Por cierto, él se extrañaba de que uno pudiera sentarse en la misma mesa que la prima Julie y acercarle una taza de café, pues ello significaba una deshonra. Se sabía que era fácil dirigirle la palabra en plena calle y llevársela a la cama aquella misma noche: iba también a las casas de citas cuando la llamaban, y no tenía otro oficio. Pero, por otra parte, no dejaba de ser una parienta, aun si no se aprobaba su conducta; y aunque era una fresca, no era justo negarle un sitio en la mesa y menos con lo poco que venía. Un hombre tal vez sí hubiera armado un escándalo, ya que un hombre lee el periódico o pertenece a una asociación con ciertos fines y siempre tiene el pecho lleno de palabras rimbombantes, pero la tía se conformaba con algunas agudas observaciones en cuanto Julie se había marchado; mientras se estaba en la mesa con ella había que reírse, pues era una chica graciosa y sabía más cosas de la ciudad que una misma. De todas formas, aunque se la criticaba, no había ningún abismo de separación.
El mismo caso era el de las mujeres de la penitenciaría; la mayoría también eran prostitutas y poco después incluso tuvieron que trasladar el establecimiento a otra parte, porque mientras cumplían su condena, de repente muchas quedaron embarazadas en aquellas nuevas construcciones donde ellas llevaban argamasa y los presos trabajaban de albañiles. Estas mismas mujeres se alquilaban también para las faenas de casa; lavaban muy bien, por ejemplo, y la gente humilde las buscaba por su trabajo barato. También la abuela de Tonka las hacía venir los días de lavado; se les daba café y un panecillo, y como se había trabajado con ellas en la casa se desayunaba también juntas y no se sentía repulsión. Al mediodía alguien tenía que acompañarlas otra vez hasta la penitenciaría, pues así estaba establecido, y normalmente Tonka se ocupaba de ello siendo aún una chiquilla; iba charlando con ellas y no se avergonzaba de su compañía, a pesar de que llevaban unos pañuelos blancos que se distinguían desde lejos y el uniforme gris de las presas. Podría llamársele ingenuidad o la despreocupación de una vida joven y pobre frente a influencias que la tenían que insensibilizar; pero si más tarde, cuando tenía dieciséis años, Tonka seguía bromeando con la prima Julie sin inmutarse en absoluto, puede decirse que lo hacía sin la menor idea de lo que es la vergüenza, ¿o quizás esta alma había perdido ya la facultad de sentir vergüenza? Aunque no hubiera sido culpa suya, ¡sería muy significativo!
No hay que olvidar tampoco la casa. Cinco ventanas daban a la calle —la casa era un vestigio entre otras nuevas y mucho más altas— y tenía un piso interior en el que habitaban Tonka y su tía —que en realidad era su prima, mucho mayor que ella— y el hijito de ésta que era hijo ilegítimo, aunque nacido de unas relaciones amorosas tomadas muy en serio, tanto como un matrimonio; también vivía una abuela que de hecho no era abuela, sino la hermana de ésta; antes había vivido con ellos también el hermano auténtico de la difunta madre de Tonka, pero aquél murió muy joven; todos vivían en una habitación con cocina, mientras que las cinco ventanas delanteras de la casa, con cortinas de un aire distinguido, no ocultaban nada menos que una casa «non sancta», donde se organizaban los encuentros entre ciertos hombres y frívolas mujeres burguesas e incluso citas con prostitutas. En la casa todos, muy callados, hacían ver que no se enteraban de lo que pasaba allí, y como no querían enemistarse con la alcahueta, hasta la saludaban; era una persona gruesa, muy cuidada de su respetabilidad, y tenía una hija de la misma edad que Tonka. A esta hija la mandaba a una buena escuela, le pagaba clases de piano y francés, le compraba vestidos bonitos y tenía mucho cuidado en apartarla de los manejos del piso; tenía buen corazón y esto le facilitaba su trabajo, ya que sabía que era detestable. Antes se le había permitido a Tonka jugar algunas veces con aquella hija y entonces había entrado en el piso de enfrente, que a esas horas estaba vacío y parecía enorme, lo que a Tonka le causó una impresión de esplendor y elegancia que no se le borró de la memoria hasta que él se la redujo a su justa medida. Por lo demás, no se llamaba precisamente Tonka, sino que la bautizaron con el nombre alemán de Antonie; Tonka era una abreviación de Toninka, nombre cariñoso checo; en aquellas callejuelas se hablaba una extraña mezcla de los dos idiomas.
Pero, ¿adonde le llevan a uno esos pensamientos? Aquella vez ella había estado junto a una valla, ante la negrura de una puerta abierta que pertenecía a la primera casita del pueblo, camino de la ciudad; llevaba borceguíes, medias rojas y unas sayas multicolores, anchas y tiesas; mientras hablaba, parecía mirar la luna que colgaba pálida encima del trigo segado, contestaba tímidamente, pero con acierto, reía, se sentía protegida por la luna, y el viento pasaba por el rastrojo soplando tan suavemente como si tuviera que enfriar un caldo. Durante el regreso a caballo, él había dicho riendo a su compañero, el barón Mordansky, voluntario de un año: «Me gustaría tratar a una chica de éstas, pero lo considero demasiado peligroso; tendrías que prometerme que te harías su cortejador, para protegerme de cualquier sentimentalismo». Y Mordansky, que ya había sido voluntario en la fábrica de azúcar de su tío, le había contado entonces cómo lo pasó durante la recolección de la remolacha cuando centenares de estas muchachas campesinas trabajan en los campos de la fábrica y, según dicen, se someten en todo a los inspectores y sus ayudantes, tan obedientes como si fueran esclavas negras. Estaba seguro de que alguna vez había cortado semejante conversación con Mordansky porque le hería, pero esto no había sucedido en aquella ocasión, pues lo que acababa de ocurrírsele fingiendo ser un recuerdo, volvía a ser el zarzal que más tarde había enredado su cabeza. En realidad la había visto por primera vez en el «Ring», en aquella calle principal con soportales de piedra donde los oficiales y los altos cargos del Gobierno se paran en las esquinas, se pasean los estudiantes y los jóvenes comerciantes, pasan las chicas a dos y a tres, cogidas del brazo, a la hora del cierre de los comercios y las muy curiosas ya en el descanso del mediodía; donde a veces uno de los abogados, saludando a todo el mundo, deja que le vayan empujando despacio y donde no falta el concejal, ni tampoco el prestigioso fabricante, ni siquiera las damas que, regresando de sus compras, tienen que pasar precisamente por allí. Allí la mirada de ella de repente había encontrado la suya, una mirada alegre, sólo por un segundo y como una pelota que por descuido da en la cara de un transeúnte, apartándose al instante con una expresión de fingida ingenuidad. Rápidamente había dado medía vuelta, pues pensó que ahora vendrían las risas ahogadas, pero Tonka andaba casi asustada, con la cabeza erguida; iba con otras dos chicas, era más alta que ellas y su cara de expresión clara y definida no llegaba a ser bonita. Nada en ella acusaba esa pequeña y astuta feminidad que sólo causa impresión en el conjunto de los rasgos; boca, nariz y ojos quedaban bien definidos y resistían también un examen detallado, sin tener otro encanto que el de su franqueza y la frescura que los envolvía. Era extraño que una mirada tan serena se clavara como una flecha; ella misma parecía haberse hecho daño con ella.
Esto quedaba ahora bien claro. Estaba entonces en la pañería, que era un comercio importante con muchas chicas trabajando en el almacén. Tenía que vigilar los fardos de tela y encontrar los correspondientes cuando se pedía una muestra; las manos las tenía siempre algo húmedas porque la pelusa de los tejidos las inflamaban. No tenía nada de ensueño: su cara era abierta. Por entonces estaban allí los hijos del dueño de la pañería; uno de ellos tenía un bigote como una ardilla, con los extremos rizados, y siempre llevaba zapatos de charol; Tonka contaba lo fino que era, cuántos zapatos tenía y que sus pantalones los ponían cada noche entre dos tablas con unas piedras encima, para que los pliegues se mantuvieran intactos.
Y ahora, como se distinguía muy claramente algo real a través de la niebla, apareció una sonrisa —la sonrisa incrédula y contemplativa de su propia madre, llena de compasión y desprecio para él. Esta sonrisa era real.
Decía: ¡Por Dios, todos lo saben, esa tienda...! Pero aunque cuando la conoció, Tonka era aún virgen, esta sonrisa maliciosamente disimulada o disfrazada había surgido también en muchos de sus sueños torturadores. Quizás esta sonrisa no la hubiera visto nunca de veras y como tal; ni ahora estuvo seguro de ello. Y hay también noches de bodas en las que uno no puede estar enteramente seguro, con unas llamadas ambigüedades fisiológicas de las que ni la misma naturaleza da una explicación clara; en el mismo instante en que esto le vino de nuevo a la memoria, lo sabía: también el cielo estaba en contra de Tonka.
II
Había sido una imprudencia por su parte meter a Tonka en casa de su abuela como enfermera y señorita de compañía. Era muy joven aún y había empleado un pequeño truco; la cuñada de su madre conocía a la tía de Tonka que iba a las «casas de bien» haciendo de costurera de ropa blanca, y él le había hecho preguntar si sabía de alguna muchacha joven, y cosas por el estilo.
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