Hay quienes, en cuanto ven un bien por hacer o un mal que remediar, desearían que el gobierno se hiciese cargo de la empresa, mientras que otros preferirían soportar toda clase de abusos sociales, antes de añadir cosa alguna a las atribuciones del gobierno. Los hombres se inclinan a un partido u otro, en cada caso particular, siguiendo la dirección general de sus sentimientos, o según el grado de interés que tengan en aquello que se proponen que el gobierno haga, o según su propia persuasión de que el gobierno hará o no hará la gestión del modo que ellos prefieren. Pero muy rara vez decidirán, con opinión reflexiva y reposada, sobre las cosas adecuadas a ser acometidas por el gobierno. Creo también que hoy día, a consecuencia de esta falta de regla o principio, un partido puede cometer tantos errores como otro cualquiera. Con igual frecuencia se condena impropiamente y se invoca impropiamente la interferencia del gobierno. El objeto de este ensayo es el de proclamar un principio muy sencillo encaminado a regir de modo absoluto la conducta de la sociedad en relación con el individuo, en todo aquello que sea obligación o control, bien se aplique la fuerza física, en forma de penas legales, o la coacción moral de la opinión pública. Tal principio es el siguiente: el único objeto, que autoriza a los hombres, individual o colectivamente, a turbar la libertad de acción de cualquiera de sus semejantes, es la propia defensa; la única razón legítima para usar de la fuerza contra un miembro de una comunidad civilizada es la de impedirle perjudicar a otros; pero el bien de este individuo, sea físico, sea moral, no es razón suficiente.
Ningún hombre puede, en buena lid, ser obligado a actuar o a abstenerse de hacerlo, porque de esa actuación o abstención haya de derivarse un bien para él, porque ello le ha de hacer más dichoso, o porque, en opinión de los demás, hacerlo sea prudente o justo. Éstas son buenas razones para discutir con él, para convencerle, o para suplicarle, pero no para obligarle o causarle daño alguno, si obra de modo diferente a nuestros deseos. Para que esta coacción fuese justificable, sería necesario que la conducta de este hombre tuviese por objeto el perjuicio de otro. Para aquello que no le atañe más que a él, su independencia es, de hecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y su espíritu, el individuo es soberano.
Apenas si es necesario decir que esta doctrina no alcanza más que a los seres humanos que se hallen en la madurez de sus facultades. No hablamos de niños ni de jóvenes de ambos sexos que no hayan llegado al tope fijado por la ley para la mayoría de edad. Aquellos que están en edad de reclamar todavía los cuidados de otros, deben ser protegidos, tanto contra los demás, como contra ellos mismos. Por la misma razón podemos excluir las sociedades nacientes y atrasadas, en que la raza debe ser considerada como menor de edad. Las primeras dificultades que surgen en la ruta del progreso humano son tan grandes, que raramente se cuenta con un buen criterio en la elección de los medios precisos para superarlas. Así todo soberano, con espíritu de progreso, está autorizado a servirse de cuantos medios le lleven a este fin, cosa que de otra manera, raramente lograría. El despotismo es un modo legítimo de gobierno, cuando los gobernados están todavía por civilizar, siempre que el fin propuesto sea su progreso y que los medios se justifiquen al atender realmente este fin. La libertad, como principio, no tiene aplicación a ningún estado de cosas anterior al momento en que la especie humana se hizo capaz de mejorar sus propias condiciones, por medio de una libre y equitativa discusión. Hasta este momento, ella no tuvo otro recurso que obedecer a un Akbar o a un Carlomagno, si es que gozó la suerte de encontrarlo. Pero desde que el género humano ha sido capaz de ser guiado hacia su propio mejoramiento por la convicción o la persuasión (fin alcanzado desde hace mucho tiempo por todas las naciones que nos importan aquí), la imposición, ya sea en forma directa, ya bajo la de penalidad por la no observancia, no es ya admisible como medio de hacer el bien a los hombres; esta imposición sólo es justificable si atendemos a la seguridad de unos individuos con respecto a otros. Debo decir que rehuso toda ventaja que, para mi tesis, yo pudiera obtener de la idea de derecho concebida de modo abstracto y como independiente de la de utilidad. Considero que la utilidad es la apelación suprema de toda cuestión ética, pero debemos entenderla en el sentido más amplio del vocablo, como fundada en los intereses permanentes del hombre en cuanto ente progresivo.
Estos intereses, lo sostengo, sólo autorizan a la sumisión de la espontaneidad individual a un control exterior en aquello que se refiere a las acciones de un presunto individuo en contacto con los intereses de otro. Si un hombre ejecuta una acción que sea perjudicial a otros, evidentemente debe ser castigado por la ley, o bien, si las penalidades legales no son aplicables con seguridad, por la desaprobación general. Existen muchos actos positivos, para el bien de los demás, a cuya realización se puede obligar a un individuo; por ejemplo, el de aportar testimonio a la justicia, o el de tomar parte activa, sea en la defensa común, sea en toda otra obra común necesaria a la sociedad bajo cuya protección vive. Además, se puede, con justicia, hacerle responsable ante la sociedad, si no cumple ciertos actos benéficos individuales, deber evidente de todo hombre, tales como salvar la vida de un semejante o defender al débil contra malos tratos. Una persona puede perjudicar a sus semejantes no sólo a causa de sus acciones, sino también por sus omisiones, y en ambos casos, será responsable del daño que se siga.
Bien es verdad que, en el último caso, la imposición debe ser ejercida con mucho más cuidado que en el primero. La regla es hacer responsable a un individuo del mal que hace a los otros; la excepción, comparativamente se entiende, hacerle responsable del mal que no les evitó. Sin embargo, hay muchos casos lo suficientemente claros y graves para justificar esta excepción. En todo lo que se refiere a las relaciones exteriores del individuo, éste habrá de dar cuenta de sus actos cuando se refieren a individuos con los que mantiene relación, o a la sociedad, en cuanto que es su protectora; él es de jure responsable ante ellos. A menudo encontramos buenas razones para no exigirle tal responsabilidad; pero estas razones deben nacer de las circunstancias especiales de cada caso, ya sea porque se trate de un caso en que el individuo actúe mejor abandonado a su propia iniciativa, que sometido a cualquier clase de control que la sociedad pueda empicar sobre él, o bien porque una tentativa de control pueda producir males mayores que los que se intenta evitar.
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