Y éste, si el abandonado viene por las noches y trata de acercarse a él, furibundo, le rechaza indignado de que el otro no haya tenido el tacto de presentir la repulsión que inspira desde ahora. Una vez, sin embargo, se presenta un desconocido enviado por el vecino infiel; pero el abandonado, excesivamente ocupado, no puede recibirle y sólo más tarde comprende con qué fin había venido el forastero.
Entonces el solitario languidece a solas. No tiene más placer que ir a la próxima estación de baños de mar a pedir algún informe a cierto empleado de ferrocarriles. Pero éste ha recibido un ascenso, lo destinan al otro extremo de Francia; el solitario ya no podrá ir a preguntarle las horas de los trenes, el precio de las primeras, y antes de volverse a casa, a soñar en su torre, como Grisélidis, se demora en la playa, como una extraña Andrómeda a quien ningún argonauta vendrá a libertar, como una medusa estéril que perecerá sobre la arena, o bien se queda perezosamente, antes de la salida del tren, en el andén, lanzando sobre la muchedumbre de los viajeros una mirada que parecerá indiferente, desdeñosa o distraída a los de otra raza, pero que, como el fulgor luminoso con que se ornan ciertos insectos para atraer a los de su misma especie, o como el néctar que ofrecen determinadas flores para atraer a los insectos que habrán de fecundarlas, no engañarían al aficionado casi inencontrable de un placer demasiado singular, demasiado difícil de situar, que se le ofrece, el cofrade con quien nuestro especialista podría hablar en la lengua insólita; a lo sumo, algún pordiosero hará como que se interesa por ésta, pero por un beneficio material solamente, como los que van al Colegio de Francia, a seguir el curso, a la sala en que el profesor de sánscrito habla sin auditorio, pero solamente, por calentarse. ¡Medusa! ¡Orquídea! Cuando yo no seguía más que mi instinto, la medusa me repugnaba en Balbec; pero si sabía mirarla, como Michelet, desde el punto de vista de la historia natural y de la estética, veía una deliciosa girándula celeste. ¿No son acaso con el terciopelo transparente de sus pétalos, como las orquídeas malva del mar? Como tantas criaturas del reino animal y del reino vegetal, como la planta que producirá la vainilla, pero que, como quiera que en ella el órgano masculino está separado por un tabique del órgano femenino, permanece estéril si los pájaros-mosca o ciertas abejas minúsculas no transportan el polen de unas a otras, o si el hombre no las fecunda artificialmente (y aquí la palabra fecundación debe tomarse en sentido moral, ya que en sentido físico la unión del macho con el macho es estéril, pero no es indiferente que un individuo pueda encontrar el único placer que es susceptible de gozar, y "que aquí abajo todo ser" pueda dar a alguno "su música, su llama o su perfume"), el señor de Charlus era uno de esos hombres que pueden ser calificados de excepcionales, porque, por numerosas que sean, la satisfacción, tan fácil en otros, de sus necesidades sexuales, depende de la coincidencia de muchas condiciones demasiado difíciles de hallar. Para hombres como el señor de Charlus, y bajo la reserva de los arreglos que irán apareciendo poco a poco y que ya han podido presentirse, exigidos por la necesidad de placer, que se resigna a consentimientos a medias, el amor mutuo, aparte de las dificultades tan grandes, a veces insalvables con que tropieza en el común de los seres, les añade otras tan especiales, que lo que es siempre rarísimo para todo el mundo pasa a ser con respecto a ellos punto menos que imposible, y si se produce para ellos un encuentro realmente feliz, o que la naturaleza les hace aparecer como tal, su felicidad, mucho más aun que la del enamorado normal, tiene algo extraordinario, seleccionado, profundamente necesario. El odio de Capuletos y Montescos no era nada al lado de los impedimentos de todo género que han sido vencidos, de las eliminaciones especiales que la naturaleza ha tenido que hacer sufrir a los azares, ya poco comunes, que traen el amor, antes de que un ex chalequero, que contaba salir juiciosamente para su oficina, titubee, deslumbrado, ante un quincuagenario que está empezando a engordar; el Romeo y esta Julieta pueden creer con perfecto derecho que su amor no es el capricho de un instante, sino una verdadera predestinación preparada por las armonías de su temperamento, no sólo por su temperamento propio, sino por el de sus ascendientes, por su más remoto abolengo, hasta el punto de que el ser que se acopla a ellos les pertenece desde antes de nacer y los ha atraído con una fuerza comparable a la que dirige los mundos en que hemos pasado nuestras vidas anteriores. El señor de Charlus me había distraído de mirar si el abejorro traía a la orquídea el polen que ésta esperaba desde hacía tanto tiempo, que no tenía probabilidades de recibir como no fuese gracias a una casualidad tan improbable, que podía calificársela de algo así como un milagro. Pero también era un milagro aquel a que acababa de asistir yo, casi del mismo genio y no menos maravilloso. Desde el momento en que hube considerado el encuentro desde este punto de vista, todo en él me pareció teñido de belleza. Las tretas más extraordinarias que ha inventado la naturaleza para obligar a los insectos a asegurar la fecundación de las flores que sin ellos no podrían serlo, ya que la flor masculina está demasiado lejos de la flor femenina, o que, si el viento es el que debe asegurar el transporte del polen, hace que éste sea mucho más fácil de desprenderse de la flor masculina, mucho mas fácil de atrapar al paso por la flor femenina, suprimiendo la secreción del néctar que ya no es útil, puesto que no hay insectos que atraer, e incluso el brillo de las corolas que los atraen, y para que la flor quede reservada al polen que se requiere, que sólo en ella puede fructificar, le hace segregar un licor que la inmuniza contra los demás pólenes no me parecían más maravillosas que la existencia de la subvariedad de invertidos destinada a asegurar los placeres del amor al invertido que va envejeciendo: los hombres que son atraídos no por todos los hombres, sino por un fenómeno de correspondencia y de armonía comparable a los que regulan la fecundación de las flores heteroestiladas trimorfas, como el Lythruni salicoria únicamente por los hombres mucho mayores que ellos. Jupien acababa de ofrecerme un ejemplo de esta subvariedad, mucho menos notable, empero, que otros que todo herborizador humano, todo botánico moral, puede observar, no obstante su rareza, y que les presentará a un joven endeble que esperaba las insinuaciones de un robusto y grueso quincuagenario, permaneciendo tan indiferente a las insinuaciones de los demás jóvenes como permanecen estériles las flores hermafroditas de estilo corto de la Primula veris mientras no son fecundadas sino por otras Primula veris de estilo corto también, al paso que reciben con gozo el polen de las Primula veris de estilo largo. En lo que se refería el señor de Charlus, por lo demás, me di cuenta, más tarde, de que había para él diversos géneros de conjunciones y que, entre ellas, algunas, por su multiplicidad, su instantaneidad apenas visible, y sobre todo por la falta de contacto entre los dos actores, recordaban aun más a esas flores que son fecundadas en un jardín por el polen de una flor vecina a la que no han de tocar nunca. Había, en efecto, ciertos seres con los que le bastaba hacerles ir a su casa, tenerlos alunas horas bajo el dominio de su palabra, para que su deseo, encendido en algún encuentro, se aplacase. La conjunción se efectuaba por medio de simples palabras tan simplemente como puede producirse entre los infusorios. A veces, como sin duda le había ocurrido conmigo la noche en que había sido llamado por él después de la comida con los Guermantes, la saciedad tenía lugar gracias a una violenta reprimenda que el barón lanzaba a la cara al visitante, como ciertas flores, gracias a un resorte, rocían a distancia al insecto inconscientemente cómplice y desprevenido. El señor de Charlus, convertido de dominado en dominador, se sentía purgado de su inquietud y, calmado, despedía al visitante, que inmediatamente había dejado de parecerle deseable. Por último, como la inversión misma proviene de que el invertido se acerca demasiado a la mujer para poder tener con ella relaciones útiles, enlaza, por lo mismo, con una ley más alta que hace que tantas flores hermafroditas permanezcan infecundas; es decir, con la esterilidad de la autofecundación. Verdad es que los invertidos en busca de un macho se contentan a menudo con un invertido tan afeminado como ellos. Pero basta con que no pertenezcan al sexo femenino, del cual tienen un embrión que no pueden usar, cosa que ocurre a tantas flores hermafroditas e incluso a ciertos animales hermafroditas, como el caracol, que no pueden ser fecundados por sí mismos, pero pueden serlo por otros hermafroditas. De ahí que los invertidos, que gustan de buscar su entronque con el antiguo Oriente o con la edad de oro de Grecia, se remontarían aún más allá, a esas épocas de ensayo en que no existían ni las flores dioicas ni los animales unisexuados, a ese hermafroditismo inicial cuyo rastro pareen conservar algunos rudimentos de órganos femeninos en la anatomía de la mujer y y de órganos femeninos en la anatomía del hombre. Encontraba yo la mímica, incomprensible para mí al principio, de Jupien y del señor de Charlus tan curiosa como esos gestos tentadores dirigidos a los insectos, según Darwin, no sólo por las flores llamadas compuestas, que alzan los semiflorones de sus capítulos para ser vistas más de lejos, como cierta heteroestilada que vuelve sus estambres y los encorva para dejar paso a los insectos, o que les ofrece una ablución, y sencillamente, incluso en los perfumes de néctar en el brillo de las corolas que atraían en aquel momento insectos al patio. A partir de ese día, el señor de Charlus había de cambiar la hora de sus visitas a la señora de Villeparisis, no porque no pudiera ver a Jupien en otro lugar y más cómodamente, sino porque tanto como lo eran para mí, el sol de la tarde y las flores del arbusto estaban sin duda ligados a su recuerdo. Por lo demás, no se contentó con recomendar a los Jupien a la señora de Villeparisis, a la duquesa de Guermantes, a toda una brillante clientela que fue tanto más asidua de la joven bordadora, cuanto que las pocas damas que se habían resistido o que solamente se demoraron fueron objeto de terribles represalias por parte del barón, ya para que sirvieran de ejemplo, ya porque habían despertado su furor y se habían rebelado contra sus proyectos de dominación; hizo el empleo de Jupien cada vez más lucrativo, hasta que lo tomó definitivamente como secretario y lo estableció en las condiciones que veremos más tarde. "¡Ah! ¡Ese Jupien es un hombre feliz! decía Francisca, que tenía tendencia a exagerar las bondades de la gente según que las tuvieran para con ella o para con los demás. Por otra parte, no tenía necesidad de exagerar ni sentía, por lo demás, envidia, ya que quería sinceramente a Jupien. ¡Ah! ¡Es un hombre tan bueno el barón añadía; está tan bien, es tan devoto, tan correcto! Si yo tuviese una hija casadera y perteneciese al mundo de los ricos, se la daría al barón con los ojos cerrados" Pero Francisca decía blandamente mi madre, esa hija iba a tener muchos maridos. Recuerde usted que ya se la ha prometido a Jupien". "¡Ah, vaya! respondía Francisca, es que ése también es un hombre que haría muy dichosa a una mujer.
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