No me habría inmiscuido si usted no hubiese mostrado cierta incredulidad el otro día. Pero tengo ahora entre manos un pequeño problema que puede resultar más difícil de resolver que este insignificante intento mío de leer el pensamiento. ¿No ha visto usted en el periódico un breve suelto que alude al extraordinario contenido de un paquete enviado por correo a la señorita Cushing, de Cross Street, en Croydon?

-No, no vi nada.

-¡Ah! Entonces se le debe haber pasado por alto. Tíremelo. Aquí está, debajo de la columna financiera. ¿Tendría la amabilidad de leerlo en voz alta?

Recogí el periódico que me había vuelto a lanzar y leí el suelto indicado. 

Se titulaba «UN PAQUETE MACABRO».

La señorita Susan Cushing, que vive en Cross Street, Croydon, ha sido víctima de lo que debe ser considerado como una broma particularmente repugnante, a no ser que se le atribuya al incidente un significado más siniestro. Ayer, a las dos en punto de la tarde, el cartero le entregó un paquetito, envuelto en papel de estraza. Dentro había una caja de cartón, llena de sal gruesa. Al vaciarla, la señorita Cushing encontró horrorizada dos orejas humanas, recién cortadas aparentemente.

La caja había sido enviada desde Belfast la mañana anterior a través del servicio de paquetes postales. No hay ninguna indicación acerca del remitente, y el asunto resulta más misterioso todavía ya que la señorita Cushing, que es soltera y tiene cincuenta años, ha llevado una vida de lo más retirada, y tiene tan pocas amistades o corresponsales, que es un raro acontecimiento para ella el recibir algo por correo. 

Hace unos años, sin embargo, cuando residía en Penge, alquiló algunas habitaciones de su casa a tres jóvenes estudiantes de Medicina, de los cuales se vio obligada a deshacerse a causa de sus hábitos ruidosos y conducta irregular. La policía es de la opinión de que este ultraje a la señorita Cushing puede haber sido perpetrado por estos jóvenes, que le guardan rencor y esperaban asustarla enviándole estos restos mortales procedentes de las salas de disección. 



Prestaba cierta verosimilitud a esta teoría el hecho de que uno de estos estudiantes procedía de Irlanda del Norte y según tenía entendido la señorita Cushing, del propio Belfast. Mientras tanto, se está investigando el asunto diligentemente y se ha encargado el caso al señor Lestrade, uno de los más perspicaces detectives de la policía.

-Dejemos ya este asunto del Daily Chronicle -dijo Holmes cuando yo acabé de leer

-. Hablemos ahora de nuestro amigo Lestrade. 

Esta mañana recibí una nota suya que dice:

Creo que este caso encaja muy bien en su especialidad. Tenemos muchas esperanzas de aclarar el asunto, pero toparnos con la pequeña dificultad de no tener nada en que basarnos. Hemos telegrafiado, por supuesto, a la oficina de correos de Belfast, pero aquel día fueron entregados una gran cantidad de paquetes y no hubo manera de identificar a este en particular, o de acordarse del remitente. La caja, de las de media libra de tabaco negro, tampoco nos facilita nada la identificación.

La hipótesis del estudiante de medicina sigue pareciéndome la más plausible, pero si usted dispusiera de unas cuantas horas libres me alegraría mucho verlo por aquí. Estaré en casa todo el día o en la comisaría de policía.

-¿Qué le parece, Watson? ¿Puede usted sobreponerse al calor y venirse conmigo a Croydon ante la remota posibilidad de un nuevo caso para sus anales?

-Estaba impaciente por hacer algo.

-Lo tendrá entonces. Llame a nuestro botones y dígale que pida un coche. Volveré en seguida, cuando me haya quitado el batín y llenado mi petaca.

Mientras íbamos en el tren cayó un aguacero y por tanto en Croydon el calor era mucho menos sofocante que en la ciudad. 

Holmes había enviado un telegrama, de modo que Lestrade, tan enjuto, tan atildado, y tan husmeador como siempre, nos esperaba en la estación. Un paseo de cinco minutos nos condujo hasta Cross Street, donde residía la señorita Cushing.

Era una calle muy larga con casas de ladrillo de dos pisos, limpias y bien cuidadas, con sus peldaños de piedra blanqueada y en las puertas pequeños grupos de mujeres con delantal cotilleando. A medio camino Lestrade se detuvo y llamó a una de las puertas, que abrió una joven criada.

 La señorita Cushing estaba sentada en el salón, al que nos hizo pasar. Era una mujer de rostro apacible, ojos grandes y dulces, y pelo entrecano que se curvaba sobre ambas sienes. Un recargado antimacasar yacía sobre su regazo y junto a ella, encima de un taburete, había una cesta de sedas de colores.

-Esas cosas horribles están en la dependencia anexa -dijo ella cuando entró Lestrade-. Me gustaría que se las llevara.

-Eso haré, señorita Cushing. Las guardé ahí hasta que mi amigo, el señor Holmes, las hubiera visto en su presencia.

-¿Por qué en mí presencia, señor?

-Por si deseaba hacerle a usted alguna pregunta.

-¿Para qué iba a hacerme preguntas si le digo que no sé nada en absoluto acerca del asunto?

-En efecto, señora -dijo Holmes con voz tranquilizadora-. No tengo la menor duda de que ya la han molestado bastante acerca de este asunto.

-Ya lo creo, señor. Soy una mujer discreta y llevo una vida retirada. Es algo nuevo para mí el ver mi nombre en los periódicos y a la policía en mi casa. No quiero tener aquí esas cosas, señor Lestrade.

Si usted desea verlas tiene que ir a la dependencia anexa.

Era un pequeño cobertizo en el angosto jardín que se extendía por detrás de la casa. Lestrade entró en él y sacó una caja amarilla de cartón, un pedazo de papel de estraza y un cordel.