Ya era malo carecer completamente de vello, ¡pero tener un rostro como aquel! Le sorprendió que los demás monos se molestaran en mirarle siquiera. ¡Aquella ridiculez de hendidura que tenía por boca y aquella insignificancia de dientecillos blancos! ¡Qué diferencia con los gruesos labios y las poderosas dentaduras de sus afortunados hermanos!

Y luego aquella miseria de nariz puntiaguda. Tan delgada que parecía medio muerta de hambre. Enrojeció al compararla con los hermosos y anchos apéndices nasales de su compañero. ¡Qué nariz tan soberbia! ¡Si ocupaba casi la mitad del rostro! El pobrecillo Tarzán pensó que debía resultar maravilloso ser tan guapo.

Pero cuando reparó en sus propios ojos… ¡Ah!, ese fue el golpe definitivo. Un puntito castaño en el centro, un círculo gris alrededor y, luego, vulgar blancura. ¡Qué horror! Ni siquiera las serpientes tenían unos ojos tan repugnantes como los suyos!

Estaba tan absorto en la evaluación personal de sus facciones que no oyó el susurro de las altas hierbas, que se separaron a su espalda para abrir paso a un enorme cuerpo que avanzaba sigilosamente por la selva; tampoco lo percibió su compañero, el otro simio, el cual bebía con tal entusiasmo que los chasquidos de sus labios y los borboteos de satisfacción ahogaron el casi inaudible rumor del intruso que se acercaba.

A menos de treinta pasos de distancia de Tarzán y de su acompañante, se agazapaba Sábor, la leona, cuya cola sacudía el aire como un látigo. Adelantó cautelosamente una de sus garras y la apoyó en el suelo sin el menor ruido, antes de alzar la otra. Así avanzaba; con el vientre bajo, casi rozando el suelo: un gran felino que se preparaba para saltar sobre su presa. Se encontraba ya a tres metros de los dos compañeros de juego, ajenos al peligro que se cernía sobre ellos. Tensó cuidadosamente los cuartos traseros y los enormes músculos vibraron bajo la preciosa piel.

Se había encogido de tal forma que parecía pegada, aplastada contra el suelo, salvo en el arco vertical que formaba el lustroso lomo, lista para saltar. La cola había dejado de flagelar el aire: ahora estaba inmóvil, estirada hacia el suelo tras el animal.

Hizo una pausa en esa postura, como si se hubiese petrificado de pronto, y luego, con terrible rugido, surcó rauda el aire como impulsada por un resorte.

Sábor, la leona, era una cazadora inteligente. A otra menos sabia le hubiese parecido una estupidez dar la alarma con aquel rugido pavoroso, porque ¿no habría sido más acertado y seguro caer sobre sus víctimas silenciosamente, sin advertirlas mediante aquel grito?

Pero Sábor conocía muy bien la portentosa rapidez de reflejos de los pobladores de la selva y sus poco menos que increíbles facultades auditivas. Para ellos, el súbito rumor de una hoja de hierba al frotarse contra otra constituía un aviso tan efectivo como el ululato más sonoro, y la leona no ignoraba que le era imposible ejecutar su salto sin producir algún ruido, por leve que fuese. Su salvaje rugido no fue ningún aviso. Lo soltó con el fin de que sobrecogiera a sus víctimas y las dejase paralizadas de terror durante la exigua fracción de segundo que la leona precisaba para que sus poderosas garras se clavaran en la suave carne y la presa no tuviese la más remota posibilidad de escapar.

En lo que se refería al mono, la lógica de Sábor fue correcta. El simio se encogió sobre sí mismo y, durante un momento, permaneció paralizado y tembloroso. Sólo un momento, pero lo suficientemente largo para que fuese su ruina.

Sin embargo, no ocurrió lo mismo con Tarzán, el niño humano. La vida entre los peligros de la jungla había aguzado sus reflejos y el muchacho reaccionaba con celeridad y eficacia ante cualquier circunstancia inesperada. Su superior nivel de inteligencia le proporcionaba una agilidad mental que estaba lejos de las posibilidades de los simios.

De forma que el grito de Sábor, la leona, no sólo puso en guardia el cerebro y los músculos del pequeño Tarzán, sino que le impulsó automáticamente a la acción. Ante sí se extendían las aguas profundas del pequeño lago; por detrás, una muerte segura; una muerte cruel, bajo zarpas y colmillos desgarradores.

Tarzán siempre había odiado el agua, salvo como medio para apagar la sed. La aborrecía porque la relacionaba con el frío y el fastidio de las lluvias torrenciales y la temía por los truenos y relámpagos que acompañaban a aquellos diluvios. Su selvática madre le había enseñado a evitar las aguas profundas del lago y, por otra parte, ¿no vio pocas semanas antes al pequeño Neeta hundirse bajo la tranquila superficie para no volver nunca más a la tribu?

Pero entre las dos ominosas contingencias, el presto cerebro de Tarzán optó por la menos mala; se decidió mientras la primera nota del rugido de Sábor aún seguía quebrando la quietud de la selva. Antes de que el formidable félido hubiese recorrido la mitad del espacio de su salto las frías aguas del lago cubrían el cuerpo de Tarzán.

No sabía nadar y tampoco hacía pie, pero no perdió un ápice de esa confianza en sus recursos que era el distintivo de su personalidad superior.

Procedió a mover rápidamente las manos y los pies en un intento de impulsarse hacia arriba y, acaso gracias a la casualidad más que al propósito, dio con el estilo de braceo que emplean los perros cuando nadan. Al cabo de unos segundos, su nariz emergía por encima de la superficie y comprobó que no sólo podía mantenerse a flote moviendo los brazos como estaba haciendo, sino que incluso le era posible avanzar surcando las aguas.

Descubrir aquella nueva habilidad, que se manifestaba en él de pronto, fue una sorpresa que le encantó, pero tampoco disponía de mucho tiempo para regodearse pensando en ello. Nadaba en paralelo a la orilla y allí vio a la cruel bestia carnívora agachada sobre la inerte figura del mono. Si no hubiese andado listo, él habría corrido la misma suerte que su pequeño compañero de juegos.

La leona observaba atentamente a Tarzán, con la evidente idea de esperar que volviera a la orilla, pero el muchacho no albergaba la menor intención de hacer tal cosa.

Lo que sí hizo, en cambio, fue lanzar al aire el grito pidiendo ayuda propio de la tribu, sin olvidarse de añadir las notas que advertirían a quienes acudieran a rescatarle que debían tomar las precauciones oportunas para eludir las garras de Sábor. La respuesta le llegó casi de inmediato, a través de la distancia, mientras cuarenta o cincuenta grandes simios iniciaban su veloz y majestuoso vuelo de árbol en árbol, rumbo al escenario de la tragedia.

A la cabeza de la partida iba Kala, que había reconocido el timbre de voz de su adorado hijo adoptivo y, con ella, la madre del pequeño antropoide que yacía muerto bajo la implacable Sábor. Aunque mucho más poderosa y mejor dotada para la lucha que los simios, la leona no tuvo el menor interés en enfrentarse a aquella patrulla de enfurecidos monos adultos y, tras un gruñido de despechado odio, juzgó conveniente lanzarse de un salto al interior de la maleza y perderse en la espesura.

Tarzán nadó hasta la orilla y salió rápidamente del agua. La sensación de frescura y euforia que el lago le había proporcionado inundaba su ser de agradecida sorpresa y, a partir de entonces, todos los días que le era posible, nunca dejaba de aprovechar la oportunidad de darse un chapuzón en la laguna, en algún riachuelo o en el océano.

A Kala le costó mucho tiempo acostumbrarse a verle realizar aquellas exhibiciones, porque si bien los miembros de su tribu nadaban cuando se veían obligados a ello, a ninguno le hacía gracia meterse en el agua y jamás lo hacían por propia voluntad.

El incidente de la leona procuró a Tarzán un cúmulo de agradables recuerdos, porque tales lances quebrantaban la monotonía de la vida diaria que, en general, era una tediosa rutina consistente en buscar alimento, comer y dormir.

La tribu a la que pertenecía Tarzán deambulaba por una superficie de terreno que se extendía aproximadamente a lo largo de cuarenta kilómetros de costa y se adentraba en tierra unos ochenta y tantos.