La princesa acababa de extenderme la mano con una sonrisa. Se quedó de pie algunos instantes con esa gracia peculiar a la estancia de Malherbe que termina así:
Y para honrarlos se levantan los ángeles.
Se disculpó porque aún no había llegado la duquesa, como si debiese aburrirme sin ella.
Para saludarme ejecutó alrededor de mí, a tiempo que me daba la mano, un giro lleno de gracia, en cuyo torbellino me sentí arrastrado. Por poco esperaba que me entregase entonces, como una conductora de cotillón, un bastón con mango de marfil o un relojpulsera. No me dio, a decir verdad, nada de eso y como si en vez de bailar el boston oyera más bien un sacrosanto cuarteto de Beethoven cuyos sublimes acentos temiera turbar, detuvo la conversación o mejor dicho, no la empezó, y radiante aún por haberme visto entrar, sólo me participó en qué lugar estaba el príncipe.
Me alejé de ella y no me atreví a acercarme, sabiendo que no tenía absolutamente nada que decirme y que, con su inmensa buena voluntad, esa mujer maravillosamente alta y hermosa, noble como tantas grandes señoras que subieron tan altivamente al cadalso, no podía hacer otra cosa como no fuera ofrecerme agua de azahar que repetirme lo que ya me dijera dos veces: "Encontrará usted al príncipe en el jardín". Y buscar al príncipe, era hacer renacer mis dudas bajo otra forma. De cualquier modo, tenía que encontrar a alguien que me presentase. Se oía, dominando todas las conversaciones, la charla inagotable del señor de Charlus, que conversaba con S. E. el duque de Sidonia, al que acababa de conocer de profesión a profesión uno se adivina y también de vicio a vicio. El señor de Charlus y el señor de Sidonia presintieron enseguida cada cual el recíproco, que para ambos, era ser monologuistas en tertulia, al extremo de no poder soportar ninguna interrupción. Al juzgar en seguida que el mal no tenía remedio, como dice un célebre soneto, habían decidido no callar, sino hablar cada cual sin ocuparse de lo que diría el otro. Lo que provocaba esa confusa algarabía que se produce en las comedias de Molière cuando varias personas dicen a un tiempo cosas distintas. Con su voz sonora el barón estaba seguro de triunfar y cubrir la débil voz del señor de Sidonia; sin que este último se desalentara sin embargo, puesto que cuando el señor de Charlus tomaba aliento por un instante, el susurro del grande de España que continuaba imperturbablemente su discurso llenaba el intervalo. Podía pedir al señor de Charlus que me presentase al príncipe de Guermantes, pero temía (con sobrados motivos) que estuviese enojado conmigo. Había obrado con él de la manera más ingrata al desechar por segunda vez sus ofrecimientos y al no darle señales de vida desde la noche en que tan afectuosamente me acompañara a casa. Sin embargo, como excusa no anticipé de ningún modo la escena que viera esa misma tarde entre ese Jupien y él. No sospechaba nada semejante. Es verdad que poco antes, cuando mis padres me increpaban por mi pereza y por no haberme tomado el trabajo de escribir unas líneas al señor de Charlus, les había reprochado violentamente que quisieran hacerme aceptar proposiciones deshonestas. Pero fue sólo la cólera y el deseo de encontrar la frase que más desagradable pudiera resultarles, los que me dictaron esa respuesta mendaz. En realidad, no supuse nada sensual ni aún sentimental en los ofrecimientos del barón. Había dicho eso a mis padres como una pura locura. Pero a veces lo que vendrá habita en nosotros sin que lo sepamos y nuestras palabras que creemos mentiras dibujan una realidad próxima.
El señor de Charlus hubiese perdonado, sin duda, mi falta de gratitud. Pero lo enfurecía, esa noche, mi presencia en casa de la princesa de Guermantes, como desde hacía algún tiempo en casa de su prima, que parecía desafiar su declaración solemne: "Nadie entra en esos salones sino por mí". Falta grave, crimen quizás inexpiable, no había seguido la vía jerárquica. El señor de Charlus sabía demasiado que los rayos que enarbolaba contra los que no acataban sus órdenes o empezaba a odiar, comenzaban a pasar, según mucha gente, por más rabia que pusiese en ellos, como rayos de cartón, y ya no tenían poder suficiente para echar a nadie de ningún lado. Pero quizás creía que su poder disminuido, todavía grande, seguía intacto a los ojos de los novicios como yo. Por eso no me parecía muy bien elegido para pedirle un favor en una fiesta donde mi sola presencia era ya un desmentido irónico a sus pretensiones.
Me detuvo en ese momento un hombre bastante vulgar: el profesor E… Le había sorprendido verme en casa de los Guermantes.
Yo no lo estaba menos, porque en casa de la princesa nunca se había visto ni se vio luego, un personaje de su calaña. Acababa dé curar al príncipe, ya con la extremaunción, de una neumonía infecciosa y el agradecimiento muy particular que por ello le guardaba la señora de Guermantes, motivó que se desecharan los usos y lo invitaran. No conocía absolutamente a nadie en esos salones, y como no podía vagar en ellos interminablemente solo, igual que un ministro de la muerte, sintió al reconocerme, y por primera vez en su vida, que tenía una infinidad de cosas que decirme, lo que le permitía adquirir cierta soltura, y ése era uno de los motivos por los cuales se me acercaba. Había otro.
1 comment