Se le habían hinchado el brazo y el hombro, y como él los había comprimido bajo la armadura, no tuvo más remedio que permitir que se la aflojaran. Mientras estaba de pie y dejaba hacer, fue presa de unos escalofríos tan fuertes como no había imaginado que existiesen. Sus músculos se contraían y bailoteaban de un modo tal que él no podía ni siquiera juntar sus manos, y las piezas de la armadura, a medio quitar, sonaban como un canalón suelto en mitad de la tormenta. Se dio cuenta del lado ridículo de la situación y, con la furia pintada en el rostro, rió de aquel golpeteo, pero sentía las piernas débiles como una criatura. Envió un mensajero a su mujer; otro, a un barbero; un tercero, a un conocido médico. El barbero, que fue el primero en llegar, ordenó compresas de hierbas calientes, y pidió autorización para efectuar una sangría. Ketten, ahora mucho más impaciente por llegar a su casa, le dio la orden de que lo sangrase, de modo que muy pronto tuvo casi tantas heridas nuevas como antiguas. Era extraño sentir esos dolores contra los cuales nada podía hacer. Ketten estuvo dos días tendido sobre aquellas hierbas succionantes, luego se dejó fajar de píes a cabeza y le transportaron al castillo.
Tres días duró el viaje, pero aquella cura brutal, que podía haberle provocado la muerte ya que consumía todas sus defensas, frenó de algún modo la enfermedad. Cuando esas defensas parecían ya tocar fondo, el intoxicado tenía aún una fiebre altísima, pero la infección había sido detenida.
Semejante a un enorme incendio de pasto seco, la fiebre duró semanas. El enfermo parecía irse fundiendo en ese juego, pero también se consumían y se evaporaban los malos jugos. Ni siquiera el célebre médico pudo conseguir mejores resultados. Sólo la portuguesa colocaba, además, misteriosos signos en la puerta y en la cama. El día en que apenas quedaba del señor de Ketten una forma llena de ceniza blanda y caliente, súbitamente la fiebre bajó muchos grados y a partir de ese instante ardió, suave y tranquila, en ese nuevo nivel. Si por una parte los dolores, contra los cuales nada podía hacer, ya eran en sí mismos bastante extraños, por otra, el enfermo no vivió lo que vino después como alguien que está en el centro mismo de la peripecia.
Dormía mucho, y aun cuando abría los ojos, estaba ausente. Cuando recuperó la conciencia, era como si ese cuerpo, sin voluntad, impotente, con la tibia temperatura de un niño, no fuera el suyo, ni tampoco fuese suya esa alma débil que podía ser irritada por un soplo. Sin duda, se sentía a sí mismo como un muerto, y durante todo ese tiempo esperaba algo, no importaba qué, para el caso de que se recobrara una vez más. Jamás se le había ocurrido que morir fuese algo tan placentero. Una parte de su ser había muerto por anticipado y se había dispersado como los viajeros que llegan a destino. Desde el momento en que sus huesos estaban aún en la cama, y la cama estaba ahí, su mujer se inclinaba sobre él, y él, por curiosidad, por cambiar un poco, vigilaba los gestos de aquel rostro atento. Todo cuanto amaba, estaba lejos. El señor de Ketten y su hechicera, poderosa como la luna, habían salido de él y se alejaban en silencio. Él los veía aún, sabía que le habrían bastado unos pocos saltos para alcanzarlos. Sólo que no sabía si estaba con ellos o si permanecía todavía en su lecho. Todo descansaba en una mano buena y gigante, suave como una cuna, una mano que todo lo sopesaba sin hacer mucho caso de la decisión. Seguramente sería Dios. Ketten no dudaba al respecto.
Tampoco se excitaba. Aguardaba simplemente, y ni siquiera respondía a la sonrisa que sobre él se inclinaba, ni tampoco a las tiernas palabras.
Llegó el momento en que Ketten supo, de pronto, que ésa sería su última jornada si no reunía toda su voluntad para mantenerse vivo. Precisamente fue en esa noche, que cedió la fiebre.
No bien sintió bajo sus pies ese primer peldaño de la curación, dejó que diariamente lo llevaran al breve espacio verde que coronaba el pico, rocoso y desprovisto de murallas, que se elevaba en el aire. Envuelto en mantas, allí permanecía extendido bajo el sol, y era imposible saber si dormía o estaba despierto.
Cierta vez, cuando despertó, el lobo estaba junto a él.
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