Ella se rió también. «¿¡Dime!?» siguió él interesándose, jugueteando con su barbilla; ella le sopló en la cara y contestó riendo: «¡Desflorada!»

—Cuando te haga una visita, ¿qué me darás? —siguió preguntando.

—Lo que quiera.

—¿Todo lo que quiera?

—Todo.

—¿De veras, todo?

—¡Todo! ¡Todo!, y era una pasión representada de forma tan excelente y fervorosa, que le desorientó mucho esa autenticidad de teatro a mil seiscientos metros de altura. Ya no se le quitó de la cabeza que esa vida, más clara y más sabrosa que cualquier vida anterior, no era realidad sino un juego flotando en el aire.

Mientras tanto había llegado el verano. Cuando vio por primera vez la letra de su hijo enfermo en una carta que recibió, una reacción de dicha y de posesión secreta le recorrió el cuerpo de la cabeza a los pies; el que conocieran ya su paradero le parecía enormemente reconfortante. Él estaba aquí, sí, ahora lo sabían todo y él ya no necesitaba explicar nada. Blancas y violetas, verdes y marrones se presentaban las praderas. Él no era ningún fantasma. Un bosque encantado de viejos troncos de alerces, cubiertos de un vello verde claro, poblaba la pendiente esmeraldina. Debajo del musgo vivirían cristales violetas y blancos. En un lugar en medio del bosque el arroyo saltaba sobre una piedra que parecía una gran peineta de plata. Ya no contestaba a las cartas de su mujer. De los secretos de esta naturaleza, uno era el pertenecerse mutuamente. Hubo una flor bermeja que no existió en el mundo de ningún otro hombre, sino sólo en el suyo; así lo había dispuesto Dios como un milagro. Hubo un sitio en el cuerpo que se ocultaba y que nadie más que uno podía ver, a menos que muriera. En aquel momento, esto le pareció tan maravillosamente absurdo e inadecuado como sólo puede serlo una religión profunda. Entonces se dio cuenta de lo que había hecho al aislarse ese verano y dejarse llevar por su propia corriente, que se había apoderado de él. Entre los árboles cubiertos de cabellos cardenillos se arrodilló con los brazos abiertos, cosa que no había hecho en su vida, y tuvo la sensación de que en aquel momento le habían quitado de sus brazos a su propia persona. Sintió la mano de su amante en la suya, su voz en sus oídos; su cuerpo entero era como si ella lo acabase de tocar, y se sintió a sí mismo como una forma integrada por otro cuerpo. Pero había derogado su vida. Su corazón se había vuelto sumiso ante la amante y pobre como un mendigo, de su alma casi emanaban votos y lágrimas. A pesar de ello, lo cierto era que él no se volvería atrás; de un modo extraño, su excitación estaba adherida a una visión de las praderas en flor que rodeaban el bosque, y a pesar del ansia de futuro que sentía, tuvo la sensación de que su cadáver descansaría allí entre anémonas, nomeolvides, orquídeas, gencianas y la deliciosa acedera color verde parduzco. Se tumbó en el musgo. «¿Cómo llevarte conmigo allá?», se preguntó Homo. Y su cuerpo sintió un extraño cansancio, como una cara que se disuelve en una sonrisa. Había creído vivir siempre en la realidad,

¿pero existía otra cosa más irreal que el que para él una persona se distinguiera de todas las demás? ¿Que en el sinnúmero de cuerpos hubiera uno del cual su íntima razón de ser dependiera casi tanto como de su propio cuerpo? ¿Cuya hambre y cansancio, oído y vista estuvieran unidos a los de su persona? A medida que el niño crecía, subía también aquella savia, como suben los secretos de la tierra por un arbolillo, hasta transformarse en nuevo humus de cuidados y de amabilidades. Él quería a su hijo, pero tan cierto como que éste iba a sobrevivirle, lo era que antes de quedarse solo habría matado en él la reciprocidad. Y de repente se notó ardiente de una nueva verdad. No era hombre inclinado a la fe, pero en esos momentos su alma estaba iluminada. Los pensamientos alumbraban tan poco como velas humeantes en esta gran claridad de su sentir, era sólo una magnífica palabra evocadora de la juventud: reintegración. Se la llevaba siempre consigo, hasta la eternidad, y en el instante en que se entregó a esta idea, desaparecieron para él los pequeños estragos que los años habían ocasionado en la amante; fue un primer día eterno.