Recorrían aquel territorio casi constantemente, aunque a veces permanecían varios meses estacionados en algún punto de la zona. Pero como se desplazaban con gran velocidad a través de los árboles cubrían toda aquella demarcación en muy pocas jornadas.
Todo ello dependía en buena medida de las existencias de provisiones de boca, de las condiciones meteorológicas o del predominio en determinados parajes de animales de especies más peligrosas; aunque, con frecuencia, Kerchak los obligaba a efectuar largas marchas sin más motivo que el hecho de que se había cansado de estar en un sitio.
Pernoctaban allí donde les sorprendía la oscuridad, se acostaban en el suelo, algunas veces se cubrían la cabeza, y en raras ocasiones el cuerpo, con grandes hojas de la hierba llamada oreja de elefante. Si la noche era fría, se acurrucaban en grupos de dos o tres, abrazados, para aprovechar el calor corporal del compañero. Durante todos aquellos años, Tarzán había dormido siempre en brazos de Kala.
Aquella bestia feroz y gigantesca quería a aquel cachorro de otra raza con un cariño inconmensurable y, por su parte, Tarzán dedicaba a aquel formidable animal peludo todo el afecto que hubiera correspondido a su hermosa y joven madre, caso de que viviese. Cuando Tarzán se mostraba desobediente, Kala no tenía reparo en abofetearle, pero nunca era rigurosa con él y le acariciaba con mucha más frecuencia con que le castigaba. Tublat, la pareja de Kala, nunca dejó de odiar a Tarzán y en más de una ocasión estuvo a punto de poner fin a la joven existencia del chico. A su vez, Tarzán nunca perdía la ocasión de demostrar a su padre adoptivo que correspondía como era debido a sus sentimientos y, siempre que podía jeringarle sin correr riesgo, desde la protectora seguridad de los brazos de Kala o desde las ramas delgadas de las alturas de los árboles, obsequiaba a Tublat con muecas burlonas o gritos insultantes.
Ser más despabilado y más astuto permitía a Tarzán inventar mil tretas diabólicas para llevarle por la vía de la amargura, para añadir más complicaciones a la vida de Tublat.
De pequeñito, Tarzán había aprendido a fabricar cuerdas a base de atar y retorcer tallos de hierba, cuerdas con las que hacía dar traspiés a Tublat o intentaba colgarle de alguna rama sobresaliente.
A fuerza de juguetear y de experimentar con las hierbas, aprendió a hacer nudos, cada vez menos toscos, y lazos corredizos, con los que tanto él como sus jóvenes compañeros pasaban buenos ratos. Los otros monos trataban de hacer lo mismo que Tarzán, pero sólo él sabía crear cosas nuevas y sacarles partido.
Un día, mientras jugaban, Tarzán arrojó la cuerda hacia uno de sus compañeros que trataba de alejarse. Sostuvo firmemente agarrado el otro extremo de la soga. Por puro azar, el lazo pasó por la cabeza del mono, descendió hasta el cuello y detuvo en seco al sorprendido animal. «¡Atiza!», pensó Tarzán. Ahí tenía un juego nuevo, un estupendo sistema de caza, le faltó tiempo para repetir la jugada. Y así, mediante la práctica afanosa y continua, aprendió y dominó el arte de echar el lazo.
A partir de entonces, la vida de Tublat fue una constante pesadilla. Durante sus horas de sueño o en plena marcha, de noche y de día, la posibilidad de que un silencioso nudo corredizo se ciñera alrededor de su cuello y estuviese a punto de estrangularle era una amenaza que en cualquier momento podía concretarse. Y Tublat nunca sabía cuándo.
Kala castigaba a Tarzán. Tublat juraba tomarse cumplida venganza y el viejo Kerchak, al enterarse de la situación, advirtió y amenazó al travieso muchacho. Pero ninguna de tales medidas sirvió de nada.
Tarzán los desafiaba a todos, y el fino y fuerte lazo corredizo siguió cayendo en torno al cuello de Tublat, cuando éste menos lo esperaba. Los demás simios disfrutaban enormemente con los sinsabores de Tublat, ya que Nariz Partida era un sujeto antipático que, de todas formas, no le caía bien a nadie.
CAPÍTULO VI
COMBATE EN LA JUNGLA
LAS IDAS y venidas de la tribu llevaba con frecuencia a sus miembros a las proximidades de la silente y cerrada cabaña construida cerca de la bahía. Para Tarzán eso representaba siempre un foco de misterio y placeres infinitos.
Solía atisbar por las ventanas encortinadas o, tras subirse al tejado, mirar por la negra boca de la chimenea, en inútil intento de descubrir las incógnitas maravillas que encerraban aquellas robustas paredes.
Su fantasía infantil imaginaba criaturas prodigiosas dentro de la cabaña y la imposibilidad de forzar la entrada multiplicaba por mil su anhelo de lograrlo.
Se pasaba horas y horas paseando por el tejado y estudiando las ventanas, pero no conseguía dar con el modo de acceder al interior de la choza. Lo cierto es que prestó escasa atención a la puerta, porque aparente mente era tan sólida como las paredes.
En el curso de la primera visita a las inmediaciones, después de la aventura con la vieja Sábor, cuando Tarzán se acercaba a la construcción observó que, vista a cierta distancia, la puerta parecía ser parte independiente de los muros en que estaba encajada y, por primera vez, se le ocurrió que quizás aquella fuese la vía de acceso que tanto tiempo llevaba buscando infructuosamente.
Estaba solo, como a menudo era el caso cuando visitaba la cabaña, porque los monos no sentían precisamente afecto hacia ella; la historia del palo tonante que sembraba muerte no había perdido eficacia en el curso de los diez años que llevaban transmitiéndosela unos a otros, y la desierta vivienda del hombre blanco seguía envuelta, para los simios, en una atmósfera aterradora y sobrenatural.
Nadie le había contado a Tarzán su relación directa con la cabaña. El lenguaje de los monos tenía tan pocas voces que, aunque podían decirse cosas, carecían de las palabras adecuadas para describir con exactitud tanto a los moradores de la choza como sus enseres y pertenencias, de modo que, mucho antes de que Tarzán alcanzara la edad suficiente para comprenderlo, la tribu había olvidado el asunto.
Sólo en cierta manera confusa y ambigua Kala le había explicado que su padre, el padre de Tarzán, fue un extraño mono blanco, pero el muchacho ignoraba que Kala no era su madre.
Aquel día, pues, Tarzán se dirigió a la puerta y dedicó varias horas a examinar y forcejear con los goznes, la cerradura y el pomo. Al final dio con la combinación apropiada y, frente a sus atónitos ojos, la hoja de madera se abrió, chirriante.
Pasaron varios minutos antes de que Tarzán se decidiese a entrar, pero, finalmente, una vez se acostumbraron sus ojos a la penumbra del interior, se aventuró a entrar lenta y cautelosamente. En medio del cuarto yacía un esqueleto, del que había desaparecido ya todo residuo de carne pero en torno al cual colgaban los putrefactos y andrajosos restos de lo que tiempo atrás fueron las ropas del muerto. Encima de la cama se encontraba tendida, en similares condiciones, otra espantosa osamenta, aunque de menor tamaño, mientras que en una contigua se encontraba un tercer esqueleto, mucho más pequeño que los otros.
El joven Tarzán no prestó más que una atención fugaz a todas aquellas pruebas de una terrible tragedia ocurrida bastante tiempo atrás. Durante su vida en la selva virgen había visto los suficientes animales muertos o moribundos como para estar inmunizado y es posible que aunque hubiera sabido que tenía ante sus ojos los restos mortales de sus padres, tampoco habría sentido ninguna emoción especial.
Lo que sí despertó su interés fueron los muebles y demás objetos que había en la cabaña. Examinó algunos minuciosamente —armas y herramientas extrañas, libros, papel, prendas de vestir—, los pocos que habían soportado los devastadores efectos del tiempo en aquella húmeda atmósfera de la selva costera.
Abrió armarios y cajones —actos que no resultaban inasequibles a su escasa experiencia—, el contenido de los cuales estaba mejor conservado. Encontró, entre otras cosas, un cuchillo de caza con cuya afilada hoja se hizo inmediatamente un corte en un dedo. Sin que eso le asustase lo más mínimo, continuó con sus experimentos y, al comprobar lo fácil que le resultaba esgrimir un hacha que había encontrado, aprovechó la circunstancia para arrancar unas cuantas astillas a la mesa y a las sillas con su nuevo juguete. Se lo estuvo pasando en grande un buen rato, pero acabó por cansarse de darle al hacha y continuó sus exploraciones. En un armario repleto de libros vio un volumen con imágenes de alegres colores: una cartilla con alfabeto ilustrado:
A, de Arquero:
el que dispara flechas con arco.
B, de Bebé:
se llama Joe.
Las ilustraciones le interesaron extraordinariamente.
Había muchos monos con cara semejante a la suya y al pasar las páginas del libro encontró, en la M, algunos micos como los que veía saltar a diario entre las ramas de los árboles de su selva virgen.
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