Ketten miró fijamente esos ojos intensos y no pudo moverse. Transcurrió cierto tiempo, que él no pudo calcular, y de pronto advirtió que su mujer estaba a su lado, con el lobo junto a sus rodillas. Nuevamente cerró los ojos, como si no estuviera despierto. Pero cuando lo llevaron de nuevo a su cama, pidió que le trajeran su ballesta. Estaba tan débil que no pudo tenderla. Se quedó estupefacto. Le hizo señas al criado para que se acercara, le dio la ballesta y le ordenó: el lobo. El criado titubeó, pero él estaba rabioso como una criatura y, a la noche, la piel del lobo apareció colgada en el patio del castillo. Cuando la portuguesa la vio y se enteró por los criados de lo que había sucedido, la sangre se le heló en las venas. Se acercó al lecho de su esposo. Él estaba blanco como la pared y por primera vez desde que estaba enfermo, la miró a los ojos. Ella rió y dijo: «Con esa piel me haré un gorro y vendré por las noches a chuparte la sangre».

Más tarde, Ketten echó al clérigo. Cierta vez éste había dicho que desde el momento que el obispo rogaba a Dios, era peligroso para Ketten; luego le había administrado la Extremaunción. Pero eso no sucedió en seguida. La portuguesa intervino para que el capellán fuese tolerado por lo menos hasta que consiguiese un nuevo empleo. Ketten cedió. Aún se sentía débil y dormía frecuentemente al sol, sobre la hierba. En cierta ocasión, cuando se despertó en aquel sitio, estaba allí el amigo de su infancia, de pie junto a la portuguesa.

Acababa de llegar de su país, y aquí, en el norte, se parecía a su compatriota. Saludó con noble decoro y pronunció palabras que, a juzgar por la expresión de su semblante, debían ser de una particular amabilidad.

Mientras tanto, lleno de vergüenza, Ketten yacía como un perro entre la hierba.

Era posible, además, que esto aconteciera por segunda vez: Ketten estaba a menudo ausente. Por otra parte, fue después cuando advirtió que su gorra le quedaba grande. Esa gorra de cuero flexible que siempre le había quedado un poco estrecha, ahora, al hacer un leve movimiento, resbaló hacia un costado hasta que la oreja la contuvo. Todavía estaban juntos los tres cuando la portuguesa exclamó: «¡Dios mío, se le achicó la cabeza!»

Lo primero que pensó Ketten fue que tal vez se había hecho cortar demasiado los cabellos, aunque no podía recordar cuándo había sido. Se pasó disimuladamente la mano por la cabeza, pero advirtió que el pelo estaba tan largo como de costumbre, y además desaliñado, en razón de que él estaba enfermo. Pensó entonces que la gorra podía haberse agrandado, pero era casi nueva, y además, ¿cómo podía haber aumentado de tamaño sin haber sido usada, mientras estuvo guardada en el fondo de un arcón? Resolvió entonces tomarlo a broma: con tantos años pasados junto a mercenarios, lejos de caballeros instruidos, era posible que el cráneo se le hubiese achicado. Al pronunciarla, advirtió de pronto que la broma se volvía demasiado burda y, además, que no era válida como respuesta a la interrogante fundamental, ya que, ¿puede verdaderamente achicarse un cráneo? La fuerza de las venas puede disminuir; bajo el cuero cabelludo puede la grasa derretirse un poco debido a la fiebre; pero es tan poco lo que eso representa. De vez en cuando fingía alisarse los cabellos, o se preocupaba de secarse el sudor, o bien procuraba doblarse hacia atrás en la sombra sin que nadie lo viera, para poder tomarse la cabeza, en distintos lugares, con las puntas de los dedos, como si éstos fueran un compás de albañil. Pero no había duda: su cabeza se había achicado y cuando se la palpaba desde el interior con los pensamientos, entonces parecía aún más pequeña, algo así como dos salvas unidas.

Hay muchas cosas inexplicables, es cierto, pero no se llevan sobre los hombros, y no se sienten cada vez que se dobla el pescuezo hacia dos personas que hablan cuando uno finge dormir. Había olvidado desde hacía mucho tiempo, y salvo algunas palabras, aquella lengua extranjera. Pero en cierta ocasión comprendió una frase: «Dejas de hacer lo que quieres, y en cambio haces lo que no quieres». El tono estaba más cerca del apremio que de la broma.