¿Qué razones podía ofrecer al oficial que estuviese al mando de la nave de Su Majestad para justificar el deseo de volver hacia el punto de donde procedía?

En el caso de que declarase que el motivo consistía en el trato violento que los oficiales aplicaron a dos marineros rebeldes, los del buque de guerra se reirían para sus adentros y atribuirían el deseo de abandonar el Fuwalda a un solo motivo: cobardía.

John Clayton, lord Greystoke, no solicitó que le permitieran trasladarse al buque de guerra británico. Bastante después del mediodía contempló cómo iban perdiéndose tras la lejana línea del horizonte los palos de aquel barco. Antes de eso, sin embargo, se enteró de algo que confirmaba sus más negros temores y que le impulsó a maldecir el falso orgullo que pocas horas antes le había impedido procurar seguridad a su joven esposa, cuando tal seguridad estaba a su alcance… Una seguridad que había desaparecido ya para siempre.

A media tarde, el menudo y anciano marinero que unos días antes derribara a golpes el capitán se llegó a las proximidades de la borda desde donde John Clayton y su esposa observaban el cada vez más diminuto perfil del gran buque de guerra. El viejo limpiaba los dorados y, con disimulo, se fue acercando hasta situarse casi pegado a Clayton.

—El infierno se va a desencadenar sobre esta nave, señor —susurró—. Acuérdese de lo que le digo. Esto va a ser un infierno.

—¿Qué quiere decir, amigo? —preguntó Clayton.

—Vamos, ¿es que no se da cuenta de lo que está ocurriendo? ¿No se ha enterado de que esos hijos de Satanás del capitán y sus sicarios se están ensañando con la tripulación?

»Ayer rompieron la cabeza a dos marineros. Hoy han sido tres. Michael el Negro ya se ha recuperado casi del todo y no es hombre que aguante esta situación; fíjese en lo que le digo, señor.

—¿Insinúa, amigo, que la tripulación proyecta amotinarse? —inquirió Clayton.

—¡Amotinarse! —Exclamó el viejo marino—. ¡Amotinarse! En lo que piensan es en asesinar, señor, no olvide lo que le digo, señor.

—¿Cuándo?

—Está al caer, señor; la rebelión va a producirse de un momento a otro, pero no sé exactamente cuándo. He hablado ya más de la cuenta, pero usted se portó bien con nosotros el otro día y pensé que debía avisarle. Le aconsejo, sin embargo, que mantenga el pico cerrado y que, en cuanto oiga disparos, baje a su camarote y se quedé allí.

»Eso es todo, limítese a mantener la lengua quieta, si no quiere recibir un balazo, y tenga presente lo que le he dicho, señor.

El viejo marinero continuó sacando brillo a los metales, tarea que le apartó del lugar donde se encontraban los Clayton.

—Vaya panorama que se nos presenta, Alice —comentó lord Greystoke.

—Debes ir inmediatamente a avisar al capitán, John. Puede que aún estemos a tiempo de evitar la revuelta.

—Supongo que, en efecto, debería hacerlo, pero por motivos puramente egoístas casi me inclino a «mantener el pico cerrado». Hagan lo que hagan los miembros de la tripulación, estoy seguro de que no se meterán con nosotros, en agradecimiento por mi postura a favor de Michael el Negro. Pero si descubren que los he traicionado, no tendrán piedad de nosotros, Alice.

—Tu deber sólo es uno, John, y consiste en respaldar la autoridad legítimamente constituida. Si no vas en seguida a advertir al capitán, tendrás tanta responsabilidad en lo que suceda como si hubieras contribuido intelectual y físicamente a planear y a llevar a cabo la rebelión.

—No lo entiendes, cariño —replicó Clayton—. En quien pienso es en ti… ahí reside mi deber primordial. Esta situación la ha provocado el mismo capitán, así que, ¿por qué he de arriesgarme a someter a mi esposa a una serie de horrores imprevisibles en un probablemente inútil intento de evitarle a él las consecuencias de su locura bestial? ¿Es que no te das cuenta, mi vida, de lo que ocurriría si todos esos desalmados se hicieran con el dominio del Fuwalda?

—El deber es el deber, John, y ningún argumento engañoso lo cambiará. Mala esposa sería yo para un noble inglés si por mi culpa dejases de cumplir deberes tan palmarios. Comprendo perfectamente que sobrevendrán graves peligros, pero puedo afrontarlos junto a ti.

—Se hará, pues, como quieres —accedió Clayton con una sonrisa—. Tal vez nos estemos metiendo en un compromiso serio. Aunque no me gusta el cariz de lo que sucede a bordo de esta nave, quizá las cosas no sean tan malas al fin y al cabo. Es muy posible que ese «viejo marinero» sólo haya manifestado los deseos de su perverso corazón en vez de expresar hechos reales.

»Los motines en alta mar sin duda eran corrientes hace cien años, pero en este año de gracia de 1888 son sucesos de lo más improbable.

»Ahí va el capitán hacia su camarote. Me acercaré a avisarle, ya que los malos tragos cuanto antes se pasen mejor. Y no tengo el estómago todo lo resistente que me haría falta para tratar con esa bestia.

Como colofón a sus palabras echó a andar rumbo a la escalera de toldilla por la que había pasado el capitán y, un momento después, llamaba a la puerta del camarote.

—¡Adelante! —rezongó en tono ronco el malhumorado capitán.

Una vez entró Clayton y después de cerrar la puerta tras de sí, el oficial inquirió:

—¿Y bien?

—Vengo a informarle de los puntos esenciales de una conversación que he oído hoy, porque, si bien es posible que sea una falsa alarma y el asunto quede en nada, conviene que esté usted prevenido, por si acaso. En resumen, se trata de que la tripulación piensa amotinarse y asesinar a quien se le ponga por delante.

—¡Eso es mentira! —Rugió el capitán—. Y si ha vuelto a entrometerse en lo que se refiere a la disciplina de este buque o insiste en hurgar en asuntos que no le importan, habrá de atenerse a las consecuencias e irse al diablo. Me tiene sin cuidado el que sea usted un lord inglés. Yo soy el capitán de este barco y le exijo que, en adelante, deje de meter sus impertinentes narices en mis atribuciones.

El capitán había perdido los estribos de un modo tan frenético que su rostro estaba cárdeno de furor. Pronunció las últimas palabras a voz en cuello y las subrayó descargando furiosamente contra la mesa uno de sus enormes puños, a la vez que agitaba el otro frente al semblante de Clayton.

Greystoke no se alteró lo más mínimo, sino que permaneció tranquilo, de pie, sosteniendo la mirada colérica del capitán.

—Capitán Billing —silabeó Clayton finalmente—, perdone mi sinceridad: es usted lo que se dice un perfecto burro.

Dio media vuelta y salió de la cámara con su acostumbrada flema indiferente, una calmosa actitud sin duda calculada para provocar torrentes de iracundas imprecaciones en sujetos de la catadura moral de Billing.

Es posible que el capitán se hubiera arrepentido de sus precipitadas palabras de haber intentado Clayton aplacarle, pero al no ser así, sino todo lo contrario, el mal genio del oficial situó a éste en una irreversible postura negativa que impedía toda posibilidad de colaboración en pro del bien común. La última posibilidad se había disipado.

—Bueno, Alice —comunicó Clayton a su esposa, al reunirse con ella—.