Se había ruborizado mucho, no pudo concentrarse, se paró a menudo con una cosa entre las manos sintiendo: lo de ahora era amor.
Pero al volver a su habitación, él encontró aún en la mesa los fragmentos del diario de Novalis y se sintió confuso por la responsabilidad que de pronto había asumido. Inesperadamente había sucedido algo que determinaría su vida y que él, sin embargo, no sentía con bastante intensidad. Tal vez en aquel momento incluso estuviera receloso porque Tonka había aceptado su oferta sin el menor reparo.
Pero entonces se le ocurrió preguntarse: «¿Cómo he llegado a ofrecérselo?», y no lo sabía, ni tampoco el por qué ella lo aceptó. La cara de ella había reflejado la misma perplejidad que la suya. La situación fue cruelmente cómica; como si en un sueño se hubiera caído hacia arriba, no volviendo a encontrar el camino de bajada. Pero volvió a hablar con Tonka. Quiso ser sincero. Habló de la libertad de acción, espíritu, metas, ambición, aversión contra el idílico nido, mujeres importantes que él esperaba encontrar, en fin, tal como habla un muchacho joven que aspira a mucho y que ha vivido poco. Cuando notó que los ojos de Tonka se contraían convulsivamente, le dio lástima y, atacado por el miedo de ofenderla, suplicó: «¡No lo interprete mal!»
«¡Si lo comprendo!», fue lo único que contestó Tonka.
IV
«Sí, es una chica muy sencilla que trabaja en una pañería», habían dicho. ¿Qué significa esto? Hay otras mujeres que tampoco saben nada, ni han estudiado. Este hecho quiere marcarles el vestido en la espalda, colocarles una marca donde no se la puedan quitar. Hace falta haber aprendido algo, hay que tener principios, una posición social, es decir, hay que tener un apoyo; el ser humano no merece confianza por sí solo. ¿Y qué aspecto tenían las que lo poseían todo, las que merecían confianza? Pudo admitir la posibilidad de que su madre temiera ver repetido el vacío de su propia vida en la de él; ella no había elegido con suficiente orgullo; su marido había sido antes oficial del ejército, un hombre alegre e insignificante, su padre; ella quería mejorar su propia vida en la del hijo. Luchó por ello. En el fondo, él aprobaba su orgullo. ¿Por qué no lo conmovía la madre?
Su razón de ser era el deber; su matrimonio había recibido un significado sólo cuando enfermó el padre. Al lado del marido que fue ensandeciendo lentamente, aguantó en adelante igual que un soldado o un guardia que defiende su puesto contra fuerzas superiores. Hasta entonces, con el tío Hyazinth no había podido ni adelantar, ni dejar las cosas del todo. No era, en realidad, ningún pariente, sino un amigo de los padres, uno de aquellos tíos a los que los hijos encuentran cuando abren los ojos; era consejero mayor de Hacienda y, al mismo tiempo, conocido poeta alemán cuyas narraciones alcanzaban ediciones de gran tiraje. Proporcionaba a la madre aquel aire intelectual y de conocimiento del mundo que la consolaban en sus privaciones del alma; estaba instruido en la Historia y, por lo tanto, sus pensamientos eran de tal índole que cuanto más vacíos, más importantes parecían, abarcando milenios y los mayores problemas. Por razones que el joven no se había explicado nunca, desde hacía años este hombre le tuvo a su madre un amor persistente, admirador y desinteresado; probablemente porque ella, siendo hija de oficial, tenía un concepto muy alto del carácter y del honor que mostraba activamente a su alrededor, porque poseía esa firmeza de principios que él necesitaba para los ideales de sus libros; pero sospechaba vagamente que la fluidez de su estilo y don de palabra se basaba precisamente en que su espíritu carecía de esa fluidez. Como naturalmente no lo quiso reconocer como fallo suyo, tuvo que aumentarlo hasta una escala universal y pesimista e interpretarlo como la suerte del genio que necesita semejante suplemento de vigor ajeno, de manera que también ella como mujer podía sentir una dolorosa exaltación. Con mucho cuidado, e incluso entre ellos mismos, disfrazaban sus relaciones de amistad intelectual, pero no siempre lo lograban y a veces se quedaban estupefactos ante ciertas debilidades de Hyazinth que les pusieron en peligro y les hicieron dudar que sí tenían que caer o si debían volver a subir valientes a las antiguas alturas. Pero cuando el marido se puso enfermo, las almas recibieron el apoyo con el cual crecieron aquel centímetro que a veces les había faltado. A partir de entonces la esposa estaba protegida por el deber, desagraviando por un doble sentido del deber lo que tal vez pecara aún en sentimiento; mediante una regla sencilla que ahora fue lo que decidió, los pensamientos estuvieron puestos a salvo de aquel vacilar entre la obligación a la fuerza de la pasión por una parte y a la fuerza de la fidelidad por otra, que era sobremanera desagradable.
Estos eran, pues, los seres en quienes se podía confiar; lo demostraban por su espíritu y carácter. Pero por mucho que se diera en las novelas de Hyazinth el flechazo de amor: alguien que seguía a otra persona sin más ni más —como un animal que sabe dónde puede beber y dónde no—, les hubiera parecido un ser en un estado primitivo y salvaje, sin moralidad alguna. Pero el hijo, sintiendo compasión por su padre, que era de una bondad primitiva, y luchando contra Hyazinth y contra su madre como contra la peste, en todas las pequeñas ocasiones de la vida familiar, se había dejado empujar por aquellos dos al rincón más apartado y contrario a las oportunidades modernas. El muchacho, dotado de muchos talentos, se puso a estudiar química y se hizo el sordo a todas las cuestiones que no tuvieran una clara solución; fue incluso un enemigo casi rencoroso de semejantes conversaciones y un adepto fanático del nuevo y frío espíritu de ingeniería, revolucionario, seco y fantástico a la vez. Fue partidario de la destrucción de los sentimientos, contrario a la poesía, bondad, virtud, sencillez; los pájaros cantores necesitan una rama en la cual posarse, y la rama, un árbol y el árbol, tierra parda y estúpida, pero él volaba, se hallaba en el aire por entre los tiempos; tras este tiempo que destruye tanto como construye, llegará el que tendrá las nuevas condiciones que creamos con más ascetismo, y sólo entonces se sabrá lo que debiéramos sentir —así pensaba él más o menos: por de pronto, había que ser duro y vivir pobremente, como en una expedición. Con tales impulsos no había podido menos que llamar ya la atención de los profesores de su escuela; había concebido ideas de nuevos inventos, debía dedicarse un año o dos a su desarrollo, aun después del doctorado, y esperaba salir entonces con seguridad incontenible sobre aquel brillante horizonte que la gente joven se imagina que es el futuro, mezcla de esplendor e incertidumbre.
Quería a Tonka porque no la amaba, porque en vez de excitarle el alma, la lavaba y la dejaba limpia como el agua fresca; sintió por ella más de lo que se creía capaz de sentir y le apresuraban las preguntas de su madre, que a veces indagaba cautelosa, pero con punta afilada, presintiendo un riesgo del que no podía pedir explicaciones por no tener ninguna certidumbre.
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