Kala hubiera podido ponerse a salvo de no ser porque, con un ominoso chasquido, la rama se quebró y la mona cayó en peso sobre la cabeza de Tublat, al que derribó contra el suelo.

Ambos se incorporaron instantáneamente, pero aunque habían reaccionado con suma presteza, Tarzán fue aún más rápido, de modo que el furioso Tublat se encontró cara a cara con el niño-hombre, que se interponía entre él y Kala.

Nada hubiera podido hacer más feliz al simio que, con un rugido triunfal se echó encima del pequeño lord Greystoke. Pero sus fauces nunca llegaron a cerrarse sobre aquella morena carne color de nogal.

Una mano vigorosa se disparó para hacer presa en la peluda garganta, mientras su compañera hundía repetidamente, hasta una docena de veces, un cuchillo en el amplio pecho del mono. Las puñaladas cayeron como relámpagos y sólo cesaron cuando Tarzán sintió que la figura inerte se desmoronaba a sus pies.

Cuando el cuerpo de Tublat se desplomó sobre el suelo, Tarzán de los Monos posó la planta del pie en el cuello de su eterno enemigo, elevó la vista hacia la luna llena, echó atrás su orgullosa cabeza de adolescente y lanzó al aire el salvaje y terrible grito de su pueblo.

Uno tras otro los miembros de la tribu fueron descendiendo de sus refugios arbóreos y formaron un círculo en torno a Tarzán y su derrotado enemigo. Cuando todos estuvieron allí, Tarzán se volvió hacia ellos.

—¡Soy Tarzán! —proclamó—. ¡Un gran luchador que mata! ¡Todos habéis de respetar a Tarzán de los Monos y a Kala, su madre! ¡Entre vosotros no hay nadie tan poderoso como Tarzán! ¡Que sus enemigos se anden con cuidado!

El joven lord Greystoke clavó la mirada en los aviesos y enrojecidos ojos de Kerchak, se golpeó con los puños el robusto pecho y articuló de nuevo su estentóreo y agudo grito de desafío.

CAPÍTULO VIII

EL CAZADOR EN LA ENRAMADA

A LA MAÑANA siguiente, tras la nocturna ceremonia del Dum-Dum, la tribu emprendió despacio el camino de regreso hacia la costa, a través de la jungla.

Dejaron el cadáver de Tublat tendido en el punto donde cayó, porque el clan de Kerchak no se comía a sus propios muertos.

Era una marcha tranquila y los monos aprovechaban para, al paso, buscar alimento. Encontraban en abundancia palmitos, ciruelas grises, bananas, frutos de escitamíneas, piñas silvestres y, en ocasiones, pequeños mamíferos, pájaros, huevos, reptiles e insectos. Abrían las nueces partiéndolas con sus fuertes quijadas o, si resultaban demasiado duras, golpeándolas con dos piedras.

La vieja Sábor se cruzó una vez en su camino y los obligó a escabullirse hacia la seguridad de las altas enramadas de los árboles, porque si el felino respetaba la superioridad numérica y lo afilado de los colmillos de los monos, éstos tenían en idéntica estima la cruel y temible ferocidad de la leona.

Tarzán estaba sentado en una rama baja, directamente encima del majestuoso y cimbreante cuerpo que avanzaba silenciosamente a través de la densa jungla. El muchacho arrojó una piña a la vieja enemiga de su tribu. El gran felino se detuvo en seco, dio media vuelta y observó la figura que, desde lo alto, se le mofaba provocadoramente.

Sábor sacudió un trallazo al aire con la cola y enseñó los amarillentos colmillos. Frunció los labios al lanzar un escalofriante rugido y en sus hocicos se formaron profundas y amenazadoras arrugas mientras los malévolos ojos se entrecerraban hasta quedar reducidos a dos estrechas líneas que despedían furia y odio a raudales.

La fiera erizó las orejas, clavó su mirada en las pupilas de Tarzán de los Monos y dejó oír un reto discordante y furibundo.

Desde la seguridad de la rama, el muchacho-simio correspondió con la temible respuesta de los de su especie.

Durante varios segundos ambos permanecieron contemplándose en silencio y, al final, el enorme félido continuó su marcha a través de la selva, que lo engulló como el océano absorbe un guijarro que le arrojen.

Pero en la mente de Tarzán surgió el embrión de un gran proyecto. Había acabado con la vida del feroz Tublat, de forma que ¿no era un poderoso luchador? Ahora seguiría el rastro de la astuta Sábor y la exterminaría de modo similar. Sería también un formidable cazador.

En las profundidades de su corazoncito inglés latía el anhelo de cubrir con ropas su cuerpo desnudo, porque las ilustraciones de los libros le habían demostrado que los hombres se vestían, mientras que los micos, los monos y todos los demás seres vivientes iban desnudos. Las ropas, por consiguiente, debían de ser un signo de distinción y grandeza; la divisa de la superioridad del hombre sobre todos los demás animales, puesto que seguramente no existiría ningún otro motivo para ponerse aquellas prendas tan horribles.

Muchas lunas atrás, cuando era bastante más pequeño, Tarzán había deseado tener la piel de Sábor, la leona, de Numa, el león, o de Sheeta, el leopardo, para cubrir su cuerpo desprovisto de pelo, para conseguir que dejara de parecerse al de Histah, la repulsiva serpiente. Ahora, sin embargo, se enorgullecía de su piel tersa, porque eso indicaba que descendía de una raza portentosa, y en su ánimo se debatían los contradictorios deseos de ir desnudo para proclamar que descendía de un linaje superior o vestir aquellas horribles e incómodas prendas para acomodarse a las costumbres y estilo de sus ascendientes.

Mientras la tribu seguía avanzando lentamente por la selva, tras haberse cruzado con Sábor, Tarzán continuó dándole vueltas en la cabeza al estupendo plan que maquinaba para eliminar a su enemiga. Durante muchas jornadas apenas pudo pensar en otra cosa.

Aquel día, sin embargo, otros intereses más inmediatos reclamaron su atención.

De pronto, pareció que había llegado inopinadamente la medianoche; cesaron los ruidos de la sel­va; los árboles se quedaron inmóviles, como paralizados y expectantes a la espera de una inminente catástrofe. Toda la naturaleza aguardaba… pero no por mucho tiempo.

A lo lejos empezó a sonar una especie de gemido tenue y bajo. A medida que se acercaba, su volumen fue aumentando y aumentando.

Los árboles se doblaron al unísono, inclinándose hacia el suelo como si una mano inmensa los empujara. Siguieron acercándose al suelo y aún no se oía ningún ruido, salvo el profundo y sobrecogedor gemir del viento.

Luego, de pronto, los gigantes de la selva retrocedieron bruscamente para recobrar la verticalidad y sus formidables copas fustigaron el aire con una protesta ensordecedora. Un estallido de luz vivísima centelleó entre el remolino de nubarrones negros como la tinta. El retumbante fragor del trueno surcó el espacio como un desafío de meteoros coléricos. Llegó el diluvio… y un infierno se desencadenó sobre la selva.

Tiritando a causa de la gélida lluvia, los monos de la tribu se acurrucaron en la base de los gigantescos árboles. Los relámpagos zigzagueaban y horadaban rutilantes la negrura celeste, desparramando súbitas claridades que permitían ver fugazmente el frenético agitarse de las ramas y la curvatura casi imposible de los troncos de los árboles.

De cuando en cuando, algún añoso patriarca del bosque, hendido por algún rayo ígneo, se derrumbaba desgajado entre los árboles circundantes, arrastraba en su caída a unos cuantos vecinos de menor talla y aumentaba así la confusión de la selva tropical.

Ramas de todos los tamaños, grandes y pequeñas, que la ferocidad del huracán arrancaba de cuajo, surcaban el aire entre el verdor de unas plantas que parecían un torbellino vegetal, llevando la muerte y la destrucción a un sinfín de infelices moradores de aquel pobladísimo mundo silvestre.

Durante horas, la implacable furia del ciclón continuó ensañándose sin dar muestras de querer amainar, y la tribu siguió encogida y aterrada al pie de los árboles. En constante peligro a causa de los troncos y ramas que no cesaban de caer y petrificada de miedo ante el vívido resplandor de los relámpagos y del mugido espeluznante de los truenos. Allí continuaron hechos ovillos, sumidos en la desdicha, a la espera de que pasara la tormenta. El fin se produjo tan súbitamente como el principio. Cesó el viento, brilló el sol… y la naturaleza sonrió de nuevo.

Las hojas y ramas goteantes y los húmedos pétalos de las preciosas flores relucieron otra vez bajo el esplendor del día que regresaba. Y… del mismo modo que la Naturaleza olvidó, sus hijos también olvidaron.

Pero la vida continuó de la misma manera que había estado desarrollándose antes de la oscuridad y el pánico.

Sin embargo, una claridad de amanecer había iluminado el cerebro de Tarzán: una luz que llegó para explicarle el misterio de la ropa. ¡Qué cómodo se habría sentido abrigado por la gruesa piel de Sábor! Esa idea añadió un nuevo estímulo a la aventura.

La tribu permaneció varios meses remoloneando por las cercanías de la playa en la que se alzaba la cabaña de Tarzán. El muchacho dedicaba al estudio una gran parte de su tiempo, pero siempre que deambulaba por la foresta llevaba la cuerda a punto y fueron muchos los pequeños animales que cayeron en la trampa del lazo corredizo, que el muchacho lanzaba con gran rapidez y habilidad. Una vez, el lazo cayó en torno al corto cuello de Horta, el jabalí, y la frenética cabriola que ejecutó el sobresaltado animal para librarse del nudo corredizo derribó a Tarzán de la rama donde se encontraba al acecho y desde la que había arrojado la ondulante soga.

El vigoroso verraco salvaje dio media vuelta cuando oyó el ruido del impacto del cuerpo contra el suelo y, al ver que se trataba de la fácil presa de un mono pequeño, bajó la cabeza y se precipitó como loco sobre el sorprendido Tarzán.

Por fortuna para éste, la caída no le había producido daño alguno, ya que aterrizó como un gato, con las cuatro extremidades dispuestas para amortiguar el golpe.