Preparó el castillo para la defensa, organizó, ordenó. Fue una jornada con bullicio de la servidumbre, caballos que relinchaban, traslado de vigas, ruido de hierros y de piedras. Durante la noche, volvió a partir. Fue tan amable y tan tierno como se debe ser con una criatura noble y admirada, pero sus ojos estaban fijos, exactamente como si la mirada saliera de un yelmo, y eso era así aun en los momentos en que no lo llevaba puesto. Cuando llegó el momento de la despedida, la portuguesa, en un repentino impulso de feminidad, quiso lavarle las heridas y cambiarle el vendaje, pero él no lo permitió; con más urgencia de la necesaria se despidió riendo, y ella también rió.
La táctica del enemigo era violenta, como correspondía al hombre noble y rudo que vestía los hábitos de obispo, pero también como si esa vestidura de corte femenino le hubiera enseñado a ser condescendiente, disimulado y tenaz. Su riqueza y sus extensas posesiones desplegaban gradualmente su influencia, permitiendo así que los sacrificios se demoraran hasta el último instante, cuando ni la posición ni el ascendiente alcanzaban para conseguir aliados. Esa técnica de combate evitaba las decisiones. Cuando la resistencia se agudizaba, prefería replegarse, pero apenas advertía que esa misma resistencia aflojaba, entonces arremetía. De ese modo podía acontecer que un castillo fuese asaltado y cayese, si el sitio no era antes levantado, después de sangrientas matanzas, y también, en otras ocasiones, que las tropas ocupasen aldeas durante semanas, en las que nada acontecía, salvo el robo de alguna vaca a los campesinos o el sacrificio de dos o tres pollos. Las semanas formaban veranos e inviernos, y las estaciones formaban años. Dos fuerzas luchaban entre sí, una desenfrenada y agresiva, pero demasiado débil; la otra, semejante a un cuerpo inerte y blando, aunque cruel y pesado, y a quien hasta el tiempo prestaba su fuerza.
Ketten sabía todo esto. Le costaba sus buenas fatigas retener a los malhumorados y debilitados nobles y conseguir que gastaran sus últimas fuerzas en un ataque por sorpresa. Él acechaba el punto débil, el cambio, lo improbable, eso que sólo el azar podía brindar. Su padre y su abuelo habían esperado, y cuando se espera durante mucho tiempo, aun lo increíble puede suceder. Esperó once años. Durante once años cabalgó sin cesar entre castillos y campamentos, a fin de mantener viva la resistencia, renovando siempre, mediante cien pequeñas escaramuzas, tal reputación de audacia y de valor que nadie podía atribuirle timidez en la dirección de la guerra, llegando de vez en cuando a provocar grandes y sangrientos choques, a fin de mantener despierta la cólera de sus aliados. Sin embargo, al igual que el obispo, eludía una acción decisiva. En varias ocasiones fue levemente herido, pero jamás permaneció en su casa más de dos veces durante doce horas. Los rasguños y la vida nómada lo iban cubriendo con sus costras. Probablemente temía quedarse por más tiempo en el hogar, tal como un hombre cansado evita sentarse. Los caballos nerviosos bajo las riendas, las risas de los hombres, el fulgor de las antorchas, la serie de fogatas del campamento semejante a un tronco de oro en polvo en medio del brillo verde de los árboles del bosque, la fragancia de la lluvia, las maldiciones, los jinetes fanfarrones, los perros que olfatean a los heridos, las faldas recogidas, los campesinos aterrorizados, tales fueron sus diversiones en esos años. En medio de todo eso, se conservó esbelto y distinguido. Aunque en su pelo castaño empezaban a aparecer algunas canas, su rostro se mantenía sin edad. Cuando debía replicar a bromas groseras, lo hacía como un hombre, pero sus ojos permanecían inmóviles. Cuando la disciplina aflojaba, era capaz de arremeter como un vaquero, pero nunca gritaba; sus palabras eran breves y suaves, los soldados le temían, la cólera jamás lo dominaba. Su aspecto era radiante, pero su rostro permanecía sombrío.
En el combate se olvidaba de sí mismo. Sólo se expresaba a través de la violencia, abundante en heridas y gestos contundentes. Se embriagaba de baile y de sangre. No sabía lo que hacía, y sin embargo siempre hacía lo que estaba bien. De ahí que los soldados lo idolatraran.
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