¿Por qué, al admirar en el rostro de este hombre delicadezas que nos atraen, una gracia, una naturalidad en la amabilidad tales como no las poseen los hombres, ha de desolarnos el saber que ese joven corre detrás de los boxeadores? Son aspectos diferentes de una misma realidad. E incluso el que nos repugna es el más atrayente, más atrayente que todas las delicadezas, ya que representa un admirable esfuerzo inconsciente de la naturaleza: el reconocimiento del sexo por sí mismo, a despecho de las tretas del sexo, aparece, la tentativa inconfesada de evadirse hacia lo que un error inicial de la sociedad ha puesto lejos de él. Unos, los que han tenido la infancia más tímida sin duda, se preocupan apenas de la calidad material de placer que reciben con tal que puedan referirlo a un rostro masculino. Mientras que otros, dotados de sentidos más violentos indudablemente, asignan a su placer material imperiosas localizaciones. Estos ofenderían acaso con sus confesiones al tipo medio de la gente.

Viven menos exclusivamente, quizá, bajo el satélite de Saturno, ya que para ellos las mujeres no están totalmente excluidas como para los primeros, respecto de los cuales no existirían aquéllas sin la conversación, la coquetería, los amores cerebrales. Pero los segundos buscan a aquellas que gustan de las mujeres, pueden procurarles algún joven, aumentarles el placer que sienten en encontrarse con él; más aún, pueden, de la misma manera, hallar en ellas el mismo placer que con un hombre. De ahí que solamente excite los celos de los que aman a los primeros el placer que pudieran hallar con un hombre y que es el único que les parece una traición, ya que no participan del amor de las mujeres, no lo han practicado sino como costumbre y por reservarse la posibilidad del matrimonio, representándose tan escasamente el goce que éste puede proporcionar, que no pueden sufrir que lo saboree aquel a quien aman, mientras que los segundos inspiran a menudo celos por sus amores con mujeres. Porque en las relaciones que con ellas sostienen representan para la mujer que gusta de las mujeres el papel de otra mujer, y la mujer les ofrece al mismo tiempo aproximadamente lo que encuentran ellos en el hombre, tanto que el amigo celoso sufre al sentir a aquel a quien quiere subyugado por la que es casi un hombre para él, al mismo tiempo que siente casi que se le escapa, ya que, para esas mujeres, es algo que él no conoce, una especie de mujer. No hablemos tampoco de esos jóvenes alocados que por una suerte de puerilidad, por hacer rabiar a sus amigos y molestar a sus padres, ponen algo así como un encarnizamiento en escoger trajes que parecen vestidos de mujer, en pintarse los labios y sombrearse los ojos; dejémoslos a un lado, porque son los mismos que volveremos a encontrar cuando hayan sufrido demasiado cruelmente el castigo de su afectación, pasándose toda una vida tratando vanamente de reparar con un empaque severo y protestante, el daño que se infirieron cuando les arrastraba el mismo demonio que impulsa a algunas jóvenes del barrio de Saint-Germain a vivir de una manera escandalosa, a romper con todos los usos, a poner en ridículo a su familia, hasta el día en que se dedican con perseverancia y sin éxito a subir de nuevo la cuesta que les había parecido tan divertido bajar que les había parecido tan divertido, o más bien que no habían podido menos de bajar-. Dejemos, en fin, para más tarde a los que han hecho pacto con Gomorra. Hablaremos de ellos cuando el señor de Charlus los conozca. Dejemos a todos aquellos, de una variedad o de otra, que aparecerán a su vez, y, para acabar este primer esbozo, digamos sólo dos palabras de aquellos de quienes habíamos empezado a hablar hace un momento: de los solitarios.

Como consideran su vicio más excepcional de lo que es, se han ido a vivir solos desde el día que lo han descubierto, después de haberlo llevado consigo mucho tiempo sin conocerlo, mucho más tiempo únicamente que otros. Porque nadie sabe al principio que es invertido, o poeta, o snob, o malvado. Tal colegial que aprendía versos de amor o miraba estampas obscenas, si se apretaba entonces contra un compañero, se imaginaba solamente comulgar con él en un mismo deseo de la mujer. ¿Cómo habla de creer que no fuese semejante a los demás, cuando reconoce la sustancia de lo mismo que siente al leer a madame de Lafayette, a Racine, a Baudelaire, a Walter Scott, cuando es demasiado poco capaz aún de observarse a sí mismo para darse cuenta de lo que añade de su cosecha, y de que, sí el sentimiento es idéntico, el objeto difiere, que a quien él desea es a Rob Roy y no a Diana Vernon? Para muchos, por una prudencia defensiva del instinto que precede a la vista más clara de la inteligencia, el espejo y las paredes de la habitación desaparecen bajo cromos que representan actrices; hacen versos como: "Sólo a Cloe amo en el mundo; es divina, es rubia, y de amor mi corazón se inunda". ¿Hay que situar por ello en el comienzo de esas vidas un gusto que no habría de volver a encontrarse en ellas más tarde, como esos bucles rubios de los niños que han de llegar luego a ser los más morenos? ¿Quién sabe si las fotografías de mujeres no son un comienzo de hipocresía, un comienzo también de horror hacia los demás invertidos? Pero los solitarios son precisamente aquellos para quienes la hipocresía es dolorosa. Quizá el ejemplo de los judíos, de una colonia diferente, no sea aún bastante vigoroso para explicar cuán escaso dominio tiene sobre ellos la educación, y con qué arte acaban por volver (acaso, no, a algo tan sencillamente atroz como el suicidio a que los locos, cualesquiera que sean las precauciones que se adopten, vuelven y, salvados del río a que se han arrojado, se envenenan, se procuran un revólver, etc.), sino a una vida cuyos placeres necesarios no sólo no comprenden, no imaginan, aborrecen los hombres de la otra casta, sino que su frecuente peligro, su vergüenza permanente le darían inclusive horror. Acaso, para pintarlos, haya que pensar, si no en los animales incapaces de ser reducidos a domesticidad, en los cachorros de león a los que se supone domesticados, pero que siguen siendo leones, o por lo menos en los negros a quienes la existencia confortable de los blancos desespera y que prefieren los riesgos de la vida salvaje, y sus incomprensibles alegrías. Cuando ha llegado el día en que se han descubierto incapaces a la vez para mentir a los demás y mentirse a sí mismos, se marchan a vivir al campo, huyendo de sus semejantes (que creen poco numerosos) por horror a la monstruosidad o por miedo a la tentación, y por vergüenza del resto de la Humanidad. Sin que hayan llegado nunca a verdadera madurez, sumidos en melancolía, de cuando en cuando, un domingo sin luna, se van a dar un paseo por un camino hasta una encrucijada, donde, sin que se hayan dicho una palabra, ha acudido a esperarles uno de sus amigos de la infancia que habita un castillo vecino. Y vuelven a empezar los juegos de antaño, entre la hierba, en medio de la noche, sin cambiar palabra. Durante la semana se ven el uno en casa del otro, charlan de cualquier cosa, sin una alusión a lo que ha ocurrido, exactamente como si nada hubiesen hecho ni debieran volver a hacer nada, salvo, en sus relaciones, un poco de frialdad, de ironía, de irritabilidad y de rencor, a veces de odio. Después el vecino emprende un rudo viaje a caballo, y, a lomo de mula, escala picos, duerme entre la nieve; su amigo, que identifica su propio vicio con una flaqueza de temperamento, con la vida casera y tímida, comprende que el vicio ya no podrá vivir en su amigo emancipado, a tantos miles de metros sobre el nivel del mar. Y en efecto, el otro se casa. El abandonado, sin embargo, no se cura (a pesar de los casos en que se verá que la inversión es curable). Exige ser él mismo quien reciba por las mañanas en su cocina la nata fresca de manos del lechero y, las noches en que los deseos le agitan excesivamente, se extravía hasta enseñar el camino a un borracho, hasta arreglarle la blusa al ciego. La vida de algunos invertidos parece cambiar, sin duda, a veces su vicio (como suele decirse) deja de aparecer en sus costumbres; pero nada se pierde: una joya escondida vuelve a encontrarse; cuando la cantidad de orina de un enfermo disminuye es porque transpira más, pero de todas maneras es necesario que la excreción se produzca. Un día este homosexual pierde a un primo joven, y, por su inconsolable dolor, Comprendemos que era a ese amor, casto acaso y que aspiraba a conservar la estima más que a conseguir la posesión, al que habían pasado los deseos por transferencia, del mismo modo que en un presupuesto, sin que cambie nada del total, se transfieren determinados gastos a otro ejercicio. Como ocurre con esos enfermos en quienes una crisis de urticaria hace desaparecer por algún tiempo sus indisposiciones habituales, el amor puro respecto de un pariente joven parece, en el invertido, haber sustituido momentáneamente, por metástasis, a unas costumbres que un día u otro volverán a ocupar el puesto del mal vicariante y curado.

Mientras tanto, ha vuelto el vecino casado del solitario; ante la hermosura de la joven esposa y la ternura de que su marido da muestras para con ella, el día en que el amigo se ve obligado a invitarles a cenar siente vergüenza de lo pasado. Ella, que se encuentra ya en estado interesante, tiene que volver a casa temprano, dejando a su marido; éste, cuando llega la hora de retirarse, pide que le acompañe un trecho a su amigo, que en el primer momento no abriga ninguna sospecha, pero que en la encrucijada se ve tumbado sobre la hierba, sin que medie la menor palabra, por el alpinista que pronto va a ser padre.

Y vuelven a empezar los encuentros hasta el día en que viene a instalarse, no lejos del lugar, un primo de la joven, con el que ahora se pasea siempre el marido.