Hasta que él la preguntó enfadado si le suponía un sacrificio demasiado grande. ¡Entonces fijaron un día!

Y Tonka acudió. Llevaba la chaqueta verde musgo y el sombrero azul con borlas negras; llegó con las mejillas coloradas de haber andado aprisa y del roce del aire fresco de la noche. Pone la mesa, prepara el té. Sólo un poco más presurosa que de costumbre y fijándose únicamente en los objetos que tiene entre las manos.

Aunque él ha estado esperando impaciente todo el día, ahora está sentado en el sofá, inmovilizado por la torpeza helada de la juventud, observándola. Notó que Tonka no quería pensar en lo inevitable y se arrepintió de haber fijado para ello una fecha; ¡cómo un ejecutor! ¡Pero sólo entonces se dio cuenta de que hubiera tenido que sorprenderla, conseguirlo por sus caricias!

Estaba lejos de sentir alegría; antes temió tocar lo que notaba como un viento fresco todas las noches cuando se veían. Pero alguna vez hubo de ser, se agarró a esta necesidad, y al seguir con la mirada los movimientos espontáneos de Tonka, le pareció como si su pensamiento estuviera enganchado al tobillo de ella, igual que una cuerda que a cada movimiento se enreda y acorta más.

Tras haber cenado casi sin decir palabra, se sentaron juntos. Él hizo un intento de bromear, Tonka hizo otro de reír. Pero torció la boca como si sus labios estuvieran en tensión, y de repente se puso seria otra vez.

De improviso, dijo: «¿Te parece bien, Tonka? ¿Sigues dispuesta a hacerlo?» Tonka bajó la cabeza y a él le pareció que por un instante algo pasó por su mirada, pero no dijo que sí, ni tampoco «te quiero»; se asomó hacia ella y desconcertado le fue hablando en voz baja: «Sabes, al principio hay muchas cosas desacostumbradas, tal vez incluso prosaicas. Imagínate, no podemos..., sabes..., no es sólo que... Cierra entonces los ojos. ¿De forma que...?»

La cama estaba ya abierta y Tonka se acercó a ella, pero de repente volvió a estar indecisa y se sentó en la silla que había al lado.

La llamó: «... ¡Tonka!» Ella se levantó otra vez y, vuelta la cara, empezó a quitarse el vestido.

A este dulce instante quedó adherido un sabor amargo.

¿Se entregaba Tonka? Él no le había prometido el amor; ¿por qué no se rebelaba contra una situación que excluía la esperanza suprema? Actuó callada, como si la subyugara la autoridad del «señor»; ¿tal vez obedeciera de la misma manera a otro que se lo exigiera decididamente? Pero allí la tenía con la torpeza de su primera desnudez, la piel ciñéndole el cuerpo como un vestido demasiado estrecho; la carne de él era más humana y más astuta que su pensamiento juvenil, pero sofisticado. Tonka, como queriendo huir de él, que en aquel momento se levantó precipitadamente, se metió en la cama con una prisa extrañamente torpe y rara.

Más tarde sólo recordó que al pasar delante de la silla sintió que lo más íntimo se había quedado en ella, junto a la ropa que conocía tan bien; al acercarse, notó que despedía aquel perfume fresco, tan querido que había sido lo primero que percibió siempre que se veían; en la cama le esperaba lo desconocido y lo extraño.

Volvió a pararse: Tonka estaba tumbada en la cama, con los ojos cerrados y la cabeza vuelta hacia la pared, larguísima, con un miedo terrible y solitario. Cuando por fin le sentía a su lado, tenía los ojos calientes de lágrimas. Entonces le cogió otra ola de miedo, su desagradecimiento produciéndole sobresalto; una palabra sin sentido, desamparada, arrojada desde un solitario pasillo sin fin, se transformó en el nombre de él, y entonces se hizo suya; él ciertamente no comprendió con qué encanto y valentía infantil le conquistaba, qué sencillo truco había ideado para poseer todo lo que admiraba en él; sólo había que pertenecerle enteramente y luego se era algo inseparablemente suyo.

En adelante, él ya no se acordó más de cómo había pasado aquello.

VI

Pues en una sola mañana todo se había convertido en un zarzal.

Habían pasado algunos años desde que vivían juntos, cuando un día Tonka se notó embarazada, pero no fue en un día cualquiera, sino que el cielo había escogido para ello una fecha que, según cálculos suyos, reveló que la concepción caía en realidad en una época de ausencia y de viajes, pero Tonka pretendió haberse dado cuenta de su estado sólo cuando sus comienzos ya no se podían averiguar con demasiada exactitud.

En tal situación hay ideas que a cualquiera le pasan por la cabeza; pero en su alrededor no hubo ningún hombre a quien relacionar en serio con el asunto.

Algunas semanas después, el destino se manifestó aún con más claridad: Tonka enfermó. Era una enfermedad que llega a la sangre de la madre o bien procedente del hijo o bien, aun sin éste, viene del mismo padre; era una enfermedad espantosa, grave, perniciosa, pero lo mismo que si tomara el camino más directo o el más lejano, lo curioso fue: en ninguno de los casos había transcurrido el tiempo necesario para que se manifestara. Por otra parte, según el saber humano, él no estaba enfermo, así que o bien un proceso místico le unía a Tonka, o bien ella había incurrido en una culpa humana y vulgar. Desde luego, entraban también otras posibilidades naturales —teóricas, platónicas, según se dice—, pero su probabilidad era prácticamente nula; materialmente era casi seguro que no era ni el padre del hijo de Tonka, ni el causante de su enfermedad.

Detengámonos un momento para comprender lo difícil que le resultó entenderlo. ¡Un ejemplo práctico! Si vas a ver a un comerciante y, en vez de abrirle una perspectiva que despierta pronto su avidez, le diriges un largo discurso sobre la época en que vivimos y sobre lo que en realidad tendría que hacer un hombre rico, entonces sabrá que has venido para robarle el dinero. En esto no estará equivocado, aunque hubieras podido venir también para darle consejos. Tampoco un juez no duda ni un momento cuando el acusado le cuenta que el cuerpo de delito encontrado con él lo recibió de un «hombre desconocido». Y, sin embargo, alguna vez podría incluso suceder que fuera verdad. Pero la vida real se basa en que no hay que contar con todas las posibilidades, ya que las más inverosímiles podemos decir que prácticamente no se dan nunca. Pero, ¿y teóricamente? El viejo médico, el primero a quien había consultado acompañando a Tonka, tras haberse quedado a solas con él, se había encogido de hombros: ¿Posible? Ciertamente tampoco imposible; miraba con unos ojos buenos y suplicantes, pero pareció querer decir: No perdamos el tiempo con algo que carece de la probabilidad necesaria para el juicio humano. Un hombre de letras tampoco no es más que un ser humano y antes de aceptar una cosa médicamente improbable, prefiere suponer que la causa es una falta humana; en la naturaleza las excepciones son raras.

El resultado fue, pues, una especie de pleitomanía médica. Consultó muchos médicos. El segundo sacó la misma conclusión que el primero, y el tercero, la misma que el segundo. Regateó. Procuró hacer chocar unos contra otros los conceptos de diversas escuelas médicas.