Por otro lado, lo que más le gustaba de Florence, como le decía a menudo, eran sus ojos, de un azul franco, que le producían la misma sensación de frescura que su copa. «Tus ojos me quitan la sed», murmuraba. Florence tenía una barbilla suave y un tanto adiposa, voz de contralto todavía hermosa, y algo de bovino en la mirada, les decía Gabriel en confianza a sus amigos. «Eso me encanta. Una mujer debe parecerse a una ternera dulce, confiada y generosa, con un cuerpo blanco como la leche, ya sabéis, con esa piel de las viejas actrices, suavizada por los masajes, impregnada por los cosméticos y los polvos.» Corte alzó los finos dedos en el aire y los hizo chasquear como si fueran castañuelas. Florence le tendió un limón cortado y él mordió la pulpa; luego se comió una naranja y unas fresas heladas. Consumía fruta en cantidades asombrosas. La mujer lo miró, casi arrodillada ante él en un puf de terciopelo, en la postura de adoración que a él le gustaba (no habría podido imaginar una mejor). Estaba cansado, pero con el grato cansancio que sigue a un trabajo satisfactorio, todavía mejor que el del amor, como él mismo solía decir. Gabriel contempló a su amante con benevolencia.

—Bueno, no ha ido del todo mal, creo. ¿Y sabes qué? —añadió dibujando un triángulo en el aire y señalando el vértice superior—, el centro ya ha quedado atrás.

Florence sabía a qué se refería. La inspiración solía flaquearle hacia la mitad de la novela. Llegado a ese punto, Corte sufría como un caballo que no consigue sacar su coche de un atolladero. Florence juntó las manos en un gracioso gesto de admiración y sorpresa.

—¿Ya? Te felicito, cariño mío. Ahora irá sola, estoy segura.

—¡Dios te oiga! —exclamó Gabriel con aprensión—. Pero me preocupa Lucienne.

—¿Lucienne?

Corte la fulminó con una mirada dura y fría. Cuando él recuperaba el buen humor, Florence le decía: «Has vuelto a mirarme como un basilisco.» El se reía, halagado, pero cuando estaba poseído por el fuego de la creación odiaba las bromas.

Ella no se acordaba en absoluto del personaje de Lucienne.

—¡Ah, sí, claro! —mintió—. ¡No sé en qué estaría pensando!

—Yo también me lo pregunto —replicó él con tono herido. Pero la vio tan contrita y humilde que le dio pena y se ablandó—. Te lo digo siempre: no le prestas suficiente atención a los secundarios. Una novela tiene que parecerse a una calle llena de desconocidos por la que pasan no más de dos o tres personajes a los que se conoce a fondo. Mira a Proust y algunos otros que han sabido sacarle partido a los secundarios. Los utilizan para humillar, para empequeñecer a sus protagonistas. Nada más saludable en una novela que esa lección de humildad dada a los héroes. Recuerda Guerra y paz: las campesinas que cruzan la carretera riendo ante la carroza del príncipe André lo verán hablar primero para ellas, para sus oídos, y de pronto la visión del lector se eleva: ya no hay un solo rostro, una sola alma. Descubre la multiplicidad de los moldes. Espera, voy a leerte ese pasaje, es notable. Enciende la luz —pidió, porque se había hecho de noche.

—Los aviones —respondió Florence señalando el cielo.