Un poderoso partido, surgido entre los nobles, se enfrentó al obispo y tomó la decisión de atacarlo por sorpresa y hacerlo prisionero. Desde que se supo que Ketten regresaba a su tierra, se le consideró como una carta de triunfo. Al cabo de una larga ausencia, Ketten no tenía noción de cuál era exactamente el poder episcopal, pero sí sabía que iba a ser una terrible prueba, de larga duración e incierto desenlace, y que, si no lograba sorprender a Trento desde el comienzo, no era previsible que todos llegaran al amargo final. Sentía rencor hacia su linda mujer, sencillamente porque ésta había estado a punto de hacerle perder la oportunidad; sin embargo, ella le gustaba tanto que él, inclinado sobre el caballo, se le acercó como siempre y su mujer le pareció tan misteriosa como las perlas de su collar. Cabalgando a su lado, pensó que esas perlas, si se las sostenía en el hueco de una mano crispada, podían ser estrujadas como guisantes; sin embargo, parecían extrañamente confiadas. La nueva noticia había disipado el hechizo, tal como se esfuman las fantasmagorías del invierno, cuando los soleados días estivales irrumpen como niños desnudos. En el futuro le aguardaban años de mucho cabalgar, durante los cuales mujer y criatura se desvanecerían como desconocidos.

Entretanto los caballos habían llegado al muro del castillo, y la portuguesa, ya enterada de todo, insistió en que quería quedarse. El castillo tenía una agreste apariencia. Aquí y allá, en la pared rocosa, raquíticos arbustos daban la impresión de raleada pelambre. Las montañas, cubiertas de bosques, creaban tal desorden en el paisaje que, para quien sólo conocía las olas del mar, esa confusión resultaba indescriptible. El aire tenía un aroma que se había vuelto frío, y parecía como si los caballos hubieran penetrado en una enorme y resquebrajada marmita de un extraño color verde. Pero en los bosques habitaban el ciervo, el oso, el jabalí, el lobo y tal vez el unicornio; más allá, las cabras del monte y las águilas. Insondables abismos ofrecían guarida a los dragones. Sólo atravesado por las sendas que abrían las alimañas, el bosque tenía semanas de ancho y semanas de profundidad; y allá arriba, donde ese bosque era coronado por la montaña, comenzaba el reino de los espíritus. Allí, con los vientos y las nubes, moraban los demonios; no había un solo camino que fuese transitable por un cristiano, y si a veces alguien excesivamente curioso se extraviaba, ello le acarreaba consecuencias que en las veladas de invierno las criadas sólo se atrevían a mencionar en un susurro, en tanto que los sirvientes guardaban silencio y se encogían de hombros, ya que, después de todo, la vida de los hombres es peligrosa y tales aventuras pueden ocurrirle a cualquiera. Pero de todo lo que la portuguesa había escuchado, había algo que le resultaba particularmente extraño: se decía que, así como nadie había podido alcanzar los extremos del arco iris, tampoco nadie había podido tener una imagen completa del paisaje que estaba detrás de los muros de piedra, ya que más allá había siempre nuevos muros y, entre uno y otro, nuevos valles que eran como lonas llenas de piedras, grandes como casas. Aun la más fina gravilla que uno pisaba, incluía piedras del tamaño de una cabeza. O sea un mundo que no era tal. A menudo ella se había representado en sueños esta tierra, de la que provenía el hombre que ella amaba, a imagen de éste, y se había representado la imagen del hombre de acuerdo con lo que él narraba de su tierra. Cansada del paisaje marítimo y su azul de pavo real, ella había esperado encontrar un país tan colmado de imprevistos como la tensa cuerda de un arco. No obstante, cuando se halló frente al misterio y lo encontró más feo de lo que había esperado, hubiera preferido huir. Con su encantamiento de piedras y rocas, con sus vertiginosas paredes llenas de moho, con sus maderas podridas y sus troncos rugosos y húmedos, con sus trastos de guerra y de labranza, con sus cadenas de establo y sus varas de carro, el conjunto del castillo tenía el aspecto de un gallinero. Pero ahora que estaba aquí, aquí pertenecía, y llegaba a creer que aquello que veía no era en realidad feo, sino de una belleza semejante a las costumbres de estas gentes, a las que había comenzado a habituarse.

Cuando Ketten vio a su mujer cabalgando hacia la montaña, no quiso retenerla. Él no se lo agradeció, pero algo había en ella que, sin dominar su voluntad ni ceder a la misma, al eludirlo de algún modo lo atraía y a la vez lo obligaba a ir tras ella, sumido en un torpe silencio, como una pobre alma perdida.

Dos días después, Ketten montaba nuevamente.

Once años más tarde, seguía montando. El golpe contra Trento, preparado a la ligera, había fracasado. Desde el comienzo, había costado a los nobles más de un tercio de sus fuerzas y más de la mitad de su osadía.

Ketten, herido durante la retirada, no regresó inmediatamente a sus dominios; estuvo dos días escondido en la cabaña de unos campesinos y luego volvió a recorrer los castillos para reencender la llama de la resistencia.

Llegado demasiado tarde para los preparativos y la organización de la empresa, después del fracaso se aferró a aquella idea, tal como un perro se prende de la oreja de un toro. Advirtió a los nobles lo que les aguardaba si el poderío episcopal contraatacaba antes de que ellos se reagruparan; a los indolentes y a los avaros los presionó hasta arrancarles dinero; consiguió refuerzos, movilizó a la gente y fue elegido como jefe de la nobleza. Al comienzo, las heridas le sangraban tanto que se veía obligado a cambiar los vendajes dos veces al día. Ahora, mientras cabalgaba y trataba de persuadir a la gente, y se ausentaba un día del castillo por cada semana que había faltado a su puesto de lucha, no sabía verdaderamente si lo hacía pensando en la hechizante portuguesa, que mientras tanto se angustiaba.

Cuando fue a verla, sólo habían transcurrido cinco días desde que cayera herido; pero apenas se quedó un día. Ella lo miró sin hacerle preguntas, tal como se sigue la trayectoria de una flecha para ver si acierta en el blanco.

Ketten reclutó a su gente, incluido el último muchacho disponible.