Los señores le escucharon en silencio o también con una amable sonrisa, como a un loco y estúpido incorregible. Y naturalmente él mismo sabía mientras hablaba que hubiera podido preguntar igualmente: ¿Es posible la fecundación virginal? Y se le hubiera podido contestar únicamente: aún no se ha dado nunca. ¡Sería, sin embargo, un cornudo incorregible si quisiera creer esto!
Tal vez se lo dijera a la cara alguien con quien hablara, o bien se le ocurriera a él solo; de todos modos, hubiera podido venirle la idea. Pero precisamente porque uno no sería capaz de abrocharse el botón del cuello si antes quisiera recordar todas las posibles combinaciones de los dedos para hacerlo, junto a la certidumbre de su razón hubo otro hecho inmediato: la cara de Tonka. Uno camina por entre los campos de trigo, siente el aire; el vuelo de las golondrinas, a lo lejos las torres de la ciudad, muchachas cantando...; uno está apartado de todo lo real, se encuentra en un mundo que no conoce el concepto de la verdad. Tonka quedaba allá cerca de aquel mundo de las leyendas. Era el mundo del Ungido, de la Virgen y Poncio Pilatos, y los médicos dijeron que había que cuidar mucho a Tonka para que en su estado no peligrara su vida.
VII
Desde luego, a pesar de ello intentó de vez en cuando arrancarle a Tonka una confesión; que para eso era un hombre y no un loco. Pero ella trabajaba entonces en un comercio grande y feo de un barrio obrero; por las mañanas tenía que estar allí a las siete y por las noches salía lo más temprano a las nueve y media, a menudo por unos cuantos peniques que pagaba un cliente retrasado; no vio nunca el sol, de noche durmieron separados, y no encontraron tiempo para recrear sus almas. Tuvieron que temer incluso por esta pobre vida cuando los demás se dieran cuenta del embarazo, pues por entonces ya estaban metidos en dificultades económicas; él había gastado el dinero destinado a sus estudios y no era capaz de ganarlo, lo cual al principio de una carrera científica es sumamente difícil; había llegado ya tan cerca a la solución a sus investigaciones —sin haberla aún encontrado— que necesitaba de todas sus fuerzas para el logro final. Con esta vida sin sol y llena de preocupaciones, Tonka desmejoraba, y desde luego desflorecía sin aquella belleza de algunas mujeres que al decaer exhalan un aire embriagante; se marchitó insignificante como una pequeña verdura que amarillea y se pone fea al perder su vivo verdor. Las mejillas se volvieron pálidas y hundidas, por lo que la nariz sobresalía muy grande en su cara, la boca parecía ancha e incluso las orejas le quedaban algo separadas de la cabeza; también su cuerpo enflaqueció y donde antes había carne en flexible abundancia, ahora traslucía sus huesos de campesina. Como él, con su cara distinguida, resistió mejor las penas y le duraron más tiempo los trajes buenos de antes, notaba la mirada asombrada de uno y otro transeúnte al salir con ella. Y al no ser libre de vanidad, el hecho de no poder comprarle vestidos bonitos le irritó contra Tonka; estuvo enfadado con ella por su pobreza de la que él tenía la culpa. Pero, en verdad, pudiéndolo hacer le hubiera comprado primero unos trajes bonitos y suaves para futura mamá y sólo después le hubiera pedido explicaciones por su infidelidad. Al intentar arrancarle el reconocimiento de su culpa, Tonka la negaba. Ella no sabía cómo había sucedido. Cuando le pidió, por la vieja amistad que los unía, que no le mintiera, su cara adoptó una expresión atormentada y cuando él se puso furioso, sólo dijo que no mentía ¿y qué más se puede hacer entonces? ¿Hubiera debido pegarla e insultarla, o abandonarla en su terrible situación? Ya no dormía más con ella, pero ni puesta en el tormento hubiera confesado ni una palabra, por el solo hecho ya de que había quedado callada desde que notó su desconfianza; esta obstinada testarudez le dejó más indefenso desde que su soledad ya no fue aliviada por los encantos de Tonka. Tuvo que estar tenaz y ponerse al acecho.
Había decidido pedir a su madre una ayuda monetaria. Pero desde hacía tiempo el padre se encontraba entre la vida y la muerte, y así todo el dinero disponible estaba reservado para él; no lo pudo comprobar, aunque sabía que su madre estaba preocupada ante la posibilidad de que, a la larga, quisiera casarse con Tonka.
Incluso se inquietaba pensando que no habría nunca otra boda porque Tonka estaba por medio; y cuando todo sufrió demora, tanto en los estudios y en el éxito de su carrera como en la enfermedad de su padre, y las preocupaciones en la casa no cesaron, fue Tonka quien más o menos tuvo la culpa de todo; la consideraron no sólo el motivo principal de una serie de desgracias, sino incluso un desgraciado augurio que pronosticaba mala suerte, ya que por su culpa el curso normal de la vida de ellos había sido perturbado por primera vez. En las cartas que recibió y en sus visitas a la casa paterna, se había manifestado esta confusa convicción que, en el fondo, o no consistía en nada más que en el presentimiento de un oprobio para la familia, pues el hijo se dejaba atar «por una chica de éstas», más de lo que era costumbre entre los demás jóvenes. Hyazinth tuvo que advertírselo y cuando el muchacho le contradijo enérgicamente, consternado por esta inconfesada superstición y pensando en sus propias experiencias imprudentes y dolorosas, Tonka fue llamada una «chica olvidada de su deber», que no respetaba la paz de una familia; junto con toda la inexperiencia de la vida, propia de las madres honradas, salieron a la luz del día unas torpes alusiones a los «artes sensuales» con los que «le tenía preso». Estas alusiones se notaban también en la contestación que acababa de recibir, como si cada penique lo llevara a la desgracia si lo gastaba con Tonka. Decidió volver a escribir para confesarles que era padre del hijo que Tonka esperaba.
La contestación fue la llegada de su madre.
Vino «para ordenar los asuntos».
No puso pie en su piso, como si tuviera que temer encontrarse allí con algo insoportable; lo citó en el hotel.
Había logrado vencer una ligera confusión con su sentido del deber; habló de la gran preocupación que él constituía para ellos, del peligro para la enfermedad de su padre y de unos vínculos que podían atarle toda la vida; con pillería poco diestra tocó todas las teclas del sentimiento, pero un tono de indulgencia que acompañaba todas sus palabras la salvó de la curiosidad recelosa de su oyente, aburrido por la astucia descubierta ya. «Esta desgracia podría convertirse incluso en una suerte», dijo, «y entonces uno se habría llevado sólo el susto: ¡había que procurar únicamente que en un futuro no volvieran a pasar tales hechos!»
Por lo que, a pesar de todas las dificultades, había inducido al padre a sacrificar cierta suma. Con ella se indemnizaría a la muchacha, incluidos los derechos del niño, reveló hablando como de un gran favor.
Con gran sorpresa suya, su hijo preguntó tranquilo a cuánto ascendía la oferta y escuchó la respuesta; con más tranquilidad aún movió luego la cabeza en señal de negación y contestó simplemente: «No puede ser».
Alentada por la esperanza, ella respondió: «¡Tiene que ser posible! No seas ofuscado; muchos jóvenes cometen tonterías parecidas a la tuya, pero aprenden la lección. Precisamente ahora se ofrece una buena ocasión de librarte, no dejes de aprovecharla por un equivocado sentido del honor, ¡te lo debes a ti mismo y a nosotros!»
«¿Por qué una buena ocasión?»
«Ciertamente. La muchacha será más sensata que tú; sabrá que tales relaciones suelen romperse cuando hay un hijo.»
Dejó la contestación para el día siguiente. Algo en él se había encendido.
Su madre, los médicos con la sonrisa del sentido común, el Metro que se deslizaba suavemente cuando iba a reunirse con Tonka, el guardia con sus gestos firmes que desenredaban el caos, la cascada atronadora que era la ciudad: todo ello fue una misma cosa; él se encontró en el vacío solitario que había debajo —sin mojarse, pero incomunicado.
Preguntó a Tonka si lo haría.
Tonka dijo que sí. Este sí fue terriblemente ambiguo. Tan sensato como lo había predicho su madre, pero la boca que lo dijo temblaba perturbada.
Sin que ella se lo preguntase, al día siguiente le dijo en la cara a su madre que tal vez ni siquiera fuera el padre del hijo de Tonka, que Tonka estaba enferma, pero que a pesar de ello quería considerarse como padre e incluso como enfermo, antes que abandonar a Tonka.
Rendida ante semejante ceguera, su madre sonrió mirándolo con ternura y se fue.
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