Decidles que uno de los suyos está indefenso. Decidles que vengan a liberarme.
—Tenemos miedo.
—No pueden alcanzaros en las ramas de arriba. ¡Id! Serán vuestros amigos.
—No pueden trepar a las ramas superiores —declaró un viejo mono—. Iré yo.
Los demás, que se habían detenido, se volvieron y observaron al viejo de barba gris mientras se alejaba rápidamente trepando por entre las ramas de los grandes árboles. Tarzán esperó.
Entonces oyó los profundos sonidos guturales de los de su especie, los grandes simios, los mangani. Quizás entre ellos habría alguno que le conociera. Quizá, también, la manada viniera de lejos y no tuviera conocimiento de él, aunque lo dudaba. Sin embargo, ellos eran su única esperanza. Se quedó donde estaba, escuchando, esperando. Oyó que Manu gritaba y charlaba mientras ascendía muy por encima de los mangani y entonces, de pronto, se hizo el silencio. Sólo se oían los zumbidos de los insectos.
El hombre mono se quedó mirando en la dirección de la que procedía el ruido de los antropoides. Sabía qué transpiraba tras aquel denso muro de follaje. Sabía que un par de fieros ojos estarían examinándole, escrutando el claro, buscando un enemigo, sondeando con cautela por si había alguna trampa. Sabía que cuando le vieran despertaría desconfianza, miedo, rabia; porque ¿con qué motivo tenían que confiar en el cruel e inmisericorde tarmangani?
Existía el peligro de que, al verle, se retiraran en silencio sin mostrarse. Eso sería el fin, pues nadie más que los mangani podía rescatarle. Al considerar esa posibilidad, dijo en voz alta.
—Soy amigo. Los tarmangani me cogieron y me ataron las muñecas y los tobillos. No puedo moverme ni defenderme. No puedo ir por comida ni agua. Venid a librarme de las ataduras.
Una voz tras el denso follaje replicó:
—Eres un tarmangani.
—Soy Tarzán de los Monos —respondió el hombre mono.
—Sí —gritó Manu—, es Tarzán de los Monos. Los tarmangani y los gomangani le ataron y Tantor le trajo aquí. Cuatro veces ha cazado Kudu en el cielo, mientras Tarzán de los Monos seguía atado.
—Conozco a Tarzán —dijo otra voz detrás del follaje, y entonces las hojas se separaron y apareció un voluminoso simio que entró en el claro. El animal se acercó a Tarzán, balanceándose y con los nudillos rozando el suelo.
—¡M'walat! —exclamó el hombre mono.
—Es Tarzán de los Monos —dijo el gran simio, pero los otros no lo entendieron.
—¿Qué? —preguntaron.
—¿Qué manada es ésta? —preguntó Tarzán.
—Toyat es el rey —respondió M'walat.
—Entonces no les digas quién soy realmente —susurró Tarzán— hasta que me hayas cortado estas ligaduras. Toyat me odia. Me matará si me encuentra indefenso.
—Sí —accedió M'walat.
—Ten —dijo Tarzán tendiéndole sus muñecas—. Muerde y rompe estas ataduras.
—Eres Tarzán de los Monos, el amigo de M'walat. M'walat hará lo que le pides —respondió el simio.
Desde luego, en el magro lenguaje de los simios, su conversación no se parecía en nada a una conversación entre humanos, sino que más bien era una mezcla de gruñidos y gestos. Sin embargo, cumplía la misma función que la más formal y correcta habla civilizada, ya que transmitía sus mensajes claramente a las mentes del mangani y del tarmangani, el gran simio y el gran simio blanco.
M'walat, mientras el resto de miembros de la manada entraban en el claro después de asegurarse de que el orangután no había recibido ningún daño, se inclinó y con sus fuertes dientes cortó las correas de piel de camello que ataban las muñecas del hombre mono, y de forma similar le liberó los tobillos.
Cuando Tarzán se puso en pie, los últimos integrantes de la manada penetraron en el claro. Al frente iba Toyat, el rey simio, y pisándole los talones iban otros ocho machos adultos y unas seis o siete hembras y varios jóvenes. Los jóvenes y las hembras se quedaron detrás, pero los machos se agolparon delante, donde Tarzán se encontraba con M'walat.
El simio rey gruñó amenazador.
—¡Tarmangani! —exclamó.
Giró sobre sus talones, dio un salto y cayó sobre cuatro patas; golpeó el suelo salvajemente con los puños apretados.
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