Podía haberme ahorrado el esfuerzo. Ese individuo ha demostrado ser un ingrato. Le faltó muy poco para lanzarse sobre mí como un perro rabioso. Por lo que a mí respecta, tanto él como su maldito barco pueden irse al garete. Hasta que tú y yo nos encontremos a salvo, emplearé todas mis energías en velar por nuestra propia seguridad. Y creo que, para empezar, lo primero es ir a nuestro camarote y coger mis revólveres. Ahora me arrepiento de haber guardado en los baúles que van en la bodega las armas largas y las municiones.
Encontraron sus compartimentos en el mayor desorden. La ropa de los cajones y las maletas, ahora abiertos, aparecían desperdigadas por el reducido espacio del camarote y hasta las camas estaban deshechas y rotas.
—Es evidente que alguien tiene más interés por nuestras pertenencias que nosotros mismos —observó Clayton—. Echemos un vistazo, Alice, a ver qué falta.
Una revisión completa demostró que no les habían quitado nada, salvo los dos revólveres de Clayton y unos cuantos cartuchos que había separado para dichas armas.
—Precisamente las cosas que más desearía que me hubiesen dejado —dijo lord Greystoke— y el detalle de que hayan organizado todo este desbarajuste para llevarse esas armas y nada más que esas armas resulta algo de lo más ominoso.
—¿Qué vamos a hacer, John? —Preguntó Alice—. Tal vez estabas en lo cierto al opinar que nuestras mayores posibilidades residían en mantener una actitud neutral.
»Si los oficiales se las arreglan para dominar el amotinamiento, no tendremos nada que temer, y si los sediciosos logran su objetivo, nuestra esperanza, aun que débil, consistirá en la circunstancia de no haber intentado frustrar sus designios ni oponernos abiertamente a ellos.
—Tienes razón, Alice. Nos mantendremos en el centro del camino.
Cuando se disponían a poner en orden el camarote, Clayton y su esposa advirtieron simultáneamente que por debajo de la puerta asomaba la esquina de un pedazo de papel. Clayton se inclinó para cogerlo y vio, sorprendido, que el papel se deslizaba hacia el interior de la estancia. Comprendió que alguien lo estaba empujando desde fuera.
Se acercó a la puerta rápida y silenciosamente, pero cuando alargó la mano hacia el picaporte, Alice le agarró la muñeca.
—No, John —susurró la muchacha—. No desean que los veamos, así que vale más que no lo hagamos. Ten presente que hemos decidido mantenernos neutrales.
Clayton dejó caer el brazo, al tiempo que esbozaba una sonrisa. Permanecieron inmóviles, con la mirada en el papel que, al final, quedó inmóvil sobre el suelo del camarote, junto al borde inferior de la puerta.
Entonces, Clayton se agachó para recogerlo. Era un trozo de papel blanco, sucio, torpemente doblado en irregular rectángulo. Al desdoblarlo, los ojos de Clayton tropezaron con un mensaje escrito en toscas letras de imprenta, casi ilegible, con todos los indicios de haber sido trazadas por alguien nada acostumbrado a tales tareas caligráficas.
Traducida, la nota era un aviso para que los Clayton se abstuvieran de denunciar la pérdida de sus revólveres y de repetir lo que el viejo marinero les había confesado. Abstenerse de ello o enfrentarse a la pena de muerte.
—Imagino que seremos buenecitos —Clayton acompañó sus palabras con una sonrisa pesarosa—. Lo único que podemos hacer es cruzarnos de brazos, sentarnos y esperar lo que puede venir.
CAPÍTULO II
UN HOGAR EN LA SELVA
NO TUVIERON que esperar mucho, porque a la mañana siguiente, cuando Clayton salió a cubierta para dar el acostumbrado paseo de todos los días antes del desayuno, retumbó un disparo, al que sucedió otro y luego otro más…
La escena que se desarrollaba ante sus ojos confirmó los más negros temores de Clayton. El reducido grupo de oficiales formaba una piña frente a la tripulación del Fuwalda, acaudillada por Michael el Negro.
La primera descarga de los oficiales impulsó a los marineros a dispersarse a toda velocidad, para ponerse a cubierto tras los mástiles, la cabina del timón y otros parapetos y puntos ventajosos, desde los que respondieron al fuego graneado de los cinco oficiales que representaban la autoridad a bordo del buque.
El revólver del capitán abatió a dos marineros, cuyos cuerpos quedaron tendidos en el lugar donde cayeron, entre los combatientes. Entonces, el primer oficial se desplomó de cara y, a un grito de mando de Michael el Negro, los amotinados se lanzaron al ataque sobre los restantes cuatro oficiales. La tripulación sólo había podido reunir seis armas de fuego, por lo que la mayoría de sus miembros no enarbolaban más que bicheros, hachas, destrales y barras de hierro.
El capitán había vaciado su revólver y estaba recargándolo cuando se produjo la carga. El arma del segundo oficial se había encasquillado, por lo que sólo dos armas de fuego podían oponerse a los sediciosos, que se precipitaron sobre sus enemigos, los cuales retrocedieron ante el furibundo asalto de los marineros.
Los dos bandos maldecían y blasfemaban espantosamente lo que, junto con el estruendo de las detonaciones y los gritos y lamentos de los heridos, convertía la cubierta del Fuwalda en un frenético manicomio.
Antes de que los oficiales hubiesen retrocedido una docena de pasos, ya tenían encima a los miembros de la tripulación. El hacha que esgrimía un fornido negro hendió la cabeza del capitán, desde la frente hasta la barbilla, y unos segundos después todos los oficiales habían sucumbido; muertos o malheridos a causa de docenas de golpes y balazos.
La acción de los amotinados del Fuwalda fue tan espeluznante como rápida de ejecución y, durante todo su desarrollo, John Clayton permaneció descuidadamente apoyado junto al tambucho, mientras fumaba su pipa con aire meditativo, como si estuviese presenciando un partido de críquet que le fuera indiferente.
Al caer el último oficial, Greystoke pensó que había llegado el momento de volver junto a su esposa, no fuera caso que alguno de aquellos individuos de la tripulación la encontrase sola en el camarote.
Si bien tranquilo y displicente por fuera, Clayton se sentía interiormente repleto de aprensión y nerviosismo, temiendo por la suerte que podía correr Alice en manos de aquellos ignorantes rufianes, en las que un destino inexorable los había puesto a ambos.
Cuando dio media vuelta para descender por la escalera, le sorprendió ver a su esposa en lo alto de la misma, casi junto a él.
—¿Cuánto hace que estás aquí, Alice?
—Desde el principio —respondió ella—. Ha sido terrible, John. ¡Oh, que espantoso! En poder de esos criminales, ¿qué podemos esperar?
—De momento, espero que el desayuno —sonrió alentadoramente Clayton, con la sana intención de eliminar en lo posible los temores de Alice. Añadió—: Al menos, voy a pedir que nos lo sirvan. Ven conmigo. No hemos de permitir que piensen que esperamos de ellos otra cosa que no sea un trato amable.
Por entonces, los marineros se habían arremolinado en torno a los oficiales muertos y heridos, a los que sin prioridades ni compasión procedieron a arrojar por la borda.
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