Buenas noches, señora de la Tour du Pin-Gouvernet. Buenas noches, Filiberto. Buenas noches mí querida embajadora, etc.", lo que constituía un gañido continuo, interrumpido por recomendaciones benévolas o preguntas (cuyas respuestas no oía) y que el señor de Charlus dirigía con un tono suavizado, ficticio y benigno para demostrar indiferencia: "Tenga cuidado que la pequeña no tome frío, pues los jardines siempre son algo húmedos. Buenas noches, señora de Brantes. Buenas noches, señora de Macklemburgo. ¿Ha venido la joven? ¿Se puso su encantador vestido rosa? Buenas noches, Saint-Géran". Es verdad que en esa actitud había orgullo; el señor de Charlus sabía que era un Guermantes y que ocupaba un sitio preponderante en esa fiesta. Pero había algo más que orgullo, y esa misma palabra fiesta evocaba para el hombre con dones estéticos el sentido lujoso y curioso que puede tener si esta fiesta se ofrece, no en casa de gente de mundo, sino en un cuadro de Carpaccio o del Veronés. Es más probable todavía que un príncipe alemán como el señor de Charlus debía representarse mejor la fiesta que se desarrolla en Tannhauser y a él mismo como el margrave, teniendo a la entrada de la Warburg una buena palabra condescendiente para cada invitado, mientras que su desagotamiento en el castillo o el parque es saludado por la larga frase cien veces confesada de la famosa "Marcha".

Debía decidirme, sin embargo. Reconocía, es verdad, bajo los árboles, mujeres con las que estaba más o menos relacionado; pero parecían transformadas porque estaban en casa de la princesa y no en casa de su prima, y no las veía sentadas ante un plato de porcelana de Sajonia, sino bajo las ramas de un castaño. A nada contribuía la elegancia del medio.

Aunque hubiese sido infinitamente menor que en casa de "Oriana", en mí existía la misma turbación. Todo parece transformado si la electricidad llega a apagarse en nuestro salón y debe uno reemplazarla con candiles de aceite. La señora de Souvré me arrancó a mi incertidumbre. "Buenas noches dijo acercándoseme: ¿Hace mucho que no vio a la duquesa de Guermantes?" Era muy diestra en dar a ese género de frases una entonación que probaba que no las decía por pura tontería, como la gente que por no saber de qué hablar lo aborda a uno mil veces citando una relación común, y a menudo muy vaga.

Tuvo, al contrario, un fino hilo conductor en la mirada, que significaba: "No crea que no lo reconocí. Usted es el joven a quien vi en casa de la duquesa de Guermantes. Lo recuerdo muy bien". Desgraciadamente, la protección que tendía sobre mí esa frase de apariencia estúpida y de intención delicada era extremadamente frágil y se desvaneció en cuanto quise usarla. La señora de Souvré tenía el arte, si se trataba de apoyar una solicitud junto a algún poderoso, de aparentar, a la vez, recomendarlo, a los ojos del solicitante y no recomendarlo a los ojos del personaje, de modo que ese gesto de doble sentido le abría un crédito de gratitud hacia este último sin crearle ningún débito con el otro. Alentado por las buenas disposiciones de esa señora para pedirle que me presentara al señor de Guermantes, aprovechó un momento en que las miradas del dueño de casa no se dirigían hacia nosotros, me tomó maternalmente por los hombros y sonriendo hacia el rostro del príncipe que no podía verla, me empujó hacia él con un movimiento pretendidamente protector y voluntariamente ineficaz que casi me detiene en mi punto de partida. Así es la cobardía de la gente de mundo.

La de una señora que vino a saludarme llamándome por mi nombre, fue mayor aún. Yo trataba de ubicar el suyo mientras le hablaba; recordaba perfectamente haber cenado con ella y hasta recordaba las palabras que me dijera. Pero mi atención tensa hacia la región interior de esos recuerdos suyos, no podía descubrir su nombre. Ahí estaba, sin embargo.

Mi pensamiento inició con él algo así como una especie de juego para atrapar sus contornos, la letra con que empezaba e iluminarlo por fin completamente. Era trabajo perdido; advertía más o menos su masa, su peso, pero en cuanto a sus formas, las confrontaba con el tenebroso cautivo acurrucado en la noche interior y me decía: No es eso. En verdad mi espíritu podía crear los nombres más difíciles. Por desgracia, no tenía que crear, sino reproducir. Toda acción del espíritu es fácil si no está sometida a lo real.

Ahí estaba obligado a someterme. Por fin, apareció el nombre de golpe: "Señora de Arpajon". Hago mal al decir que vino, porque no se me apareció, creo, en una propulsión propia. No pienso tampoco que los livianos y numerosos recuerdos que se referían a esa señora y a los que no dejaba de pedir que me ayudaran (con exhortaciones como ésta:

"Veamos, es esa señora amiga de la señora de Souvré, que siente por Víctor Hugo una tan cándida admiración, mezclada con tanto espanto y horror"), no creo que todos esos recuerdos revoloteando entre mi nombre y yo sirvieran para sacarlo a flote.