Era un espacio abierto de forma casi circular. A derecha e izquierda se elevaban los formidables gigantes de la selva virgen, con la intrincada maleza del monte bajo formando entre los gruesos troncos una espesura tan densa que la única forma de acceder a aquel claro era a través de las ramas más altas de los árboles.
Allí, a cubierto de cualquier posible interrupción, acostumbraba la tribu a reunirse. En el centro del anfiteatro había uno de aquellos extraños tambores de barro que se fabrican los antropoides para acompañar sus extravagantes ritos, cuya barahúnda a veces han oído los hombres en el interior de la jungla, aunque nadie ha sido nunca testigo de tales ceremonias.
Muchos expedicionarios han visto los tambores de los grandes monos y algunos han oído su repiqueteo y la escandalosa algazara de aquellos primarios señores de la jungla, pero Tarzán, lord Greystoke, es, sin la menor duda, el único ser humano que ha participado personalmente en la demencial, embriagadora y desenfrenada orgía del Dum-Dum.
Es incuestionable que de esta primitiva ceremonia proceden todas las formas y ritos de la Iglesia y el Estado Moderno, porque a través de incontables épocas, desde el otro lado de las más altas murallas sobre las que asomaba el alba de una humanidad naciente, peludos predecesores interpretaron las danzas rituales del Dum-Dum al ritmo de sus tambores de barro, bajo la claridad brillante de una luna tropical cuyos rayos iluminaban las profundidades de una imponente selva que, entre las tinieblas de su larga noche, ha mantenido hasta nuestros días inmutable su virginidad y oculta la inconcebible perspectiva de su largo pasado muerto cuando nuestro velludo antecesor saltó de las ramas de un árbol para aterrizar ágilmente sobre el mullido césped donde tuvo lugar el primer encuentro.
El día en que Tarzán consiguió librarse de la persecución a que había estado sometido despiadadamente a lo largo de doce de los trece años de su existencia, la tribu, cuyo censo ascendía ya a cien individuos, se había desplazado silenciosamente a través de las ramas inferiores de los árboles para dejarse caer sin hacer ruido en el suelo del anfiteatro.
Los ritos del Dum-Dum celebraban acontecimientos importantes en la vida de la tribu —una victoria, la captura de un prisionero, el hecho de haber acabado con la vida de algún feroz habitante de la jungla, la muerte o la subida al trono de algún nuevo rey— y se desarrollaban de acuerdo con un solemne y aparatoso ceremonial.
Aquel día se trataba de la muerte de un simio gigantesco, miembro de otra tribu, y cuando los monos del clan de Kerchak irrumpieron en el claro, pudo contemplarse la llegada de dos machos enormes cargados con el cadáver del vencido.
Depositaron su carga delante del tambor de barro y luego se sentaron en cuclillas a ambos lados del cuerpo, como centinelas que montan guardia, mientras los demás miembros de la comunidad se acomodaban en rincones alfombrados de hierba dispuestos a dormir hasta que la luna apareciese en el cielo y diera la señal del inicio de la salvaje orgía.
Durante varias horas reinó sobre el claro la quietud más absoluta, sólo interrumpida fugazmente por las notas discordantes de alguna cotorra de plumaje brillante o por los trinos o gorjeos de los miles de aves que revoloteaban sin cesar entre las coloristas orquídeas o los rutilantes capullos que florecían en la minada de ramas cubiertas de musgo de los soberanos de la floresta. Por último, cuando la noche dejó caer su oscuridad sobre la selva, los monos empezaron a removerse y, al cabo de muy poco, habían formado un amplio círculo alrededor del tambor de barro. Las hembras y los jóvenes formaban, sentados, la delga da línea periférica exterior del círculo, mientras delante de ellos se alineaban los machos adultos. Tres hembras ancianas se sentaron ante el tambor, armada cada una de ellas con su correspondiente y nudosa rama de treinta a cuarenta y cinco centímetros de longitud.
En cuanto la ascendente luna proyectó la plata de sus tenues rayos sobre las copas de los árboles circundantes, las simias empezaron a golpear despacio y suavemente la rimbombante superficie del tambor.
A medida que aumentaba la claridad en el anfiteatro, las hembras incrementaron la frecuencia y el ímpetu de sus golpes, hasta que un rítmico y salvaje estruendo invadió la jungla en un ámbito de varios kilómetros a la redonda. Feroces y gigantescos animales interrumpieron en seco la caza de las presas a las que acosaban, erguidas las orejas y alzada la cabeza, para escuchar el sordo estruendo indicador de que los monos estaban celebrando su Dum-Dum.
De vez en cuando, alguna fiera de la jungla lanzaba al aire un chillido agudo o respondía a la salvaje batahola de los antropoides con un rugido desafiante, pero ningún animal selvático se acercó dispuesto a investigar o atacar, porque los gigantescos monos, reunidos con todo el poderío de su número, infundían un respeto profundo a todos los habitantes de la jungla.
Cuando el redoble del tambor alcanzó un volumen casi ensordecedor, Kerchak se colocó de un salto en el centro del claro, entre los machos sentados en cuclillas y las ancianas hembras que batían el tambor.
Erguido en toda su estatura, echó la cabeza hacia atrás y con la vista clavada en la luna, se golpeó el pecho con sus peludas manazas y profirió un escalofriante bramido.
Una, dos, tres veces resonó el grito aterrador a través de las hervientes soledades de aquel mundo indeciblemente vivo y, sin embargo, inconcebiblemente muerto.
Luego, Kerchak se agachó y se deslizó silenciosamente por la explanada, desviándose para no acercarse demasiado al cadáver tendido ante el tambor-altar, aunque, al pasar por delante, clavaba en el simio muerto sus ojillos feroces, perversos e inyectados en sangre.
Otro macho saltó a la arena y, al tiempo que repetía los pavorosos rugidos del rey de la tribu, siguió la estela de éste. Inmediatamente, otro y otro y otro hicieron lo propio, en rápida sucesión, y la selva se saturó con las notas disonantes de los casi ininterrumpidos gritos sanguinarios de los simios.
Era el desafío y el vapuleo.
Cuando los machos adultos se integraron a la línea de los que danzaban en círculo, dio comienzo el ataque.
Kerchak empuñó una de las estacas amontonadas al alcance de todos para tal fin, se lanzó furiosamente hacia el mono muerto y asestó al cadáver un garrotazo tremebundo, al tiempo que emitía gruñidos y gritos de combate. El clamor batiente del tambor se acentuaba, así como la frecuencia del redoble, y los guerreros, tras acercarse a la víctima de la cacería y descargar su golpe con la estaca, se integraban en el demente torbellino de la Danza de la Muerte. Tarzán era uno más de aquella horda de salvajes saltarines. La gracia de su cuerpo musculoso, moreno y bañado en sudor, reluciente a la luz de la luna, destacaba entre las torpes y desmañadas bestias peludas que se movían junto a él.
Ninguno era más ladino que él en aquella pantomima de cacería, ninguno se conducía con más ferocidad que él en el ataque salvaje, ninguno saltaba en el aire más alto que él en aquella Danza de la Muerte.
A medida que se incrementaba la rapidez y el estruendo del tambor, los danzarines empezaron a dar muestras cada vez más evidentes de la embriaguez que les producía aquel ritmo frenético y sus propios gritos salvajes. Multiplicaron sus brincos y saltos, de sus colmillos goteaba la saliva y tenían los labios y el pecho salpicados de espuma.
La extraña danza se prolongó durante media hora, al cabo de la cual, a una indicación de Kerchak, el repique del tambor cesó y las hembras que lo tocaban se escabulleron rápidamente y atravesaron la línea de bailarines para dirigirse a la fila exterior de sentados espectadores. Luego, todos a una, los machos adultos se lanzaron de cabeza sobre el cadáver de la víctima a la que con sus terroríficos estacazos habían convertido ya en una masa de pulpa velluda.
La carne rara vez llegaba a la boca de los monos en cantidades que pudieran considerar satisfactorias, de modo que hundir las mandíbulas y saborear aquella carne fresca constituía para ellos un adecuado colofón a la orgía. Así que su placentero propósito era devorar al extinto enemigo sobre el que proyectaban ahora su atención.
Enormes colmillos se hundieron en el cadáver, del que arrancaron dentellados buenos pedazos. Los monos más fuertes consiguieron los bocados más apetitosos, mientras que los más débiles daban vueltas en la parte exterior del círculo de la partida de rugientes competidores, a la espera de una oportunidad de acercarse e hincar el diente a un despojo que cayera o distraer los restos de un hueso antes de que todo hubiese desaparecido.
Tarzán deseaba y necesitaba comer carne más que los propios simios. Descendiente de una raza de carnívoros, pensaba que nunca, en toda su vida, había saciado su apetito de comida animal. Ahora, su cuerpo flexible y menudo se colaba habilidosamente entre el apretado conjunto de contendientes que forcejeaban y desgarraban. El chico trataba de obtener así, filtrándose entre ellos, una ración que jamás habría podido conseguir mediante la fuerza bruta.
Llevaba al costado el cuchillo de caza de su desconocido padre, envainado en una funda que él mismo se confeccionó tomando como modelo la que ilustraba uno de sus libros-tesoro. Llegó por fin al núcleo de aquel banquete que tan celéricamente estaba desapareciendo y cortó con el afilado cuchillo una porción más generosa de lo que se había atrevido a esperar, un entero antebrazo peludo que sobresalía por debajo de los pies del poderoso Kerchak, quien estaba tan ocupado en la tarea de perpetuar sus prerrogativas reales de glotonería que no llegó a percatarse de aquel delito de lèse majesté.
De forma que, bien apretado contra el pecho el horroroso botín, Tarzán retrocedió escurriéndose por debajo de la masa que bregaba encima de la presa. Entre los que daban vueltas infructuosamente en los aledaños de los afortunados devoradores de carne se encontraba el viejo Tublat. Había sido uno de los primeros en llegar al festín, pero se había retirado con un buen trozo y ahora, tras haberlo consumido tranquilamente, se disponía a abrirse camino de nuevo para hacerse con otro pedazo.
Vio a Tarzán emerger de debajo del grupo de afanosos monos batalladores, con el velludo antebrazo apretado firmemente contra el cuerpo.
Los ojillos porcinos de Tublat, juntos e inyectados en sangre, lanzaron fulgurantes rayos de odio al tropezarse con aquel ser al que aborrecía intensamente. También brillaba en ellos la voraz codicia que despertaba en el simio el magnífico bocado que llevaba el muchacho.
Sin embargo, Tarzán vio con idéntica rapidez a su enemigo y adivinó automáticamente las intenciones de la bestia. Dio un salto con toda la ligereza de que fue capaz y trató de refugiarse entre las hembras y los jóvenes, con la esperanza de escapar gracias a su protección.
Pero Tublat le pisaba ya los talones, por lo que Tarzán no tuvo tiempo de encontrar un escondite apropiado, lo que le hizo comprender que lo que se imponía era intentar la huida a toda costa. Se dirigió como un rayo hacia los árboles más próximos y, con ágil salto, se aferró con la mano libre a una de las ramas bajas, se puso entre los dientes el antebrazo del mono muerto y trepó a toda velocidad, seguido de cerca por Tublat.
Continuó ascendiendo hacia la oscilante copa de uno de los más altos monarcas del bosque, donde su perseguidor no se atrevería a subir. Se acomodó allí y procedió a disfrutar de la situación lanzando insultos y burlonas provocaciones a la furibunda bestia que soltaba espumarajos de rabia por la boca quince metros más abajo.
Y entonces Tublat se volvió loco.
Al tiempo que emitía pavorosos bramidos y rugidos, saltó precipitadamente al suelo, entre las hembras y los pequeños, hundió sus formidables colmillos en una docena de tiernas gargantas infantiles y arrancó respetables trozos de carne de las espaldas y pechos de las hembras que se pusieron al alcance de sus garras.
Tarzán contempló aquel frenesí asesino que se desarrollaba al resplandor de la luna. Vio huir a las hembras y a los jóvenes, que se desperdigaron en busca del refugio que ofrecían los árboles. A continuación, los grandes machos que se encontraban en el centro del claro sufrieron en sus carnes los poderosos dientes de su enloquecido congénere y, en cuestión de segundos, se dispersaron y perdieron de vista, engullidos por las negras sombras que proyectaba la fronda de la selva.
En el anfiteatro, cerca de Tublat, sólo quedó una hembra rezagada, que corría con toda la rapidez que le era posible hacia el árbol que ocupaba Tarzán. El feroz Tublat iba a la zaga de la mona.
Era Kala y en cuanto Tarzán observó que Tublat ganaba terreno y no iba a tardar en alcanzarla, rápidamente se dejó caer a plomo, como una piedra, de rama en rama, hacia su madre adoptiva. Kala llegó al pie de las ramas en las que Tarzán se había agazapado, a la espera del resultado de aquella carrera de persecución.
La mona dio un salto y se agarró a una rama baja. Quedó inmediatamente encima de la cabeza de Tublat, que en un tris estuvo de cogerla.
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