La escuela, un edificio de piedra, se transformó en una factoría donde se almacenaban y se cargaban las mercancías; allí una ruda voz de hombre iba llamando una tras otra a las mujeres que esperaban charlando, y las grandes canastas vacías que llevaban a cuestas se llenaban hasta que se les doblaban las rodillas y se les hinchaban las venas yugulares. Cuando una de aquellas buenas mozas llevaba su carga a cuestas, la mirada se le salía por los ojos y los labios se quedaban entreabiertos; se ponía en fila, y a una señal aquellos animales enmudecidos empezaban a subir uno tras otro, en grandes serpentinas, colocando despacio un pie delante de otro. Pero llevaban una carga inusitada y exquisita, pan, carne y vino, y con las herramientas no había que tener ningún cuidado especial, así que aparte del jornal se podían quedar con muchas cosas útiles para la casa. Por eso lo llevaban a gusto y aún se lo agradecían a los hombres que habían traído el bienestar a las montañas. Y esto a ellos les hacía sentirse muy contentos; allí no le medían a uno, como en el resto del mundo, por sus cualidades humanas —que si era formal, poderoso y temible, o bien fino y guapo—, sino que, fuera el hombre que fuera y pensara lo que quisiera de las cosas de la vida, uno encontraba afecto porque había traído la prosperidad; el afecto iba delante de uno como un heraldo, le estaba esperando en todas partes como una cama recién preparada para el huésped, y la gente agasajaba con la mirada. Las mujeres podían demostrarlo sin recato, pero a veces, al pasar por una pradera, podía encontrarse también un viejo labrador que saludaba con la guadaña como la misma muerte.
Hay que decir que en este extremo del valle vivía una gente muy extraña. En tiempos del poder episcopal tridentino sus antepasados habían venido desde Alemania como mineros, y aún hoy seguían viviendo entre los italianos como una piedra alemana intercalada, corroída por el tiempo. Habían conservado en parte, y en parte olvidado, su antigua manera de vivir, pero lo que habían conservado ya no lo sabían ni ellos mismos. En primavera los torrentes arrastraban las tierras; había casas que antes estaban situadas en una colina y ahora estaban al borde de un precipicio, sin que ellos hicieran nada por impedirlo; y en cambio los nuevos tiempos les llenaban las viviendas con las peores inmundicias. Había en ellas armarios pulidos baratos, postales y oleografías cómicas, pero a veces aparecía una cazuela en la que podían haber comido ya en tiempos de Martín Lutero. Ellos eran protestantes; pero aunque sólo una tenaz perseverancia en su fe les había protegido de la italianización no eran, sin embargo, buenos cristianos. Como eran pobres, casi todos los hombres abandonaban a sus mujeres al poco tiempo de haberse casado y se iban a América para varios años; cuando regresaban, traían algún dinero ahorrado, las costumbres de los burdeles urbanos y la falta de fe, pero no el agudo espíritu de la civilización.
Muy al principio Homo escuchó un relato que le tuvo bastante preocupado. No hacía de ello mucho tiempo, quizá sucedió en los últimos quince años, un labrador que había estado fuera largo tiempo regresó de América y volvió a acostarse con su mujer. Durante algún tiempo se sintieron muy contentos por estar unidos otra vez y se dieron buena vida hasta que se gastaron el último dinero. Como entonces aún no habían llegado los nuevos ahorros que tenían que venir de América, el labrador se fue de casa a ganarse la vida haciendo de buhonero —como todos los labradores de aquella región—, mientras la mujer volvía a ocuparse de la casa y del campo, que apenas daba ganancia. Pero él no volvió más. En cambio, pocos días después llegó de América el dueño de una finca muy apartada de la primera; le recordó a su mujer los días exactos que habían pasado desde que se había ido, le pidió la misma comida que ella le había preparado el día de la despedida, sabía aún todo lo referente a la vaca que hacía mucho ya no tenían, y logró arreglárselas bien con los hijos que le había deparado otro cielo del que él había visto mientras tanto. También este labrador, tras una temporada de holgura y buena vida, se fue con su buhonería y nunca más volvió. Esto pasó aún en la comarca una tercera y una cuarta vez, hasta que se descubrió que era un estafador que había estado trabajando allá con los maridos y les había sacado toda clase de información. Las autoridades de cierto lugar lo detuvieron y lo encarcelaron, y ninguna de las mujeres volvió a verle jamás. Se decía que todas lo habían sentido mucho, ya que a todas les hubiera gustado tenerlo algunos días más para compararlo con su recuerdo a fin de no quedar en ridículo, pues todas creían haber notado algo que no correspondía del todo con la imagen del ausente, pero ninguna se sintió lo bastante segura para llevar las cosas al extremo de poner dificultades al marido que volvía para ocupar su puesto.
Así eran estas mujeres. Sus piernas asomaban debajo de las faldas de lana marrón adornadas con ribetes rojos, azules o naranja, de un palmo de ancho; los pañuelos que llevaban a la cabeza, con las puntas cruzadas sobre el pecho, eran de un estampado barato con dibujos modernos de fábrica, pero algo en sus colores o en la distribución de éstos recordaba los siglos remotos de los antepasados. Este algo era mucho más antiguo que los trajes regionales en general; era una mirada retardada que había recorrido todos aquellos tiempos y que llegaba turbia y cansada, pero sentía uno esta mirada fija en él al mirarlas. Calzaban unos zuecos, tallados como las piraguas en una sola pieza de madera, y en las suelas llevaban, a causa de los malos caminos, dos planchas de hierro en forma de cuchilla, sobre las cuales andaban con sus medias azules y marrones, igual que las japonesas. Cuando se las hacía esperar, no se sentaban a la vera, sino en la tierra plana del camino, con las rodillas dobladas como los negros. Y cuando subían por las montañas montadas en sus burros —cosa que ocurría de vez en cuando—, no se sentaban en las faldas sino que, al estilo de los hombres y con los muslos al aire, se sentaban en los cantos de madera de las albardas, con las piernas dobladas indecorosamente, dejándose llevar con un suave balanceo de todo el busto.
Pero eran también de una amabilidad y gentileza que desconcertaban por su franqueza. «Haga el favor de pasar», decían erguidas como duquesas cuando se llamaba a la puerta de su casa; o cuando se estaba charlando con ellas un rato en el campo, alguna preguntaba de pronto con la máxima cortesía y discreción:
«¿Me permite que le tenga el abrigo?» Cuando un día el doctor Homo le dijo a una encantadora muchacha de catorce años «ven al heno» —simplemente porque en aquel momento el heno le parecía tan natural como el pasto para los animales—, aquella cara infantil, bajo el alero que formaba el pañuelo de los antepasados, no se asustó lo más mínimo; risueña resopló por la nariz y los ojos, levantó las puntas de sus pequeños zuecos en forma de barco, y con el rastrillo al hombro por poco se cae bruscamente sentada, si todo eso no hubiera sido sólo la fingida expresión de asombro graciosamente torpe ante la concupiscencia del hombre, como en una opereta. Otro día preguntó a una campesina alta, con aspecto de hacer papeles de viuda teutona en el teatro,
« ¿¡Dime, eres aún virgen!?», y le cogió la barbilla, otra vez sin pensarlo mucho y porque las bromas de los hombres deben tener cierto sabor; pero ella dejó que su barbilla reposara en la mano de él y le contestó muy seria: «Sí, desde luego». Homo casi se desconcertó. «¿¡Tú eres virgen todavía!?», dijo asombrado y se rió.
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