Al cabo de dos días éstos se quejaron, diciendo que el gato estaba cada vez peor. No era posible que por las noches lo dejaran afuera. El gato no sólo seguía vomitando, sino que además padecía diarrea y nada estaba a salvo de sus deposiciones. Era una ardua prueba tener que elegir entre una aureola casi invisible y aquella horrible inmundicia. Después de haber averiguado la procedencia del gato (una granja junto al río, al pie de la montaña) se decidió restituirlo a sus dueños. Hoy se diría que fue devuelto a su comuna de origen, evitando de ese modo la responsabilidad y a la vez el ridículo. Como también les remordía la conciencia, le ofrecieron leche y un poco de carne, y hasta soltaron unas monedas para que los campesinos (en cuya granja la inmundicia sin duda importaba menos) lo cuidaran bien. Frente a ese proceder de sus amos, los criados sacudían la cabeza.

El criado que recibió el encargo de transportar el gato hasta abajo contaba que cuando inició el regreso vio que el animal corría tras él. De modo que el criado había tenido que bajar dos veces más. Dos días después, el gato reapareció en el castillo. Los perros lo evitaban; los sirvientes, por miedo a sus amos, no lo apresaban.

Cuando los criados advirtieron su presencia, fue tácitamente aceptado que nadie le impediría morir allí arriba.

El gato había enflaquecido y perdido su brillo; sin embargo, parecía haber superado la etapa más repugnante de su dolencia, limitándose a volverse cada vez menos corpóreo. Siguieron luego dos días durante los cuales volvió a acentuarse lo que antes había pasado: lento y vacilante deambular en el sitio donde se le cuidaba; distraído entretenimiento de las patas, que trataban de apresar algún trozo de papel que se moviera en la cercanía; de vez en cuando, cierta vacilación a causa de su debilidad y a pesar de su condición de cuadrúpedo.

El segundo día llegó a caerse hacia un costado. En una persona, tal desvanecimiento no habría tenido nada de extraordinario, pero en aquel animal parecía la consecuencia de una metamorfosis en algo casi humano. Lo contemplaban casi con respeto. Desde su particular situación, cada uno de esos seres no podía dejar de pensar que su propio destino estaba representado en ese gato poco menos que desligado de la tierra. Al tercer día recomenzaron los vómitos y la inmundicia. El criado estaba allí, y aunque no se atrevía a repetirlo, era evidente que su silencio tenía un solo significado: había que matar al gato. El portugués inclinaba la cabeza como quien se enfrenta con una tentación y luego le decía a su amiga: «De otra manera, no saldremos de esto». Le parecía haber pronunciado su propia condena a muerte. De pronto, todos miraron al señor de Ketten. Éste se quedó pálido como la pared, luego se levantó y salió. Entonces la portuguesa le dijo al criado:

«Llévatelo».

El criado llevó el gato a su habitación. Al día siguiente, el animal había desaparecido. Nadie hizo preguntas, pero todos sabían que el criado lo había matado a palos. Se sentían oprimidos por una culpa inexpresable.

Tan sólo los niños no advertían nada, y encontraban perfectamente normal que el criado matara a golpes a un gato asqueroso con el que ya no se podía jugar. A los perros, que en el patio olisqueaban la hierba iluminada por el sol, las patas se les ponían tiesas, la piel se les erizaba; después, miraban de reojo. En uno de esos momentos se enfrentaron el señor de Ketten y la portuguesa. Permanecieron de pie, uno junto al otro; dirigieron la vista hacía los perros y no hallaron nada que decirse. La señal había sido visible, pero ¿cómo interpretarla? Y además ¿qué se esperaba que aconteciese? Sobre ambos se formó una cúpula de silencio.

Si desde ahora hasta la noche ella no le sugiere que se vaya, me veré obligado a matarlo, pensó el señor de Ketten. Llegó la tarde y nada sucedió.