Todos se quitaban los sombreros ante una cruz grande con un Cristo de hojalata que se alzaba en la mitad del puente, y sólo un chiquillo que en invierno los observaba al lado del puente, no había querido quitarse el suyo porque ya era listo y no tenía fe. De repente ya no pudo abrochar su chaqueta; no logró hacerlo. El frío le había paralizado los deditos; cogieron un botón y lo acercaron con dificultad, pero en cuanto quisieron hacerlo pasar por el ojal, éste había vuelto a su sitio y los dedos se quedaron suspensos y perplejos.
Por muchas veces que lo intentaran, siempre terminaron rígidos y torpes.
Y era éste el recuerdo que le vino a la memoria con particular frecuencia.
XII
Entre estas incertidumbres el embarazo avanzó e hizo patente la realidad.
Tonka empezó a andar como llevando una carga y como si necesitara un brazo que la apoyara, con su barriga pesada y misteriosamente caliente; empezó a sentarse con las piernas abiertas, de aquella manera torpe y fea que conmueve; llegaron todos los cambios que trae consigo el proceso prodigioso que, sin vacilar, transformó al cuerpo de muchacha en un folículo, cambiando todas las medidas, ensanchando las caderas y bajándolas, quitándoles su forma aguda a las rodillas, fortaleciendo el cuello y convirtiendo los pechos en ubres, atravesando la piel del vientre con vénulas rojas y azules, de manera que uno se asustaba al ver cuan cerca del mundo exterior circulaba la sangre, como si esto pudiera indicar la muerte. La nueva silueta se esforzaba, con mucha paciencia, en abarcar toda aquella deformidad y el desequilibrio humano se reflejaba también en la expresión de los ojos; miraban algo atontados, descansando detenidamente en los objetos y soltándolos con mucha torpeza. A menudo Tonka dejaba descansar su mirada también en él. Volvió a ocuparse de sus pequeños asuntos y le sirvió penosamente, como si aún al final le quisiera demostrar que sólo vivía para él; en sus ojos no había ni pizca de vergüenza por su fealdad y deformación, sino sólo el deseo de hacer por él cuanto podía con sus movimientos entorpecidos.
Entonces volvían a estar juntos casi tanto como antes. No hablaban mucho, pero permanecían el uno cerca del otro, pues el embarazo avanzaba como una mano de reloj, ante lo cual quedaban indefensos. Hubieran debido desahogarse hablando, pero lo único que seguía adelante era el tiempo. El hombre irreal, lo ficticio que había en él buscaba a veces palabras para expresarse, estaba a punto de comprender que todo tenía que medirse con otros valores muy distintos; pero esta comprensión, como todas, era ambigua, insegura. Y el tiempo corría, el tiempo se les escapaba, el tiempo se perdía; el reloj en la pared tenía más relación con la vida que no los pensamientos. Era una habitación burguesa donde no pasaba nada importante, donde estaban sentados; el reloj de pared era un reloj redondo de cocina y marcaba unas horas de cocina, y su madre lo bombardeó con cartas en las cuales todo estaba comprobado; no mandó dinero, sino que lo gastó en conseguir las opiniones de los médicos que debían ponerle en razón; lo comprendió muy bien y ya no lo tomó a mal. Una vez la madre le mandó incluso un nuevo dictamen médico del que se desprendía que efectivamente Tonka tuvo que haberle sido infiel aquella vez; pero en lugar de alarmarle, sólo le causó una sorpresa casi agradable; como si nada tuviera que ver con él, se puso a meditar cómo pudo haber sucedido todo en aquel entonces y como única reacción pensó: ¡pobre Tonka, sufría tanto con las consecuencias de una sola y fugaz perturbación...! A veces incluso tuvo que tener cuidado para no decir de pronto muy desenfadado: Escucha, Tonka, ahora por fin se me ha ocurrido lo que habíamos olvidado: ¡que con quién me engañaste aquella vez! Así transcurrió todo. No hubo nunca ninguna novedad. Sólo quedaba el reloj. Y la antigua familiaridad.
Y aún sin haber puesto las cosas en claro, volvieron los momentos en que sus cuerpos se anhelaron mutuamente. Llegaron como los viejos conocidos que, aun al cabo de una larga ausencia, entran en la habitación sin hacer cumplidos. Las ventanas que en frente daban al estrecho patio quedaban a la sombra, ciegas; los hombres habían salido para su trabajo y en su fondo el patio estaba oscuro como un pozo; el sol entraba en el piso como a través de unos cristales emplomados, resaltando los objetos y envolviéndolos en una luz muerta. Un día había allí, entre otras cosas, un pequeño y viejo calendario, abierto de tal forma como si Tonka acabara de hojearlo, y en la llanura ancha y blanca de una hoja había un pequeño signo de exclamación rojo puesto junto a un día, como una pirámide del recuerdo. Todas las demás hojas estaban llenas de apuntes de la vida, de precios y encargos y únicamente aquélla estaba en blanco, aparte del signo.
No dudó ni un momento que esto significaba el recuerdo de aquel día con los sucesos que Tonka le ocultaba; la fecha coincidía más o menos y la certidumbre le subió a la cabeza en un remolino de sangre. Pero la certidumbre no se fundaba en nada más que en este mismo ímpetu, y al cabo de un instante había vuelto a deshacerse en nada; si uno quería creer a este signo de exclamación, lo mismo podía creer en el milagro, pero lo destructivo era precisamente que uno no hizo ni una cosa ni otra. Entonces las miradas se cruzaron asustadas, Tonka debió haber notado la hoja en la mano de él. Ahora los objetos parecían ser sus propias momias en aquella luz rara de la habitación. Los cuerpos se enfriaron, las puntas de los dedos se congelaron y las entrañas retuvieron todo el calor vital como un ovillo caliente. Era cierto que el médico le había avisado que Tonka necesitaba el máximo cuidado, y que en el caso contrario le podía pasar una desgracia; pero en aquellos momentos eran precisamente los médicos los que no merecían confianza. También en el otro sentido todos los esfuerzos quedaron sin resultado; tal vez las fuerzas no le llegaran a Tonka, ya que quedó un mito sin acabar.
«Ven a mi lado», rogó Tonka y con triste consentimiento compartieron la pena y el calor.
XIII
A Tonka la habían trasladado a la clínica; se había producido el cambio en peor. A él le permitían visitarla; a ciertas horas. Así había avanzado el tiempo.
El día en que se la llevaron de casa, se hizo cortar la barba. Ahora volvió a sentirse más él mismo.
Pero luego se enteró de que aquel mismo día Tonka —impaciente, precipitada, para librarse de lo que durante mucho tiempo había aplazado por ahorro, hasta que le entró el miedo de que ya no lo podría hacer— se había hecho extraer apresuradamente una muela, como última acción en la libertad antes de ingresar en el hospital.
Ahora sus mejillas estarían tristemente hundidas, ya que nunca quiso que se le ayudara. Entonces los sueños volvieron a reemplazar la realidad.
Un sueño le persiguió en muchas versiones. Una muchacha rubia, insignificante y de tez pálida, le contó que su nueva amante, cualquier amante inventada, lo había dejado; él, lleno de una nueva curiosidad, preguntó incidentalmente: «¿Pero cree usted que Tonka era mejor?» Movió la cabeza de un lado para otro y puso una cara incrédula para incitar a la muchacha a una viva protesta a favor de las virtudes de Tonka; saboreaba ya el gusto agradable del alivio que le proporcionaría la opinión de la muchacha; pero en lugar de ello, vio nacer lentamente una sonrisa en la cara delante suyo, la vio extenderse con lentitud terrible, y entonces la muchacha le dijo: «Vaya, aquélla que ha mentido tanto.
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