Pasó la hora de las vísperas. Ketten estaba sentado, con expresión grave, y también con un poco de fiebre. Fue hasta el patio para refrescarse y allí permaneció durante largo rato. No tuvo fuerzas para tomar la última decisión a pesar de que, en toda su vida, eso había sido un juego para él. Montar a caballo, ajustarse la coraza, empuñar la espada, todo eso que había dado el tono a su existencia, le parecía ahora algo disonante. El combate era un movimiento ajeno y sin sentido. Aun la breve senda de un cuchillo era como una de esas largas, interminables rutas, donde siempre es posible marchitarse.

Por otra parte, sufrir no era la especialidad de Ketten. Se daba cuenta de que, si no salía de esto, no curaría jamás. Pero junto a esos dos pensamientos había también un tercero que reclamaba espacio: cuando muchacho había soñado siempre con encaramarse a la inaccesible pared que se elevaba al pie del castillo. Era una idea desatinada y suicida, pero que llevaba en sí misma un oscuro presentimiento, como si se tratara de un dictamen divino o de un milagro inminente. Le parecía ahora que ya no él, sino el gato, podría regresar, por esa vía, directamente desde el más allá. Rió por lo bajo, y sacudió la cabeza como si quisiera sentirla sobre los hombros; pero, mientras lo hacía, había ya iniciado el descenso por el camino pedregoso.

Al llegar abajo, junto al río, se volvió. Pasó primero sobre las rocas entre las cuales corría ya el agua, y luego entre los arbustos, hasta llegar al muro. La luna indicaba con trazos de sombra las pequeñas cavidades en las que manos y pies podían afirmarse. De pronto, una piedra cedió bajo sus pies. Sintió el tirón en los músculos, después en el corazón. Ketten escuchó: le pareció que transcurría un lapso infinito antes de que la piedra golpeara el agua. En ese momento ya había ascendido por lo menos un tercio de la pared. Fue como si despertara y sólo entonces comprendiera lo que había hecho. Únicamente un muerto podía volver abajo; arriba, en cambio, le aguardaba el diablo. Tanteando hacia arriba, buscó un apoyo. En cada asidero, su vida pendía de esas diez delgadas correas que eran los tendones de sus dedos. En su frente había gotas de sudor y un extraño calor ascendió por su cuerpo. Sus nervios se habían convertido en hilos de piedra. Pero, cosa extraña, durante esta lucha la fuerza y la salud, como si le llegaran desde fuera, comenzaron a instalarse nuevamente en sus miembros. Y lo increíble aconteció: todavía tuvo que evitar un saliente, luego pudo introducir su brazo en una ventana. Por otra parte, no había otra posibilidad, pero él ya sabía dónde estaba; de modo que saltó, se sentó en el antepecho de la ventana e introdujo sus piernas en la habitación. Al mismo tiempo que la fuerza también había recuperado la osadía. Respiró. No había perdido el puñal.