Pero en nuestra época se está disipando tal ilusión, con el reconocimiento de que no hay pensamiento si no va humildemente encarnado en material articulable. Y tal toma de conciencia constituye una revolución total, formalmente previa a todos los demás aspectos de la revolución mental de nuestro siglo —tales como, quizá, la conciencia, en lo mental y lo material, de las alienaciones económicas y sociales; o la conciencia del carácter inimaginable e inefable de la ciencia física, etc. Ulises podría ser la más alta expresión creativa de ese nuevo —y prístino— modo de la conciencia humana: quizá cabría decir que su verdadero protagonista no es el señor Bloom, sino el lenguaje, esa extraña manera de ser que nos hace únicos entre y ante el mundo, esa espontaneidad creativa, incontenible y —cuando no queremos usarla para algo concreto— a la deriva, en marcha siempre sin vacíos —aunque sea saltando «de tontería en tontería, como el pájaro de rama en rama», para aplicar la expresión machadiana—, ese modo de existir necesitado de hablar, aunque sea en soliloquio.

Cierto que la autoconciencia lingüística —sin la cual no hay poesía— lleva consigo el peligro de un excesivo saboreo de los juegos de palabras, de los chistes incluso sólo fonéticos —peligro que Joyce parece heredar de su gran maestro Shakespeare, capaz de echar a perder una buena escena por un juego sucio de palabras.

Pero así es como Ulises —monumento de humor, como el Quijote, es decir, de distanciamiento, de toma de perspectiva más amplia, de ironía crítica y sin moralejas ante el hombre en general—, trasciende lo que a primera vista pudiera parecer pesimismo o suciedad en la presentación de la vida. Acaba el libro, y damos por supuesto que la vida —y las conversaciones y los soliloquios de los señores Bloom, de Stephen, y de los demás— van a seguir poco más o menos igual: si, por un lado, nos humilla reconocer que hay tanto nuestro en ellos, por otro lado, tampoco son mala gente, y, en definitiva, ¿qué sentido tendría juzgarles (y juzgarnos)? Vivir es ir hablando, y el hablar nos sitúa más allá de nuestro propio juicio, de nuestra individualidad: en un ámbito de impersonalidad, en esa última universalidad —nuestra y ya no nuestra— que ninguna filosofía puede justificar, pero cuya maravillada conciencia —para todos— está en la palabra poética —como lo es la de Ulises—, por ser la palabra más universal.

El impacto más hondo y duradero de la lectura de Ulises, pues, quizá sea hacer que nos demos cuenta de que nuestra vida mental es, básicamente, un fluir de palabras, que a veces nos ruborizaría que quedara al descubierto, no tanto porque tenga algo que «no se deba decir», cuanto porque, si se lo deja solo, marcha tontamente a la deriva, en infantil automatismo, en «juego de palabras». Seguramente nos humilla reconocernos como «el animal de lenguaje» —la expresión es de George Steiner—; una toma de conciencia que puede incluso cohibirnos en nuestra relación con nosotros mismos si no tenemos la modestia necesaria para reírnos un poco de nuestro propio ser. Pero ahí radica precisamente el valor de Ulises.

NOTA DEL TRADUCTOR 1988

En esta nueva edición he podido retocar mi traducción, en dos sentidos: ante todo, he corregido algún error tipográfico y he modificado alguna palabra o frase en forma que ahora me ha parecido más feliz. Además, he tenido en cuenta las variantes del texto crítico (1984) de la editorial Garland. Este texto, que en el prólogo de nuestra primera edición preveíamos que estaría listo antes de 1980, es debido a Hans Walter Gabler, de la Universidad de Munich, quien, con la ayuda de WoIfhard Steppe y Claus Melchior, y de un ordenador, ha cumplido su larga tarea en la norteamericana Universidad de Virginia. En efecto, el Departamento de Inglés de esa universidad, diseñada por Jefferson, ha adquirido especial fama en la ciencia del tratamiento de los textos, bajo el magisterio, entre otros, de Fredson Bowers, y con el flanqueo de la sofisticada revista New Literary History, creada por Ralph Cohen. El criterio de Gabler, según él mismo, ha sido reconstruir mentalmente el proceso creativo del propio Joyce para lograr el texto ideal. Con todo, las novedades de este texto no son muchas, sobre todo para mi traducción: su mayor número lo forman las cuestiones de puntuación, que en gran parte ya había yo corregido por mi cuenta y que en otra parte no hay por qué corregir, dado el diferente sistema gráfico de cada lengua. Luego hay 110 pocos detalles que ya estaban resueltos por otros investigadores cuando traduje, o que yo mismo enderecé por sentido común. Y quedan, eso sí, unas docenas de frases o trozos de frase que se habían perdido por las buenas en el proceso productivo: Joyce, casi ciego y empedernido modificador de sus borradores y sus galeradas, dejó caer algo a veces, creando puntos oscuros que, por otra parte, no chocaron demasiado en un contexto siempre difícil y a menudo falto de eslabones informativos que vendrían muy bien al lector —algunos, he procurado proporcionarlos en mis resúmenes. Por supuesto, mientras hago esta revisión y mientras escribo estas líneas, ya se publican objeciones y observaciones críticas al texto de Gabler, tan impresionante en sus tres tomos de un nítido papel, cuya duración se garantiza —¿a qué posteridad?— para 250 años.

Esta discusión filológica será el cuento de nunca acabar, dado el carácter ideal —y por tanto, personal— del establecimiento del texto. Yo mismo me he sentido libre para, en algún momento, diferir de él y atender a alguna otra lectura previa. Ulises sigue siendo prácticamente lo que era.

Ofrecemos ahora un breve esquema de cada capítulo, procurando dejar fuera toda interpretación —griega, judía, shakesperiana o teológica— excepto, al final de cada uno, el mero rótulo de la referencia a la Odisea: con ello el lector, si lo desea, puede remitirse al complejo esquema de interpretaciones trazado por Joyce para uso de unos pocos amigos, e incluido como Apéndice al final del volumen.

1 (Telemaquiada)

[1]

Son las 8 de la mañana del jueves 4 de junio de 1904, en la plataforma superior de una vieja torre redonda de fortificación, en Sandycove, afueras de Dublín; torre habitada por tres jóvenes, Stephen Dedalus —el protagonista del Retrato del artista—, licenciado en «Artes» y profesor privado; Malachi (Buck) Mulligan, estudiante de medicina; y Haines, un estudiante inglés interesado en la temática y la lengua vernácula irlandesas. Al empezar, Buck Mulligan sale a la redonda cubierta de la torre y empieza a afeitarse, ceremonia que convierte en una parodia de la misa, pensando escandalizar a Stephen. Pero éste se ha rezagado en salir, y Mulligan le llama para que acabe de subir y vea su «afeitado-misa», que deja impasible a Stephen, por más que Buck le acuse de jesuítico. Conversando, se quejan de su huésped inglés, dado a las pesadillas; saltando de un tema a otro —«el mar», sobre todo—. Mulligan recuerda a Stephen que se negó a cumplir el ruego de su madre agonizante cuando ésta le pedía que se arrodillara a rezar. En la conversación, tan pedante como ingeniosa, se menciona que Stephen espera cobrar esa mañana su paga quincenal, por lo que surge el plan de reunirse a mediodía en un bar. Bajados al espacio que les sirve de cuarto general y cocina, preparan el desayuno: Mulligan fríe una tortilla, que distribuye también con parodias de liturgia. Llega, impacientemente esperada, una vieja que les trae la leche y —todo esto a lo largo de un continuo juego de ingenio en chistes culturales, introduciendo especialmente el tema «Hamlet» («hijo-padre»), luego frecuente en el libro— los tres se marchan —Stephen llevando la gran llave de la torre, así como su bastón de fresno. Las brillantes y burlescas discusiones —en medio de las cuales Mulligan canta su Balada del Jovial Jesús— acaban cuando llegan a una ensenada, donde Mulligan, y Haines van a nadar: Stephen sigue hacia su escuela, aunque el motivo alegado para no nadar con ellos sea su aversión natural al agua. (Hay otros bañistas: así, un joven que alude a una muchachita que trabaja en fotografías —la hija de Bloom, sabremos luego.) Stephen se aleja pensando que, dada la actitud molesta de Mulligan, más le valdría abandonar la torre a ese «usurpador».

TÉCNICA: Presentación objetiva, dramática, alternada con vetas de palabra interior en la mente de Stephen.

REFERENCIA HOMÉRICA: Telémaco (hijo de Ulises).

[2]

De 9 a 10 Stephen, de muy mala gana, está dando clase de historia, y luego de literatura, en un colegio de muchachos ricos, situado no lejos de la torre. A las 10, por ser jueves, se suspenden las clases para jugar al hockey, pero Stephen se queda prestando ayuda a un muchachito torpe en matemáticas. Después, va al despacho del director, el señor Deasy, anciano reaccionario y antisemita, que le abona sus honorarios entre grandes discursos, invitándole a ahorrar. Además, sabiendo que Stephen tiene vinculaciones literarias, le entrega una carta para que la haga publicar en la prensa, a propósito de la epidemia de glosopeda (en inglés, foot and mouth, «pata y boca», conviene señalar a efectos de posteriores juegos verbales).

TÉCNICA: Como en el capítulo anterior.

REFERENCIA HOMÉRICA: Néstor (el sabio anciano a quien visitó Telémaco, recibiendo consejo).

[3]

De 10 a 11. Desde el colegio, Stephen va andando hacia Dublín por la playa de Sandycove. Al empezar el capítulo, camina con los ojos cerrados, reflexionando de modo más poético que filosófico, sobre la «ineluctable modalidad de lo visible»: a la deriva en el lenguaje, su teorización se ilustra con imágenes, a veces cómicas, de la historia cultural y religiosa, recibidas en una educación jesuítica de la que, sin embargo, se ha distanciado irónicamente.