Nos apresuramos a hacer regresar a París las valiosas cajas, y ahora estoy pendiente de una orden, que no puede tardar, para enviarlas más lejos.
—Pero entonces, nosotros ¿cómo viajaremos? ¿Solos?
—Los niños y tú os marcharéis tranquilamente mañana por la mañana, con los dos coches y, naturalmente, con todos los muebles y el equipaje que podáis llevaros, porque no hay que engañarse: puede que de aquí al fin de semana París haya sido destruido, incendiado y, por si fuera poco, saqueado.
—¡Eres increíble! —exclamó Charlotte—. Lo dices con una calma...
El señor Péricand volvió hacia su mujer un rostro que iba recuperando poco a poco el tono sonrosado, pero aun así carente de brillo, como el de un cerdo recién sacrificado.
—Es que no puedo creerlo —explicó bajando la voz—. Te hablo, te escucho, decidimos abandonar nuestra casa, echarnos a la carretera, y no puedo creer que esto sea real, ¿comprendes? Ve a prepararte, Charlotte. Que esté todo listo por la mañana. Podréis llegar a casa de tu madre a la hora de la cena. Yo me reuniré con vosotros en cuanto pueda.
La señora Péricand había adoptado la misma expresión resignada y agria que utilizaba junto con su bata de enfermera cuando los niños estaban enfermos; solían arreglárselas para enfermar todos a la vez, aunque de dolencias distintas. En esas ocasiones, ella salía de las habitaciones de sus hijos sosteniendo el termómetro como si blandiese la palma del martirio, y todo en su aspecto era un grito: «¡El último día, Tú reconocerás a los tuyos, dulce Jesús mío!»
—¿Y Philippe? —se limitó a preguntar.
—Philippe no puede abandonar París.
Ella asintió y salió con la cabeza bien alta. No se hundiría bajo aquella carga. Se las arreglaría para que al día siguiente la familia estuviera lista para partir: un anciano impedido, cuatro niños, los criados, el gato, la plata, las piezas más valiosas del servicio, las pieles, las cosas de los niños, provisiones, el botiquín... Se estremeció.
En el salón, Hubert le imploraba a su padre:
—Deje que me quede. Estaré con Philippe y... No se ría de mí, pero ¿no cree que, si fuera a buscar a mis camaradas, jóvenes, fuertes, dispuestos a todo, podríamos formar una compañía de voluntarios...? Podríamos...
El señor Péricand lo miró y se limitó a decir:
—Mi pobre pequeño.
—¿Se ha acabado? ¿Hemos perdido la guerra? -balbuceó Hubert—. ¿No es ...? ¿No es verdad?
Y de pronto, para su horror, rompió en sollozos. Lloraba como un niño, como habría podido hacerlo Bernard, con la boca muy abierta y las lágrimas resbalándole por las mejillas. La noche llegaba, suave y tranquila. En el aire ya oscuro, una golondrina pasó muy cerca del balcón. El gato soltó un breve maullido de voracidad.
3
El escritor Gabriel Corte trabajaba en su terraza, entre el oscuro y ondulante bosque y el ocaso de oro verde que se apagaba sobre el Sena. ¡Qué tranquilidad lo rodeaba! A su lado tenía a unos íntimos muy bien educados, sus grandes perros blancos, que permanecían inmóviles con el hocico sobre las frescas losas y los ojos entornados. A sus pies, su amante recogía silenciosamente las hojas que Gabriel iba dejando caer. Sus criados y su secretaria, invisibles tras las vidrieras espejadas, estaban en algún lugar del fondo de la casa, entre los bastidores de una vida que Corte quería que fuera brillante, fastuosa y disciplinada como un ballet. Tenía cincuenta años y sus propios juegos. Era, según el día, el Señor de los Cielos o un pobre autor aplastado por una tarea dura e inútil. Sobre su escritorio había hecho grabar: «Para levantar un peso tan enorme, Sísifo, se necesitaría tu coraje.» Sus colegas lo envidiaban porque era rico. El mismo contaba con amargura que, en su primera candidatura a la Academia Francesa, uno de los electores a los que solicitaron que votara por él respondió con sequedad: «¡Tiene tres líneas de teléfono!»
Era un hombre apuesto, con maneras lánguidas y crueles de gato, manos suaves y expresivas, y un rostro de César un poco grueso. Florence, su amante oficial, a la que admitía en su cama hasta la mañana siguiente (las demás nunca pasaban toda una noche con él), habría sido la única capaz de decir a cuántas máscaras podía parecerse Gabriel, vieja coqueta con dos bolsas lívidas bajo los párpados y cejas de mujer, delgadas, demasiado finas.
Esa tarde trabajaba, como de costumbre, medio desnudo. Su casa de Saint-Cloud estaba construida de tal modo que hasta la terraza, enorme, admirable, adornada con cinerarias azules, escapaba a las miradas indiscretas. El azul era el color favorito de Gabriel Corte. No podía escribir sin tener al lado una pequeña copa de lapislázuli azul intenso. A veces la contemplaba y la acariciaba como a una amante.
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