Realizó sus exámenes y dejó la casa paterna.

V

Su camino le guió a una gran ciudad alemana. Había llevado consigo a Tonka; dejarla atrás en la ciudad de su tía y de su propia madre le hubiera parecido entregarla al enemigo. Tonka hizo sus maletas y dejó su patria con tanta frialdad y naturalidad como el viento que desaparece con el sol, o la lluvia que se va con el viento.

En la nueva ciudad aceptó un empleo en una tienda. Se familiarizó pronto con su nuevo trabajo y la alababan por ello a diario. ¿Pero por qué recibió un sueldo insuficiente y no pidió nunca un aumento, a pesar de que se lo escatimaron sólo porque ella seguía en la tienda también sin aumento? Lo que le hacía falta lo aceptó de su amigo sin el menor reparo. No por eso, sino porque su modestia casi le molestaba y para enseñarla, de vez en cuando le dirigía un discurso reprochándola. «¿Por qué no exiges que te emplee en un puesto mejor pagado?»

«No puedo.»

«¿No puedes y te empeñas en que tienes que ayudar a todo el mundo siempre que las cosas van mal en cualquier parte?»

«Sí.»

«¿Pues entonces, por qué...?»

En tales conversaciones Tonka hacía una mueca obstinada. No le contradecía, pero no estaba dispuesto a reflexionar. «Por favor», podía decir, «esto es un contrasentido, tienes que hacer el favor de explicarme ahora porque...»; no sirvió de nada. «¡Tonka, me enfadaré si te pones así!»

Sólo entonces, cuando usó de tal látigo, el carrito del que tiraban como dos burros su modestia y su terquedad, se puso lentamente en marcha y logró algo, como, por ejemplo, cuando ella le dijo que tenía una letra muy torpe y temía también la ortografía, lo que hasta entonces había callado por vanidad, haciendo temblar de miedo su querida boca en la que sólo reapareció el arco iris de una sonrisa cuando sintió que no le tomaba a mal esa fea imperfección.

Al contrario, él amaba sus defectos, como, por ejemplo, la uña que ella se había deformado en el trabajo. La hizo ir a la escuela nocturna y se alegraba de la ridícula caligrafía comercial que allí fue aprendiendo. Incluso le gustaban los juicios mal enfocados sobre esto y aquello que trajo de allá. Los trajo a casa en la misma boca y sin haberlos comido, por decirlo así; hubo una noble naturalidad en la actitud indefensa con que rechazaba la fútil, presintiendo que no debía adoptarlo. Fue asombrosa aquella seguridad con que se negaba a todo lo grosero, lo poco espiritual o poco fino, aún disfrazado, sin saber decir el porqué; pero en la misma medida carecía de toda ambición en salir de su ambiente y ascender a otro superior; permaneció pura y tosca como la misma naturaleza. No fue muy fácil querer a la muchacha sencilla. A veces le sorprendió con nociones incluso de química, de las que parecía estar muy lejos; cuando contaba algo referente a su profesión, monologando más que explicándoselo, de pronto ella sabía esto y aquello. Cuando lo hizo por primera vez, desde luego la interrogó con asombro. El hermano de su madre que había vivido con ellos en la casita detrás del burdel había sido estudiante universitario. «¿Y ahora?» «Murió inmediatamente tras haber terminado sus exámenes.» «¿Y esto lo aprendiste entonces?» «Era todavía pequeña», contó Tonka, «pero cuando él estudiaba, siempre tenía que examinarle. No entendía ni una sola palabra, pero él me ponía las preguntas en un papelito.»

Sencillamente esto. ¡Y había estado encerrado en una cajita más de diez años, cual bonitas piedras cuyos nombres se desconocen! Así pasó también ahora; mientras él trabajaba, toda su dicha era estarse callada cerca de él. Ella era la naturaleza que se ordenaba para volverse espíritu; que no quería hacerse espíritu, pero que lo amaba y se le adhirió misteriosamente como uno de los muchos seres que se han acogido al hombre.

Sus relaciones con ella distaban entonces, en una tensión misteriosa, tanto del enamoramiento como de la frivolidad. En realidad, se habían tratado ya en su patria, durante un período asombrosamente largo sin caer en la seducción. Se habían visto de noche, habían paseado juntos, contándose los pocos sucesos del día y sus pequeñas molestias, lo que habían encontrado tan agradable como tomar pan con sal. Desde luego, más tarde había alquilado una habitación, pero sólo porque esto es consecuencia inevitable y también porque en invierno no se puede estar en la calle horas enteras. Allí se besaron por primera vez. Algo rígidos, fue más confirmación que placer y Tonka tuvo los labios toscos y duros de emoción. Entonces habían hablado ya de

«pertenecerse uno al otro enteramente». Esto es —él había hablado y Tonka le había escuchado callada. Con una exactitud ridícula —la misma que impide borrar de la memoria las tonterías cometidas—, se acordó de sus propias explicaciones instructivas, por cierto muy inexpertas, sobre aquello que tendría que ocurrir, ya que sólo entonces dos personas se abren de veras uno al otro; de este modo vacilaron entre sentimiento y teoría.

Lo único que Tonka pidió repetidamente fue que lo aplazara algunos días.