El papel de la pared era verde y gris. Las puertas eran de un color pardo rojizo y estaban llenas de inmóviles reflejos. Los goznes de las puertas, hechos de cobre, eran oscuros. En la habitación había una silla de caoba tapizada de terciopelo granate. Pero todas estas cosas parecían estar inclinadas, caídas hacia delante, casi como si se tumbasen a pesar de su postura vertical; le parecían infinitas y absurdas. Se frotaba los ojos, miraba a su alrededor, pero el efecto no se lo producían sus ojos. Eran las cosas mismas. De ellas valía decir que la creencia en ellas tuvo que existir antes que ellas mismas; cuando el mundo no se mira con los propios ojos del mundo, sino que uno ya lo tiene enfocado, entonces se descompone en pedazos incoherentes e inútiles que viven tan tristemente separados unos de otros como las estrellas en la noche. Sólo tuvo que mirar por la ventana y de repente en el mundo de un cochero que estaba esperando allá abajo, se metió en el mundo de un empleado que pasaba y se formó en la calle un montón de pedazos, un asqueroso lío de cosas que se mezclaban, entretejían y arrimaban entre sí, un caos de puntos centrales que iban recorriendo sus trayectorias y alrededor de cada uno de ellos, un círculo de gozo del mundo y de confianza propia; todo esto eran soportes para ir con la cabeza alta por un mundo que no sabía ni dónde era arriba, ni dónde abajo. El querer, saber y sentir están como aovillados; uno se da cuenta sólo cuando pierde el extremo del hilo; ¿pero tal vez sea posible andar por el mundo de otro modo que no sea guiándose por el hilo de la verdad? En tales momentos, cuando un barniz frío le separaba de todos los demás, Tonka fue más que un cuento de hadas; entonces fue casi un apostolado.
Se dijo a sí mismo: o bien tengo que casarme con Tonka, o bien debo abandonar a ella y a estas ideas.
Pero nadie le tomará a mal si con tales razones no hizo ni una cosa ni otra. Pues todos estos pensamientos o impresiones puede que tengan su legitimidad, pero hoy nadie duda de que la mitad de ellos son solamente quimeras. Por lo tanto, los pensó, pero no los pensó muy en serio. A veces sí que se sintió como puesto a prueba, pero cuando se despertaba y hablaba consigo mismo como con un hombre verdadero, tuvo que confesarse que tal prueba consistió tan sólo en la pregunta que si quiso creer en Tonka a la fuerza, en contra del noventa y nueve por ciento de probabilidad de que había sido engañado y de que era un imbécil. Por cierto, esta posibilidad vergonzosa había perdido ya gran parte de su importancia.
XI
De modo curioso, aquél fue un período de grandes éxitos científicos para él. Había resuelto su tarea en sus rasgos principales y pronto tenían que notarse las consecuencias. Ya fue gente a buscarle. Le proporcionaron gran seguridad interior, a pesar de que hablaron de química. Todos creían en la probabilidad de su éxito; ¡ya subía al noventa y nueve por ciento! Y se aturdió con el trabajo.
Pero mientras su persona burguesa se fortalecía y entraba, por decirlo así, en un estado de madurez vital, sus pensamientos no seguían ya su curso fijo cuando dejaba de trabajar; bastaba con que algo evocara la existencia de Tonka para que empezaran a surgir en su mente figuras que se relevaban unas a otras, sin dar a conocer su significado, como unos desconocidos que se encuentran a diario, mutuamente, en el mismo camino. Allí estaba el dependiente-tenor de quien había sospechado una vez, y todos aquellos en los que había tenido una seguridad en otro tiempo. No hacían gran cosa, existían simplemente; o incluso cuando hacían lo más horrible, esto no significaba gran cosa; y dado que a veces eran dos o más en una persona, uno no podía estar simplemente celoso, sino que estos sucesos se volvían tan transparentes como el aire más puro e incluso más claros aún, hasta alcanzar una libertad y un vacío libre de todo egoísmo, debajo de cuya cúpula invariable transcurrían minúsculos los azares de la vida mundial. A menudo esto se convertía en sueños —o tal vez en un principio lo hubieran sido—, sobre cuyo pálido mundo de sombras él se levantaba cuando quedaba libre del peso de su trabajo, como si fuera para avisarle que este trabajo no era su vida auténtica.
Estos sueños verdaderos eran más bajos y más feos que sus pensamientos cuando estaba despierto; eran calientes como unos cuartuchos abigarrados, de techo bajo. En ellos Tonka fue acusada por su tía de no tener alma, pues no había llorado en el entierro de la abuela; un hombre feo confesó ser el padre del hijo de Tonka y ella, cuando le dirigió una mirada interrogante, por primera vez no lo negó, sino que permaneció inmóvil, con una sonrisa inmensa; esto había sucedido en una habitación con plantas verdes, alfombras rojas y con estrellas azules en las paredes, pero cuando levantó la vista buscando lo infinito, las alfombras eran verdes, las plantas tenían grandes hojas de color rubí, las paredes brillaban amarillas como la suave piel de una persona, y Tonka estaba allí azul como la luz clara de la luna. Casi se refugiaba en estos sueños como en una modesta felicidad; tal vez no fueran más que cobardía, debían decir solamente que Tonka tenía que confesar su culpa para que todo se arreglara; la frecuencia de estos sueños le perturbó mucho, pero no tenían aquella tensión insoportable del estar medio despierto que le llevaba a alturas cada vez mayores.
En estos sueños Tonka era siempre grande como el amor y ya no la pequeña y débil dependienta que era en realidad, pero, por otra parte, cada vez tenía otro aspecto distinto. A veces era su propia hermana menor que no había existido nunca y muchas veces no era más que el crujido de sayas, el sonido y tono de otra voz, el movimiento más extraño y sorprendente, toda la tentación delirante de las aventuras desconocidas que, de un modo que sólo existe en los sueños, provenían del conocimiento íntimo de su nombre y que ofrecían un fácil contento de posesión ya en el momento en que aún eran la mera ansia de lo que quedaba por lograr.
Con estas dobles imágenes surgían en él un afecto, al parecer sin vínculos y todavía insubstancial, y una ternura sobrenatural, pero no se podía decir si en estas visiones querían separarse de Tonka o bien unirse a ella. Cuando meditaba sobre esto, adivinaba que esa misteriosa capacidad de transferencia e independencia del amor tenían que mostrarse también cuando estaba despierto. La persona amada no es el origen de los sentimientos aparentemente provocados por ella, sino que éstos se colocan tras ella como una luz; pero mientras en los sueños existe aún una sutil hendidura por la que el amor se destaca de la amada, esta hendidura desaparece cuando estamos despiertos, como si sólo fuéramos las víctimas de un juego con dobles y se nos obligara a tener por maravillosa a una persona que no lo es en absoluto. No pudo decidirse a colocar la luz detrás de Tonka.
Como pensaba mucho en los caballos, seguramente tenía que ver con ello y significaba algo una cosa extraordinaria. Tal vez lo fueran Tonka y las apuestas de caballos con los billetes no premiados, o bien su infancia, ya que en ella hubo bonitos caballos bayos y píos con arreos pesados, guarnecidos de latón y pieles.
A veces se enardecía en él de repente el corazón infantil para el cual la magnanimidad, la bondad y la fe aún no son deberes de los que se descuida uno, sino que son caballeros en el jardín encantado de las aventuras y los rescates. Pero tal vez fuera tan sólo el último chisporroteo antes de apagarse el fuego, la irritación de una cicatriz que se iba formando. Los caballos siempre arrastraban leña; debajo de sus herraduras, el puente se sonaba con el ruido sordo de la madera y los leñadores llevaban sayos cortos a cuadros, de color violeta y pardo.
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