Y las páginas rezumaban indecencia. Lo metí en un cajón… Un día vino Katherine Mansfield y lo saqué. Ella empezó a leer, ridiculizándolo: luego, de repente, dijo: Pero aquí hay algo: una escena que supongo que habría de figurar en la historia de la literatura… Luego recuerdo a Tom… diciendo —se publicó entonces— ¿cómo podía volver a escribir nadie después del inmenso prodigio del último capítulo? Por primera vez, que supiera yo, estaba arrebatado, entusiástico. Compré el libro azul y lo leí aquí un verano, creo, con espasmos de maravilla, de descubrimiento, y luego también con largos trechos de intenso aburrimiento…

T. S. Eliot se sentía invadido y desbordado por Ulises («De un modo egoísta, querría no haberlo leído», dijo). Aun cuando no parece que al escribir Prufrock (1917) pudiera haber recibido nada todavía de Joyce, luego fue siguiendo las entregas de Ulises en Little Review (en junio-julio de 1918 ya habla de Joyce en The Egoist): la huella es visible en The Waste Land, aunque este poema se publicara a la vez que el volumen de Ulises. La reacción de Eliot, a la larga —«reacción», incluso en el sentido «reaccionario» de la palabra— fue sutilmente hábil y consiguió dominar la crítica joyceana, incluso hasta nuestros días. En noviembre de 1923 (The Dial) publicaba un ensayo titulado elocuentemente «Ulises, orden y mito», que comenzaba con un gran sombrerazo, para bien o para mal: «Considero que este libro es la expresión más importante que ha encontrado nuestra época; es un libro con el que todos estamos en deuda, y del que ninguno de nosotros puede escapar».

Ulises sería, formalmente, el descubrimiento de una nueva forma literaria —equivalente a la concepción de la relatividad en física—: muerta la novela en manos (¿o «a manos»?) de Flaubert y Henry James, Joyce había hallado «un modo de controlar, de ordenar, de dar forma y significación al inmenso panorama de futilidad y anarquía que es la historia contemporánea».

¿Cuál era ese modo? El recurrir al mito clásico —en este caso, a la Odisea— como canon, no sólo para imitar alejandrinamente o parodiar, sino para rehacer, en nueva variación del viejo motivo (a ver si —y esto ya lo añadimos nosotros— la forma de la vieja fe era capaz de avivar una fe nueva).

El lector apreciará por sí mismo si, efectivamente, Ulises es o no «la Odisea contada al siglo XX». Por nuestra parte, creemos que a nadie se le ocurriría tal idea si no fuera por el título del libro —ya dijimos que los títulos de los capítulos los suprimió Joyce al publicar el libro, por instintivo y acertado orgullo de creador original—, y porque, a través de Valéry Larbaud, se llegaron a conocer los paralelismos —más o menos arbitrarios— que habían servido a Joyce como andamiajes o incitaciones divertidas, pero que sólo comunicó a unos pocos amigos bajo promesa de secreto. En cambio, el lector sí encontrará, no como falsilla literaria, sino en carne y hueso, el tema judío —y también el tema Shakespeare, expuesto por Stephen Dedalus con irónica pedantería. Si Joyce hubiera evitado sus propias indiscreciones, Ulises no se habría visto degradado a puzzle académico, mera alegoría histórico-cultural, en vez de obra de carne y hueso.

Cierto que no toda la crítica joyceana se rindió a la lectura en clave propugnada por T. S. Eliot: en Alemania, aparte de algún crítico menor —como Yvan Goll, que, en 1927, dijo de Joyce: «Se divierte sobre todo parodiando a Dios», y que definió exactamente Ulises «no novela, sino más bien un poema escrito en prosa»—, el gran E. R. Curtius escribió en dos ocasiones sobre Ulises en perspectiva integral: en 1928, en presentación general de la obra de Joyce, acertaba, entre otras cosas, al subrayar su character indelebilis jesuítico, con «un catolicismo negativo que sólo conoce el infierno» y con un personaje —Stephen— que piensa según el método escolástico; en 1929 añadía fecundadas perspectivas formales sobre Ulises:

Debemos leer Ulises como una partitura musical, y así podría imprimirse. Para entender realmente Ulises tendríamos que tener conciencia de todas las frases de la obra.

La lectura «en clave» de Ulises, siguiendo a Larbaud y a Eliot, sirvió para crear un clima de expectación en torno a la que hasta su publicación en 1939 se conoció como Obra en marcha (desde entonces, Finnegan’s Wake), reforzando así su vigencia canónica. Sin embargo, los joyceanos de la primera hora no se dejaron subyugar por esa hermenéutica: Ezra Pound, en mayo de 1933 (English Journal), decía, pensando en quien leyera Ulises «como un libro y no como un diseño o como una demostración o un poco de arqueología»: «Los paralelos con la Odisea son mera mecánica; cualquier idiota puede volver atrás a rastrearlos».

Y propugnaba, incluso, ver Ulises, con la perspectiva de los años, como testimonio de una época histórica:

… un resumen de la Europa de pre-guerra, la negrura y el enredo y la confusión de una «civilización» movida por fuerzas disfrazadas y una prensa comprada, el deslavazamiento general… Bloom es, en mucho, ese enredo.

Para Pound, Dublineses, el Retrato y Ulises formaban un ciclo unitario, que quien no fuera tonto debía leer por gusto, y quien no lo leyera, no debería ser autorizado a enseñar literatura. En cambio la Obra en progreso le parecía muy poca cosa, no sólo por su exceso de chistes: «no veo en ella ni una comprensión ni una gran preocupación por el presente».

Por entonces, Joyce estaba ya demasiado absorbido en su nueva obra para seguir ocupándose de Ulises —alguna vez dijo: «Tengo que convencerme a mí mismo de que he escrito ese libro». Le seguía divirtiendo la idea de tener intrigados a los lectores con claves («he escrito Ulises», dijo en una entrevista, «para tener ocupados a los críticos durante 300 años»), como parte de su pretensión de una atención total, según dijo a Max Eastman: «Lo que yo pido a mi lector es que dedique su vida entera a leer mis obras».

Pero en algún momento de lucidez profesional, entrevió el daño que podía haber hecho a Ulises con las mal escondidas claves de interpretación odiseica: su discípulo predilecto, Samuel Beckett (en texto no publicado hasta 1954), cuenta que una vez Joyce le confió: «Quizá he sistematizado demasiado Ulises».

Y, por otra parte, aunque los críticos más o menos académicos se entregaran a la lectura en clave, no hay que perder de vista que los escritores mismos conservaban otro modo más integral de leer Ulises. Vale la pena citar un agudo texto de un novelista bien poco joyceano, Orwell (Inside the Whale):

Lo verdaderamente notable de Ulises… es lo corriente de su material. Claro que en Ulises hay mucho más que esto, porque Joyce es una especie de poeta y también un pedante elefantino, pero su auténtico logro ha sido poner en el papel lo conocido. Se atrevió —pues es asunto de atrevimiento tanto como de técnica— a poner al descubierto las imbecilidades de la mente interior, y al hacerlo así descubrió una América que todo el mundo tenía delante de sus narices. Ahí hay todo un mundo de materia que uno creía incomunicable por naturaleza, y alguien se las ha arreglado para comunicarla. El efecto es disolver, al menos momentáneamente, la soledad en que vive el ser humano. Cuando se leen ciertos pasajes de Ulises, uno nota que la mente de Joyce y la de uno mismo están identificadas, que él lo sabe todo sobre uno, aunque jamás haya oído nuestro nombre, que existe algún mundo fuera del tiempo y del espacio donde estamos juntos con él.

¿Cuál es, o puede ser, hoy y en el mañana inmediato, el modo dominante de leer Ulises? Al menos en el mundo de nuestra lengua, no es necesario meterse a profetas para sugerir algo: ya tenemos notorios ejemplos de celebradas novelas hispánicas surgidas en la estela de Ulises —así, aunque parcialmente, Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos, o, con mayor riqueza y altura, el mexicano José Trigo, de Fernando del Paso, especie de Ulises en negativo, en búsqueda de un personaje alusivo. Parece evidente que, como ocurrió para los críticos anteriores o al margen de T. S. Eliot, el interés por lo técnico —esa veintena de voces, estilos y puntos de vista— no tiene por qué quedar en divergencia con el interés por el valor moral y humano de Ulises, documento exhaustivo de la vida de un «hombre de la calle» —y «de su casa»—. Como señala Harry Levin, en el caso de Ulises no existe el tradicional dilema entre la literatura como tranche de vie y la literatura como art pour l’art.

Y aún nos atreveríamos a añadir —y ya no pensando sólo en el ámbito de nuestra lengua—, que si Ulises, a más de medio siglo de aparecer, queda sólidamente como el hecho central de la narrativa de nuestro mundo contemporáneo, es porque en él se expresa claramente la gran toma de conciencia de nuestro siglo, en cuanto a la mente misma: que el hombre es, para empezar y siempre, el ser que habla, y que su mundo, su vida y su pensamiento sólo alcanzan realidad y sentido humano en cuanto que encuentran cuerpo de palabra.

Desde que existe reflexión abstracta en el mundo, el desarrollo intelectual de la humanidad se ha basado en el supuesto implícito de que el pensamiento estaría por encima y aparte de la palabra —de ahí el carácter incorregiblemente «infantil» y «primitivo» atribuido a la literatura.