Su último saludo en el escenario



Sir Arthur Conan Doyle

La caja de cartón
Al elegir unos cuantos casos típicos que ilustren las notables facultades mentales de mi amigo Sherlock Holmes, he procurado, en la medida de lo posible, que ofrecieran el mínimo de sensacionalismo, y a la vez una amplia muestra de su talento. Sin embargo, es imposible, lamentablemente, separar por completo lo sensacional de lo criminal, y el cronista se ve en el dilema de tener que sacrificar detalles que resultan esenciales en su exposición, dando de ese modo una impresión falsa del problema, o verse obligado a utilizar materiales que la casualidad, y no su elección, le ha proporcionado.
Tras este breve prefacio pasaré a exponer mis notas acerca de lo que constituyó una cadena de acontecimientos extraños y particularmente terribles.
Era un día de agosto y hacía un calor abrasador. Baker Street parecía un horno y el relumbre de la luz del sol al incidir sobre los ladrillos amarillos de la casa del otro lado de la calle lastimaba la vista. Costaba trabajo creer que aquellos fuesen los mismos muros que se erguían tan lóbregos por entre las nieblas del invierno.
Habíamos bajado a medias las persianas y Holmes se había acurrucado encima del sofá, leyendo una y otra vez una carta que había recibido en el correo de la mañana.
En cuanto a mí, los años de servicio en la India me habían habituado a soportar el calor mejor que el frío, y que el termómetro pasara de treinta grados no me suponía dificultad alguna. El periódico de la mañana no ofrecía ninguna noticia interesante. El Parlamento había interrumpido sus sesiones. Se habían ido todos de la ciudad y yo añoraba los claros del New Forest o los guijarros de Southsea.
Mi reducida cuenta bancaria me había obligado a posponer las vacaciones, y en cuanto a mi acompañante, ni el campo ni el mar le atraían lo más mínimo. Le encantaba permanecer en el mismo centro donde pululaban cinco millones de personas, extendiendo sus filamentos y pasando por entre ellas, receptivo al más pequeño rumor o sospecha de algún delito sin esclarecer. El aprecio de la naturaleza no se encontraba entre sus muchas dotes, y sólo cambiaba de parecer cuando, en lugar de centrarse en un malhechor de la capital, trataba de localizar a algún hermano suyo de provincias.
Viendo que Holmes estaba demasiado abstraído para conversar, yo había echado a un lado el insulso periódico y, reclinándome en el sillón, me sumí en profundas meditaciones.
De pronto la voz de mi acompañante interrumpió el curso de mis pensamientos:
-Lleva usted razón, Watson. Parece una forma absurda de dirimir una disputa.
-¡De lo más absurda!-exclamé, y de pronto, comprendiendo que Holmes se había hecho eco del pensamiento más íntimo de mi alma, me incorporé del sillón y le miré perplejo.
-¿Cómo es eso, Holmes? -grité-. Supera todo cuanto pudiera haber imaginado.
Él se rió de buena gana al observar mi perplejidad.
-Recuerde usted -me dijo-que hace algún tiempo, cuando le leí el pasaje de uno de los relatos de Poe en el que un minucioso razonador sigue los pensamientos no expresados de su compañero, usted se sintió inclinado a tratar el asunto como un mero tour de force del autor. Al advertirle que yo solía hacer eso constantemente, usted se mostró incrédulo.
-¡Oh, no!
-Tal vez no llegara a expresarlo en palabras, mi querido Watson, pero lo hizo sin duda con las cejas. De modo que cuando le vi tirar el periódico al suelo y ponerse a pensar, me alegré mucho de tener la oportunidad de leerle el pensamiento, y finalmente de poder interrumpirlo, demostrando así mi compenetración con usted.
Aquello no me convenció del todo.
-En el ejemplo que usted me leyó -le dije-el razonador extrajo sus conclusiones basándose en la actuación del hombre al que observaba. Si mal no recuerdo, aquel hombre tropezó con un montón de piedras, miró hacia arriba a las estrellas, etcétera. Yo, en cambio, he estado sentado en mi sillón tranquilamente, por tanto ¿qué pistas he podido darle?
-Es usted injusto consigo mismo. Las facciones le han sido dadas al hombre para poder expresar sus emociones, y las suyas cumplen ese cometido fielmente.
-¿Quiere usted decir que leyó en mis facciones el curso de mis pensamientos?
-En sus facciones y sobre todo en sus ojos. ¿Es posible que no pueda usted recordar cómo comenzaron sus ensueños?
-No, no puedo.
-Entonces se lo diré yo. Después de tirar al suelo el periódico, acto que atrajo mi atención hacia usted, estuvo sentado durante medio minuto con expresión ausente. Luego sus ojos se clavaron en el retrato, recientemente enmarcado, del general Gordon y por la alteración de su rostro comprendí que había vuelto a sumirse en sus pensamientos. Más eso no le condujo muy lejos. Sus ojos contemplaron fugazmente el retrato sin marco de Henry Ward Beecher, que estaba encima de sus libros.
Entonces miró usted hacia arriba a la pared, y era obvio desde luego lo que eso significaba. Usted pensaba que si el retrato estuviera enmarcado cubriría exactamente ese espacio desnudo de pared, y haría juego con el retrato de Gordon que allí estaba.
-¡Me ha comprendido usted a las mil maravillas!-exclamé yo.
-Hasta ahí era poco probable que me perdiera. Pero ahora sus pensamientos volvieron a Beecher, y usted le miró con severidad como si estudiara el semblante del personaje. Entonces dejó usted de entornar los ojos, aunque sin dejar de mirar, y su rostro se quedó pensativo. Estaba usted recordando los incidentes que jalonaron la carrera de Beecher. Me daba perfecta cuenta de que usted no podía hacer eso sin pensar en la misión que emprendió durante la Guerra Civil en favor del Norte, pues recuerdo que expresó su ferviente indignación por la manera en que fue recibido por los más turbulentos compatriotas nuestros.
Lo sintió usted tanto que yo sabía que le sería imposible pensar en Beecher sin acordarse también de eso. Cuando, poco después, vi que sus ojos se apartaron del retrato, sospeché que ahora volvía usted a pensar en la Guerra Civil y, cuando observé que apretaba usted los labios, que sus ojos echaban chispas, y que apretaba los puños, tuve la seguridad de que, en efecto, estaba usted pensando en el heroísmo demostrado por ambos bandos en aquella batalla sin cuartel. Pero entonces, de nuevo su rostro se puso más triste y dio usted muestras de desaprobación. Hizo usted hincapié en la tristeza, el horror y la inútil pérdida de vidas humanas.
Acercó usted la mano sigilosamente a su vieja herida y una sonrisa tembló en sus labios, lo cual me indicó que el aspecto ridículo de este método de dirimir las cuestiones internacionales había afectado a su mente. En ese mismo instante estuve de acuerdo con usted en que aquello era absurdo y me alegró comprobar que todas mis deducciones habían sido correctas.
-¡Sin lugar a dudas! -dije yo-. Y ahora que me lo ha explicado usted, confieso seguir tan asombrado como antes.
-Fue un trabajo muy superficial, mi querido Watson, se lo aseguro.
1 comment