¿Qué había querido decir? En otra ocasión, se asomó Ketten por la ventana hacía el estruendo del río. Era un juego que en los últimos tiempos le divertía. El ruido, entreverado como barrido de paja, tapaba los oídos. Luego, al volver de esa sordera, podía escuchar claramente el diálogo de la esposa con el otro; un diálogo animado, como si, al participar en él, aquellas dos almas se sintieran muy a gusto. La tercera vez corrió tras la pareja que, a pesar de que ya había caído la noche, se dirigía al patio del castillo.

Ketten pensó que cuando ellos pasaran frente a la antorcha que estaba sobre la escalinata, sus sombras seguramente se irían a proyectar sobre las copas de los árboles. Al llegar ese momento, Ketten se inclinó rápidamente hacia delante, pero las dos sombras, al proyectarse sobre el follaje, por sí mismas se fundieron en una sola. En otros tiempos, había tratado de eliminar el veneno de su cuerpo descargándolo sobre los caballos o los criados, o tal vez quemándolo en el vino; pero el capellán y el clérigo lector bebían y comían con tal voracidad que el vino y los alimentos se les salían por las comisuras de los labios, y el joven caballero les tendía riendo el jarro de vino, tal como se azuza a un perro contra otro. A Ketten le repugnaba el vino que aquellos zafios con barniz escolástico bebían sin medida. Hablando en alemán y en el latín de la misa, entreveraban el milenario Imperio, los temas doctorales y los cuentos obscenos. Cuando hacía falta, un humanista que estaba de paso servía de intérprete entre aquella lengua y la del portugués; en realidad, el humanista se había torcido un pie y estaba enérgicamente consagrado a su curación en el castillo. «Se cayó del caballo porque vio pasar una liebre», bromeaba el clérigo. «Creyó ver un dragón», dijo con involuntaria ironía el señor de Ketten, que asistía reticente a la charla. «¡Y el caballo también!», rugió el capellán, «por algo saltó de esa forma. De modo que el maestro entendía a la bestia mejor que el señor». Los borrachos se rieron de Ketten, que los miró, avanzó un paso y golpeó en la cara al capellán. Éste, que era un rechoncho y joven campesino, primero enrojeció hasta la raíz de los cabellos; luego se quedó pálido y permaneció sentado.

El joven caballero se levantó, sonriendo, y fue en busca de su amiga. «¿Por qué no lo apuñaló?», susurró, no bien quedaron solos, el humanista de la liebre. «Es fuerte como dos toros juntos», respondió el capellán, «y además la doctrina cristiana es particularmente apropiada para servir de consuelo en estos casos». Pero la verdad era que el señor de Ketten estaba aún muy débil y recuperaba lentamente su vitalidad, como si no lograra encontrar el segundo peldaño de su curación.

El extranjero no prosiguió su viaje, y la compañera de infancia no comprendía las alusiones de su señor. Se había pasado once años esperando a su esposo. Durante once años él había sido el amante fantástico y glorioso; ahora, vagaba por el patio y el interior del castillo y, carcomido como estaba por la enfermedad, parecía un tipo vulgar si se lo comparaba con la juventud y la elegancia cortesanas. La portuguesa no pensaba demasiado en todo esto, pero estaba un poco cansada de este país que le había prometido cosas de maravilla. No se decidía a alejar del castillo a ese compañero que tenía el aroma de la patria y pensamientos que la divertían; la expresión contrariada de su esposo no le parecía suficiente motivo. Nada tenía que reprocharse. Era verdad que, desde hacía unas semanas, actuaba con cierta frivolidad, pero eso le hacía bien, y ella sentía a veces que su rostro volvía a resplandecer como antes. Ketten consultó a una adivina, y ésta le aseguró que no curaría hasta tanto no hiciera una cosa determinada. Cuando él la apremió para que le revelara de qué se trataba, la mujer se calló y eludió la respuesta diciendo que no sabía.

Ketten había tratado siempre, no sólo de no romper los lazos de la hospitalidad, sino de estrecharlos cada vez más, y no había tenido inconveniente en considerar sagrada la vida y sagrado el derecho a la hospitalidad de aquellos que, durante años, habían sido espontáneos huéspedes de su enemigo. Pero la debilidad que experimentaba durante la convalecencia le hacía sentirse casi orgulloso de su torpeza. La inteligencia llena de astucia no le parecía mejor que la pueril inteligencia verbal del joven. Le aconteció algo extraño.