Hasta entonces me había encontrado frente al señor de Charlus de igual modo que un hombre distraído que en presencia de una mujer encinta, en cuyo talle grávido no ha reparado, se obstina, mientras ella le repite sonriendo: "Si, estoy un poco cansada en este momento", en preguntarle indiscretamente: "-Pero ¿qué es lo que tiene usted?" Pero como alguien le diga: "Está embarazada", de pronto se fija en el vientre y ya no ve nada más que éste. La razón es la que nos abre los ojos; un error disipado nos da un sentido más.
Las personas que no gustan de referirse como a ejemplos de esta ley a los señores de Charlus conocidos suyos, de quienes durante mucho tiempo no habían sospechado hasta el día en que sobre la lisa superficie del individuo semejante a los demás han llegado a aparecer, trazados con una tinta hasta ese instante invisible, los caracteres que componen la palabra cara a los antiguos griegos, no tienen, para persuadirse de que el mundo que los rodea se les aparece primeramente desnudo, despojado de mil ornamentos que ofrece a otros más instruidos, más que recordar cuántas veces, en la vida, les ha ocurrido estar a punto de cometer un error. Nada, en el semblante privado de caracteres de tal o cual hombre, podía hacerles suponer que fuese precisamente el hermano, o el novio, o el amante de una mujer de quien iban a decir: "¡Qué camello!" Pero entonces, por suerte, una palabra que les susurra un vecino detiene en sus labios el término fatal.
Inmediatamente aparecen, como un Mane, Thecel, Phares, estas palabras: es el novio, o es el hermano, o es el amante de la mujer a quien no conviene llamar delante de él "camello". Y esta sola noción nueva arrastrará consigo todo un nuevo agrupamiento, la retirada o el avance de la fracción de las nociones, en adelante completadas, que poseía uno acerca del resto de la familia. En vano era que se acoplase en el señor de Charlus otro ser que lo diferenciaba de los demás hombres, como el caballo en el centauro; en vano era que ese ser formase cuerpo con el barón; yo no lo había visto nunca. Ahora lo abstracto se había materializado; el ser, por fin comprendido, había perdido inmediatamente su poder de permanecer invisible, y la transmutación del señor de Charlus en una persona nueva era tan completa que no sólo los contrastes de su rostro, de su voz, sino retrospectivamente, los mismos altibajos de sus relaciones conmigo, todo lo que hasta entonces había parecido incoherente a mi espíritu, se hacían inteligibles, se mostraban evidentes, como una frase que no ofrece ningún sentido en tanto permanece descompuesta en letras dispuestas al azar, expresa, si los caracteres se encuentran puestos de nuevo en el orden debido, un pensamiento que ya no se podrá olvidar.
Además, ahora comprendía yo por qué un momento antes, cuando le había visto salir de casa de la señora de Villeparisis, pudo parecerme que el señor de Charlus tenía el aspecto de una mujer: ¡lo era! Pertenecía a la raza de esos seres menos contradictorios de lo que parecen, cuyo ideal es viril, justamente porque su temperamento es femenino, y que en la vida son semejantes, en apariencia solamente, a los demás hombres; allí donde cada cual lleva, inscrita en esos ojos a través de los que ve todas las cosas del universo, una silueta tallada en la faceta de la pupila; para ellos no es la de una ninfa, sino la de un efebo. Raza sobre la que pesa una maldición y que tiene que vivir en mentira y perjurio, ya que sabe que se tiene por punible y bochornoso, por inconfesable, su deseo, lo que constituye para cada criatura la máxima dulzura del vivir; que tiene que renegar de su Dios, puesto que, aun siendo cristianos, cuando comparecen ante el tribunal como acusados, delante de Cristo y en su nombre han de defenderse como de una calumnia de lo que es su vida misma; rojos sin madre, a la que se ven obligados a mentir toda su vida e incluso a la hora de cerrarle los ojos; amigos sin amistades, a pesar de todas las que su encanto frecuentemente reconocido inspira y de las que su corazón, a menudo bondadoso, sentiría; pero ¿puede llamarse amistades a esas relaciones que no vegetan sino a favor de una mentira y de las que les haría ser rechazados con asco el primer impulso de confianza y de sinceridad que se sintiesen tentados a tener, a menos que tropiecen con un espíritu imparcial, simpatizante inclusive, pero que entonces, ofuscado respecto de ellos por una psicología de convención, hará proceder del vicio confesado el mismo afecto que es más ajeno a él, así como ciertos jueces suponen y disculpan más fácilmente el asesinato en los invertidos y la traición en los judíos por razones sacadas del pecado original y de la fatalidad de la raza. En fin al menos conforme a la primera teoría que a cuenta de ellos esbozaba yo entonces, teoría que veremos modificarse más adelante y en la que esto les irritara más que nada si esa contradicción no hubiera sido hurtada a sus ojos por la misma ilusión que les hacía ver y vivir, amantes para quienes está cerrada casi la posibilidad de ese amor, cuya esperanza les da fuerzas para soportar tantos riesgos y soledades, puesto que están precisamente prendados de un hombre que no tendría nada de mujer, de un hombre que no sería invertido y que, por consiguiente, no puede amarles; de suerte que su deseo sería eternamente insaciable si el dinero no les entregase verdaderos hombres y si la imaginación no acabase por hacerles tomar por hombres de veras a los invertidos a quienes se han prostituído. Sin honra, como no sea en precario, sin libertad no siendo provisional, hasta el descubrimiento del crimen; sin una posición que no sea inestable, como el poeta agasajado la víspera en todos los salones, aplaudido en todos los teatros de Londres, expulsado a la mañana siguiente de todos los hoteleros sin poder encontrar una almohada en donde descansar la cabeza, dando vueltas a la piedra de molino como.
Sansón y diciendo como él: "Los dos sexos morirán cada uno por su lado"; excluidos, inclusive, salvo en los días de gran infortunio, en que la mayoría se apiña en torno a la víctima, como los judíos en torno a Dreyfus, de la simpatía a veces de la sociedad de sus semejantes, a quienes dan la repugnancia de ver lo que son, pintado en un espejo que, al no adularles ya, acusa todas las lacras que no habían querido observar en sí mismos y les hace comprender que lo que llamaban su amor (y a lo que, jugando con el vocablo, hablan anexionado, por sentido social, cuanto la poesía, la pintura, la música, la caballería, el ascetismo, han podido añadir al amor) dimana, no de un ideal de belleza que hayan elegido ellos, sino de una enfermedad incurable; como los judíos, también (salvo algunos que no quieren tratar sino a los de su misma casta, tienen siempre en los labios las palabras rituales y las bromas consagradas), huyendo unos de otros, buscando a los que son más opuestos a ellos, que no quieren nada con ellos, perdonando sus Sofiones, embriagándose con sus complacencias, pero unidos asimismo a sus semejantes por el ostracismo que les hiere, por el oprobio en que han caído, habiendo acabado por adquirir, por obra de una persecución semejante a la de Israel, los caracteres físicos y morales de una raza, a veces hermosos, espantosos a menudo, encontrando (a pesar de las burlas con que el que, más mezclado, mejor asimilado a la raza adversa es relativamente, en apariencia, el menos invertido, abruma al que ha seguido siéndolo más) un descanso en el trato de sus semejantes, y hasta un apoyo en su existencia, hasta el punto de que, aun negando que sean una raza (cuyo nombre es la mayor injuria), los que consiguen ocultar que pertenecen a ella los desenmascararán gustosos, no tanto por hacerles daño, cosa que no detestan, como por excusarse, y yendo a buscar, cono un médico busca la apendicitis la inversión hasta en la Historia, hallando un placer en recordar que Sócrates era uno de ellos, como dicen de Jesús los israelitas, sin pensar que no había anormales cuando la homosexualidad era la norma, ni anticristianos antes de Cristo, que sólo el oprobio hace el crimen, puesto que no ha dejado subsistir sino a aquellos que eran refractarios a toda predicación, a todo ejemplo, a todo castigo, en virtud de una disposición innata hasta tal punto especifica que repugna a los otros hombres más (aun cuando pueda ir acompañada de altas cualidades morales) que ciertos vicios que se contradicen, como el robo, la crueldad, la mala fe, mejor comprendidos y por ende más disculpados por el común de los hombres, formando una francmasonería mucho más extensa, más eficaz y menos sospechada que la de las logias, ya que descansa en una identidad de gustos, de necesidades, de hábitos, de peligros, de aprendizaje, de saber, de tráfico, de glosario, y en la que los mismos miembros, que no desean conocerse, se reconocen inmediatamente por signos naturales o de convención, involuntarios o deliberados, que indican al mendigo uno de sus semejantes en el gran señor a quien cierra la portezuela del coche, al padre en el novio de su hija, al que había querido curarse, confesarse, al que tenía que defenderse, en el médico, en el sacerdote, en el abogado que ha requerido; todos ellos obligados a proteger su secreto, pero teniendo su parte en un secreto de los demás que el resto de la Humanidad no sospecha y que hace que las novelas de aventuras más inverosímiles les parezcan verdaderas ya que en esa vida novelesca, anacrónica, el embajador es amigo del presidiario, el príncipe, con cierta libertad de modales que da la educación aristocrática y que un pequeño burgués tembloroso no tendría al salir de casa de la duquesa, se va a tratar con el apache; parte condenada de la colectividad humana, pero parte importante, de que se sospecha allí donde no está, manifiesta, insolente, impune, donde no se la adivina; que cuenta con adeptos en todas partes, entre el pueblo, en el ejército, en el templo, en el presidio, en el trono; que vive, en fin, a lo menos un gran número de ella, en intimidad acariciadora y peligrosa con los hombres de la otra raza, provocándolos, jugando con ellos a hablar de su vicio como si no fuera suyo, juego que hace fácil la ceguera o la falsedad de los otros, juego que puede prolongarse durante años hasta el día del escándalo en que esos domadores son devorados; obligados hasta entonces a ocultar su vida, a apartar sus miradas de donde quisieran detenerse, a clavarlas en aquellos de que quisieran desviarse, a cambiar el género de muchos adjetivos en su vocabulario, traba social ligera en comparación de la traba interior que su vicio, o lo que se llama impropiamente así, les impone no ya respecto de los demás, sino de sí mismos, y de suerte que a ellos mismos no les parezca un vicio. Pero algunos, más prácticos, más apresurados, que no tienen tiempo de regatear y de renunciar ala simplificación de la vida y a ése ganar tiempo que puede resultar de la cooperación, se han formado dos sociedades, la segunda de las cuales se compone exclusivamente de seres análogos a ellos.
Esto choca en aquellos que son pobres y que han venido de provincias, faltos de relaciones, sin nada más que la ambición de ser algún día médicos o abogados célebres, dotados de un espíritu vacío aún de opiniones, de un cuerpo desasistido de modales y que cuentan adornar rápidamente, como pudieran comprar unos muebles para su cuartito del barrio Latino, con arreglo a lo que observasen y calcasen de aquellos que han "llegado"
"ya en la profesión útil y seria, en que desean encajar y llegar a ser ilustres; en éstos, su gusto especial, heredado a pesar suyo como la disposición para el dibujo, para la música, para la ceguera, es quitar la única originalidad viva, despótica, y que algunas noches les obliga a dejar de ir a tal o cual reunión provechosa para su carrera, con gentes cuyas maneras de hablar, de pensar, de vestirse, de peinarse, adoptan, por lo demás. En su barrio, en que no se tratan, fuera de esto, más que con condiscípulos, maestros o algún compatriota que ha llegado ya y que les protege, han descubierto pronto otros jóvenes a quienes el mismo gusto peculiar se los aproxima, del mismo modo que en una ciudad pequeña intiman el profesor de segunda enseñanza y el escribano uno y otro amantes de la música de cámara, de los marfiles de la Edad Media; como aplican al objeto de su distracción el mismo instinto utilitario, el mismo espíritu profesional que es guía de su carrera, vuelven a encontrarlo en sesiones en las que no se admite ningún profano, igual que los que congregan a los aficionados a tabaqueras antiguas, a estampas japonesas, a flores raras, y en las que, por el placer de instruirse, por la utilidad del intercambio y el temor a las competencias, reinan a la vez, como en una bolsa de sellos, el estrecho acuerdo de los especialistas y las feroces rivalidades de los coleccionistas. Por lo demás, nadie, en el café en que tienen su mesa, sabe qué reunión es esa, si la de una sociedad de pesca, la de unos secretarios de redacción o la de los hijos del Indre, tan correcta es su compostura, tan reservado y frío su aspecto, y hasta tal punto no se atreven a mirar como no sea a hurtadillas a los jóvenes a la moda, a los jóvenes "gomosos" que, algunos metros más lejos, alardean de sus queridas, y entre los cuales los que les admiran sin atreverse a alzar los ojos no sabrán hasta veinte años después, cuando unos estén en vísperas de entrar en alguna Academia y otros sean maduros hombres de círculo, que el más seductor, ahora un Charlus obeso y canoso, era en realidad semejante a ellos, sino que en otra parte, en otro mundo, bajo otros símbolos externos, con signos extraños, cuya diferencia les ha inducido a error. Pero los grupos son más o menos avanzados; y así como "la Unión de las izquierdas" difiere de la "Federación socialista", y de la Schola Cantorum, tal Sociedad de música mendelssohniana, así, algunas noches, en otra mesa, hay extremistas que dejan asomar una pulsera por debajo de sus puños postizos, a veces un collar por la abertura del cuello, obligan con sus miradas insistentes, con sus cloqueos, sus risas, sus caricias entre sí, a una pandilla de colegiales a huir más que aprisa, y son servidos, con una urbanidad bajo la cual se incuba la indignación, por un camarero que, como las noches en que sirve a dreyfusistas, hallaría placer en requerir la policía si no le conviniera guardar las propinas.
A estas organizaciones profesionales opone el espíritu el gusto de los solitarios, y sin demasiados artificios por una parte, ya que con ello no hace sino imitar a los mismos solitarios que creen que nada se diferencia más del vicio organizado que lo que a ellos les parece un amor incomprendido, con cierto artificio, sin embargo, ya que estas diferentes clases responden, tanto como a tipos psicológicos diversos, a momentos sucesivos de una evolución patológica o solamente social. Y es muy raro, en efecto, que, un día u otro, no sea con tales organizaciones con quienes lleguen a fusionarse los solitarios, a veces por simple cansancio, por comodidad (como acaban los que han sido más refractarios a ello por hacer poner en su casa el teléfono, por recibir a los Iena o por comprar en lo de Potro). Por lo demás, generalmente son bastante mal recibidos en ellas, ya que, en su vida relativamente pura, la falta de experiencia, la saturación por el ensueño a que se ven reducidos, han señalado más vigorosamente en ellos esos peculiares caracteres de afeminamiento que los profesionales han tratado de borrar. Y hay que confesar que en algunos de estos recién llegados, la mujer se halla no sólo interiormente unida al hombre, sino horriblemente visible, agitados como lo están en un espasmo de histérico, por una risa aguda que convulsiona sus rodillas y sus manos, sin que se parezcan al común de los hombres más que esos monos de mirada melancólica y ojerosa, de pies prensiles, que visten smoking y gastan corbata negra; de suerte que quienes son, con todo, menos castos estiman comprometedor el trato de estos nuevos reclutas, y su admisión difícil; se les admite, sin embargo, y entonces se benefician de esas facilidades merced a las que el comercio, las grandes empresas, han transformado la vida de los individuos, les han hecho accesibles artículos hasta entonces demasiado dispendiosos para ser adquiridos, y hasta difíciles de encontrar, y que ahora les sumergen con la plétora de lo que sólo ellos no habían podido llegar a descubrir en las más grandes multitudes. Pero, aun con estos innumerables exutorios, la traba social es demasiado pesada todavía para algunos que se reclutan sobre todo entre aquellos en quienes no ha ejercido su acción la traba mental y que tienen por más raro afro de lo que es su género de amor. Dejemos de momento a un lado a aquellos que, como el carácter excepcional de su inclinación les hace creerse superiores a ellas, desprecian a las mujeres, hacen de la homosexualidad privilegio de los grandes genios y de las épocas gloriosas y, cuando tratan de hacer compartir su gusto, es menos a aquellos que les parece están predispuestos, como hace el morfinómano con la morfina, que a los que les parecen dignos de ello, como otros predican el sionismo, el negarse al servicio militar, el sansimonismo, el vegetarianismo y la anarquía. Algunos, si se les sorprende de mañana cuando aún están acostados, presentan una admirable cabeza de mujer: a tal punto es general la expresión y simboliza todo el sexo; hasta los cabellos lo afirman: es tan femenina su curva, sueltos, caen tan naturalmente trenzados sobre la mejilla, que se maravilla uno de que la joven, la muchacha, Galatea que se despierta apenas en lo inconsciente de ese cuerpo de hombre en que está encerrada, haya sabido tan ingeniosamente, por si sola, sin haberlo aprendido de nadie, aprovechar las menores salidas de su cárcel y encontrar lo que era necesario a su vida. Claro es que el joven que tiene esa cabeza deliciosa no dice: "Soy una mujer". Incluso si por tantas razones posibles vive con una mujer, puede negarle que él lo sea, jurarle que jamás ha tenido relaciones con hombres. Que lo contemple ella tal como acabamos de mostrarlo, tendido en un lecho, en pijama, con los brazos desnudos, desnudo el cuello bajo los cabellos negros. El pijama se ha convertido en una camisa de mujer, la cabeza es la de una linda española. La querida se espanta de estas confidencias hechas a sus miradas, más veraces de lo que pudieran serlo las palabras, más que los actos, inclusive, y que los mismos actos, si es que ya no lo han hecho, no podrán dejar de confirmar, puesto que todo ser persigue su placer y, si ese ser no es demasiado vicioso, lo busca en un sexo opuesto al suyo. Y para el invertido el vicio comienza no cuando traba relaciones (porque hay razones sobradas que pueden imponerlas), sino cuando busca su placer en las mujeres. El joven a quien acabamos de esbozar era tan evidentemente una mujer, que las mujeres que le miraban con deseo estaban abocadas (a menos que tuviesen un gusto particular) a la misma desilusión de las que, en las comedias de Shakespeare, son defraudadas por una muchacha disfrazada que se hace pasar por un adolescente. El engaño es igual, el mismo invertido lo sabe, adivina la desilusión que, arrojado el disfraz, ha de experimentar la mujer, y siente hasta qué punto es una fuente de poesía fantástica ese error a cuenta del sexo. Por lo demás, de nada sirve que ni siquiera a su exigente querida confiese (si ésta no es una gomorrita): "Soy una mujer"; a pesar de todo, con qué astucias, con qué agilidad, con qué obstinación de planta trepadora busca, en él, la mujer inconsciente y visible el órgano masculino. No hay más que mirar esa cabellera rizada sobre la blanca almohada para comprender que, a la noche, si este joven se escurre de entre los dedos de sus padres, a pesar de ellos, a pesar suyo, no será para ir en busca de mujeres. Ya puede su querida castigarle y encerrarle; a la mañana siguiente, el hombre mujer habrá encontrado el medio de atraer a sí a algún hombre, así como la campánula lanza sus zarcillos allí donde haya un rastrillo o una azada.
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