Pero en ninguna parte vio imágenes de miembros de su pueblo; en todo el libro no había nadie que se pareciese a Kerchak, a Tublat o a Kala.

Al principio trató de arrancar de las hojas aquellas figuritas, pero no tardó en comprender que no eran reales, aunque ignoraba qué podían ser ni disponía de palabras para describirlas. Barcos y trenes, vacas y caballos carecían de significado para él, pero no le resultaban tan desconcertantes como las extrañas figuritas situadas debajo de los dibujos de colores. Pensó que podría tratarse de alguna clase de insectos raros, porque muchos de ellos tenían patas, aunque no vio ninguno que tuviese ojos ni boca. Fue aquel su primer encuentro con las letras del alfabeto, y apenas habría rebasado entonces los diez años de edad.

Naturalmente, nunca había visto nada impreso, ni siquiera había hablado con un ser viviente que tuviese la más remota idea acerca de que existiera algo como el lenguaje escrito, ni, desde luego, había visto nunca a nadie entregado a la lectura.

Nada tiene de extraño, pues, que aquel chiquillo se encontrase completamente perdido, incapaz de suponer siquiera el significado de aquellas extrañas figuras.

Hacia la mitad del libro se tropezó con su vieja enemiga, Sábor, la leona, y, un poco más adelante, el cuerpo enrollado de Histah, la serpiente.

¡Ah, aquello era de lo más fascinante! En sus diez años de vida nunca había disfrutado tanto de una cosa. Tan absorto estaba revisando el libro que no se percató de que se aproximaba la oscuridad de la noche, hasta que la tuvo encima y las imágenes empezaron a hacerse borrosas. Volvió a poner el libro en su lugar y cerró la puerta del armario, ya que no deseaba que alguien más encontrara y destruyese aquel tesoro. Al salir, mientras las sombras nocturnas se espesaban, cerró la puerta de la cabaña, dejándola como estaba antes de que él descubriese el modo de abrirla. Antes de abandonar la cabaña, sin embargo, había reparado en el cuchillo de caza, caído en el suelo, y lo recogió para enseñárselo a sus compañeros.

Apenas había dado una docena de pasos en dirección a la selva cuando una ingente forma surgió de entre las negruras que envolvían un arbusto y se irguió ante él. De momento creyó que era alguien de su misma tribu; pero al cabo de unos segundos reconoció a Bolgani, el gigantesco gorila. Estaba tan cerca que no existía la menor posibilidad de huir y el pequeño Tarzán comprendió que no le quedaba más remedio que plantarle cara y luchar en defensa de su vida. Porque aquellas formidables bestias eran enemigos mortales de su tribu y ni unos ni otros daban o pedían nunca cuartel.

De haber sido Tarzán un mono macho adulto de la especie de su tribu, la pelea habría estado más igualada, pero al no ser más que un muchachito inglés, aunque de músculos extraordinariamente desarrollados, no tenía la menor posibilidad frente a aquel despiadado antagonista. Sin embargo, por las venas del chico circulaba la sangre de lo más excelso de una raza de formidables guerreros y, además, su ánimo se veía respaldado por el adiestramiento que le proporcionó su breve pero intensa existencia entre las fieras de la jungla.

Desconocía el miedo, tal como lo sentimos nosotros. Su corazón aceleró los latidos a causa de la excitación y el estímulo de la aventura. Si se le hubiese presentado la oportunidad de escapar, la habría aprovechado, pero sólo porque la sensatez le decía que no era rival para aquella mole feroz que tenía delante. Pero puesto que la razón le informaba de que no era posible la huida, se aprestó a combatir cara a cara, a hacer frente al gorila, decidida y valerosamente, sin que le temblase un solo músculo, sin mostrar el más leve síntoma de pánico.

Lo cierto es que recibió al simio cuando éste se hallaba a mitad de su asalto; pero el impacto de los golpes asestados por los puños de Tarzán en el corpachón del enorme gorila fue tan poco efectivo como hubieran resultado los intentos de un mosquito que atacara a un elefante. No obstante, aún conservaba Tarzán en una mano el cuchillo encontrado en la cabaña de su padre y cuando la bestia, descargando golpes y arreando mordiscos, se precipitó sobre el muchacho, éste volvió accidentalmente la punta del cuchillo hacia el peludo pecho del gorila. Cuando el arma se hundió profundamente en el cuerpo, el cuadrumano soltó un alarido de rabia y dolor.

Pero en aquellos breves segundos el chico había aprendido a utilizar su afilado y reluciente juguete, de modo que, mientras la bestia sacudía y desgarraba, arrastrándole hasta el suelo, Tarzán hundió repetidamente la hoja, hasta la empuñadura, en el pecho del gorila.

El simio empleaba el método de lucha propio de los de su especie: descargaba golpes terribles con la mano abierta y desgarraba con sus poderosos colmillos la carne del pecho y del cuello de Tarzán. Rodaron por el suelo en el violento frenesí del combate. Aunque cada vez con menos fuerza, el debilitado, rasgado y medio desangrado brazo del muchacho siguió hundiendo una y otra vez la larga hoja del cuchillo en el cuerpo de su adversario, hasta que, finalmente, la pequeña figura se tensó con un espasmódico estremecimiento y Tarzán, el joven lord Greystoke, cayó inconsciente sobre la seca y pútrida vegetación que alfombraba la selva que era su patria.

A cosa de kilómetro y medio, en el interior de la foresta, la tribu oyó el salvaje grito desafiante del gorila y, tal como tenía por costumbre cuando amenazaba algún peligro, Kerchak reunió a su pueblo, en parte como medida de mutua protección frente a un enemigo común, dado que el gorila lo mismo podía ser integrante de una partida más numerosa, y en parte para cerciorarse de que la totalidad de los miembros de la tribu se hallaban presentes.

No tardó en comprobarse que faltaba Tarzán y Tublat se apresuró a manifestar su enérgica oposición a que se le enviase ayuda. Al propio Kerchak tampoco le caía muy simpático aquella extraña criatura, así que escuchó los alegatos de Tublat y, al final, se encogió de hombros y fue a tenderse sobre el lecho de amontonadas hojas secas que se había preparado.

Pero Kála no era de la misma opinión. En realidad, apenas se enteró de que Tarzán no estaba allí había salido disparada, volando a través de las ramas de los árboles, hacia el punto de donde llegaban los claramente audibles gritos del gorila.

Era ya noche cerrada y la tenue claridad de la luna, recién aparecida en el cielo, proyectaba extrañas y grotescas sombras entre el espeso follaje de la jungla.

Aquí y allá, los rayos más brillantes conseguían filtrarse hasta el suelo, pero en su mayor parte sólo servían para intensificar la estigia negrura de las profundidades de la selva.

Como un colosal fantasma, Kala surcaba silenciosamente el aire de un árbol a otro; se desplazaba a todo correr a lo largo de una gran rama, saltaba a través del espacio hasta el extremo de otra… sólo para agarrarse a la del árbol siguiente, en su celérico avance rumbo al escenario de la tragedia que su conocimiento de la jungla le decía estaba representándose a escasa distancia de donde ella se encontraba.

Los clamores del gorila proclamaban que mantenía un combate a muerte con otro habitante de la salvaje foresta. De pronto, los gritos cesaron y un silencio mortal se extendió por la selva. Kala no alcanzaba a entender lo ocurrido, porque la voz de Bolgani se había elevado en el aire satura da de agónicas notas de sufrimiento y muerte, pero luego no se oyó sonido alguno que le permitiese determinar la naturaleza del adversario del gorila. Sabía que era harto improbable que su pequeño Tarzán pudiese acabar con la vida de un gran gorila macho, por lo que, al aproximarse al lugar de donde procedían los ruidos de la pelea, extremó las pre­cauciones hasta que, con extraordinaria cautela, se llegó a la enramada inferior y, con el corazón en un puño, forzó la vista para atravesar con ella las tinieblas nocturnas y descubrir alguna señal de los combatientes.

Los localizó de súbito, tendidos en un claro de la jungla, iluminados por la luz brillante de la luna: la figura desgarrada y ensangrentada de Tarzán y, a su lado, el yerto cadáver de un enorme gorila macho.

Al tiempo que profería un grito apagado, Kala descendió junto a Tarzán, cuyo menudo cuerpo cubierto de sangre levantó del suelo y se lo llevó al pecho, mientras intentaba captar algún síntoma de vida. Percibió los casi inaudibles latidos del corazón del niño. Con gran ternura, lo trasladó a través de la oscura selva hasta el punto donde acampaba la tribu y, durante muchos días y noches montó guardia a su lado, cuidándole, llevándole agua y comida, ahuyentando las moscas y los demás insectos que acudían a cebarse en las heridas del muchacho. Aquella pobre simia no sabía nada de medicina y cirugía. Lo único que podía hacer Kala era lamer las llagas, pero así las mantenía limpias para que la naturaleza cumpliese su labor curativa con mayor rapidez.

Al principio, Tarzán no quiso comer nada; no hacía más que revolverse y agitarse impulsado por el delirio de la fiebre. Lo único que estaba dispuesto a tomar era agua, y agua era lo que le proporcionaba Kala, por el único procedimiento que podía emplear, o sea, llevándosela en su propia boca.

Ninguna madre humana hubiera manifestado abnegación más desinteresada y devota que la que aquella simia salvaje mostró hacia el pobrecito huérfano que el destino había puesto bajo su cuidado. Por fin, la fiebre remitió y el chico empezó a mejorar.