Y había en ello más verdad de lo que se creía.

La señora de Vaugoubert era un hombre. ¿Siempre fue así, o se había transformado en lo que veía? Poco importa, porque en uno y otro caso tiene uno que enfrentarse con uno de los milagros más conmovedores de la naturaleza y que, especialmente el segundo, hace que el reino humano se parezca al reino de las flores. En la primera hipótesis que la futura señora de Vaugoubert hubiese sido tan pesadamente hombruna, la naturaleza, con una astucia diabólica y bienhechora, da a la joven el aspecto engañador de un hombre. Y el adolescente que rehuye a las mujeres y quiere curarse, encuentra con alegría el subterfugio de descubrir una novia que parece un changador. En caso contrario, si la mujer no tiene desde el comienzo las características masculinas, las toma poco a poco, para gustar a su marido, aún inconscientemente, por esa suerte de mimetismo que hace que algunas flores adquieran el aspecto de los insectos que quieren atraer. El dolor de no ser amada, y de no ser hombre, la viriliza. Aun fuera del caso que nos ocupa, ¿quién no ha notado en qué forma las parejas más normales acaban por parecerse, a veces hasta por intercambiar sus cualidades? Un antiguo canciller alemán, el príncipe de Bülow, se había casado con una italiana. Al tiempo, notaron en el Pincio hasta qué punto el esposo germánico había adquirido la fineza italiana y la princesa italiana la rudeza alemana. Saliendo hasta un punto excéntrico de las leyes que estamos trazando, todos conocen a un eminente diplomático francés, cuyo origen no recordaba sino su nombre, uno de los más ilustres de Oriente. Al hacerse maduro, al envejecer, se reveló en él el oriental que no se sospechara nunca y al verlo lamenta uno la ausencia del fez que lo completaría.

Volviendo a costumbres muy ignoradas del embajador cuya silueta ancestralmente espesa acabamos de evocar, la señora de Vaugoubert realizaba el tipo adquirido o predestinado, cuya imagen inmortal es la Princesa Palatina, siempre en traje de montar y que, al adquirir de su marido algo más que la virilidad, al absorber los defectos de los hombres que no gustan de las mujeres, denuncia en sus cartas de mujeres las relaciones recíprocas de todos los grandes señores de la corte de Luis XIV. Una de las causas que más aumentan el aspecto masculino de mujeres como la señora de Vaugoubert es que el abandono en que las dejan sus maridos y la vergüenza que experimentan, marchitan en ellas gradualmente todo lo que es propio de la mujer. Acaban por tomar las cualidades y los defectos que el marido no tiene. Cuanto más frívolo, más afeminado, más indiscreto, se hacen ellas la efigie sin encantos de las virtudes que debía practicar el esposo.

Rastros de oprobio, aburrimiento e indignación ensombrecían el rostro regular de la señora de Vaugoubert. ¡Ay!, yo advertía que ella me consideraba con interés y curiosidad, como a uno de esos jóvenes que gustaban al señor de Vaugoubert y que tanto hubiera deseado ser hasta que al envejecer su marido prefirió la juventud. Me miraba con la atención de esos provincianos que copian en un catálogo de tienda de novedades el traje sastre tan sentador para la linda persona dibujada (en realidad, la misma en todas las páginas, pero multiplicada ilusoriamente en distintas criaturas gracias a las diferentes posturas y a la variedad de los vestidos). La atracción vegetal que impelía hacia mí a la señora de Vaugoubert era tan fuerte que llegó hasta tomarme del brazo, para que la acompañase a beber un vaso de naranjada. Pero la eludí alegando que partiría pronto, y aún no me habían presentado al dueño de casa.

No era muy grande la distancia que me separaba de la entrada de los jardines donde conversaba con algunas personas. Pero me causaba más miedo que si tuviese que exponerme a un fuego continuado para atravesarla.

Muchas mujeres por quienes me parecía que podía hacerme presentar estaban en el jardín, donde, al tiempo que fingían una exaltada admiración, no sabían qué hacer. Las fiestas de este género son en general anticipadas. No adquieren realidad sino al día siguiente en que ocupan la atención de las personas que no han sido invitadas. Cuando un verdadero escritor, desprovisto del tonto amor propio de tantos hombres de letras, lee el artículo de un crítico que siempre le ha demostrado la mayor admiración y ve citados los nombres de autores mediocres menos el suyo, no tiene tiempo de detenerse en lo que podía asombrarlo: lo reclaman sus libros. Pero una mujer de mundo no tiene nada que hacer, y al ver en el Fígaro: "Ayer el príncipe y la princesa de Guermantes han ofrecido una gran velada, etc.", exclama: "¡Cómo, si hace tres días he conversado durante una hora con María Gilberta y no me dijo nada!", y se devana los sesos para saber qué les habrá hecho a los Guermantes.

Hay que decir que en lo concerniente a las fiestas de la princesa, el asombro era a veces tan grande entre los invitados como entre los que no lo habían sido. Porque estallaban las invitaciones en el momento más inesperado y convocaban a personas que la señora de Guermantes había olvidado durante años. Y casi toda la gente de sociedad es tan insignificante que cada uno de sus semejantes no tiene para juzgarlos otra medida que su amabilidad; si invitados, los quiere; si excluidos, los detesta. En cuanto a estos últimos, si a menudo, en efecto, la princesa no los invitaba aun siendo amigos, era porque temía descontentar a Palamedes, que los había excomulgado. Por donde podía estar yo seguro de que no había hablado de mí al señor de Charlus, sin lo cual no estaría ahí. Se había acodado ahora frente al jardín, al lado del embajador de Alemania, en la rampa de la escalera grande que conducía a la casa, de manera que los invitados, a pesar de las tres o cuatro admiradoras que se agruparan alrededor del barón ocultándolo casi, se veían obligados a saludarlo. Él contestaba llamando a la gente por su nombre. Y se oía sucesivamente: "Buenas noches, señor de Hazay. Buenas noches, señora de la Tour du PinVerclause.