia de dogmas; otro podrá tolerar a todo el mundo, excepto a un papista o a un unitario; un tercero, a todos los que creen en la religión revelada; un pequeño número irá más lejos en su caridad, pero se detendrá ante la creencia en una vida futura. Allí donde el sentimiento de la mayoría es todavía genuino e intenso, allí podremos ver a la tal mayoría esperando aún ser obedecida.
En Inglaterra (por las especiales circunstancias de nuestra historia política), si bien el yugo de la opinión sea quizá más pesado, el de la ley es más ligero que en ningún otro país de Europa; y existe una gran aversión hacia toda intervención directa del poder, ya sea legislativo, ya ejecutivo, en la conducta privada, más por la vieja costumbre de considerar al gobierno como representante de un interés opuesto al del individuo, que por un justo respeto a .sus derechos legítimos. La mayoría no ha aprendido todavía a considerar el poder del gobierno como el suyo propio, y las opiniones del mismo como sus opiniones. En el momento en que llegue a comprenderlo así, la libertad individual quedará probablemente tan expuesta a ser invadida por el gobierno como ya lo está por la opinión pública. Pero, por el momento, existe una gran potencia de sentimientos dispuesta a sublevarse contra todo intento de la ley para controlar a los individuos, en cosas que hasta entonces no habían sido de su incumbencia; y esto sin la menor discriminación sobre lo que compete o no compete al control legal; de manera que este sentimiento, altamente saludable en sí, quizá resulte muchas veces tan fuera de lugar como bien fundamentado en los diversos casos particulares de su aplicación. De hecho, se puede decir que no existe un principio reconocido para establecer de modo usual la propiedad o impropiedad de la interferencia del gobierno. Se decide en este punto según las preferencias personales.
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